Hubo aplausos y gritos, corretizas y tumultos. Sucesos que distaron mucho de lo que es común en el número 2 de Fray Juan de Zumárraga, colonia Villa Gustavo A. Madero, Ciudad de México. O, de forma más popular, en la Basílica de Guadalupe.
Lo que motivó que el pasado 29 de enero el recinto católico más importante de México se convirtiera en un carnaval fue el adiós a ese sonorense que bailaba a ritmo de Thriller y presumía una estructura ósea no proporcional a su masa corporal: Jesús Alfonso Huerta Escoboza, “La Parka”.
La empresa de lucha libre donde Huerta trabajó durante toda su vida, AAA Worldwide, decidió celebrar una misa en honor al emblemático gladiador que falleció el 11 de enero por una falla renal, derivada del accidente que tuvo el 20 de octubre de 2019 cuando, en una batalla contra Rush, se lanzó de las cuerdas pero erró al caer, pues su cabeza impactó contra uno de los muros de contención de la Arena Coliseo, en Monterrey.
Ante la Virgen de Guadalupe, los seguidores del ‘huesudo’ optaron por llevar máscaras, disfraces, posters y figuras de acción en lugar de la solemnidad que es común en este tipo de despedidas; La Parka lo hubiera preferido así: vítores y huesos en lugar de lágrimas.
El diablo fue a despedir a un amigo
El diablo acudió a la iglesia. No llegó con piernas de chivo ni con un tridente, pero sí con el rostro más rojizo que nunca pues hasta los ojos los tenía encendidos, tal vez producto de un lagrimeo previo.
Entró temprano a la ceremonia; al cuarto para las tres, antes de que el sacerdote emitiera sus primeras palabras. El diablo fue puntual y se sentó, muy discreto, muy de negro, para escuchar al enviado de aquél con el que lucha eternamente.
En el templo no derramó lágrimas, pero tampoco fue efusivo como cuando sale de los camerinos para dirigirse al encordado. A veces volteaba a ver a los fanáticos que rodeaban la columna de asientos destinada a los familiares, amigos y colegas del fallecido, y les ofrecía una mueca que intentaba ser sonrisa.
Muchos le pidieron que volteara hacía sus cámaras de celular, y a veces lo hizo, pero por la distancia existente entre ambos, las imágenes no alcanzaron la resolución deseada.
Cuando el padre anunció el final de la homilía y pidió un aplauso para recordar al huesudo, Luzbel, Belcebú, Satanás, Azael, Mefistófeles o Gronda, el nombre con el que hoy se presentó, aplaudió.
El diablo fue a la iglesia a despedir a un amigo.
Contra sí misma
Fue raro ver tantos rostros amorfos, ocultos, sombríos y diabólicos, mirando fijamente una cruz.
Fue raro que Psycho Clown, Moster Clown, Lady Shani, Abismo Negro Jr. y el Niño Hamburguesa, dejaron de lado los lances, llaves, golpes y patadas, para pasar más de una hora sentados, hombro a hombro, consolándose mutuamente.
Fue raro que Chessman, ese luchador fornido que por la pintura roja siempre parece un tipo duro, tenía un semblante frágil.
Fue raro que ahora nadie anunció a los gladiadores pero todos los presentes sabían sus nombres. Y los gritaban.
Fue raro que el “rómpele su madre” se convirtió en un “Amén”.
Fueron raros esos niños y niñas de 3, 5 u 8 años, usando máscaras de calavera bajo las ‘miradas’ de los santos.
Fue raro que lo que reunió aquí a la gente no fue un tipo crucificado sino una urna con cenizas.
Fue raro pensar que La Parka perdió la caída más importante de su vida… contra sí misma.
Adiós, Parka
Muchos conocimos a La Parka en la niñez. En mi caso, a los siete años, viendo el canal 9 – cuando no transmitían tantos melodramas con sede en Miami –, fue que di con esa figura que movía los pies de forma peculiar antes de soltar patadas.
Me refiero al baile que volvió emblemático: el sube y baja de sus rodillas siguiendo la voz titiritera de Michael Jackson. Así entró siempre al cuadrilátero mientras el Doctor Alfonso Morales – ¿Tinieblas? – proclamaba su mote: ¡LA PARKAAAAAA!
Me gustaba que mientras La Parka bailaba, su rival estaba quieto, respetando la ceremonia del huesudo. Aunque, cuando la canción se extendía demasiado, hasta el Rudo Rivera le empezaban a increpar su ‘payasada’.
Pero la ‘payasada’ seguía aún sin música: La Parka aprovechaba cualquier despiste del contrario para sacar las artimañas que luego se volvieron populares en los recreos: bajar al enemigo ‘por los chescos’, la patada insospechada al trasero o la finta del golpe que se quedaba en un movimiento sugerente de cadera.
Aunque en ese entonces otros guerreros del pancracio eran mis ídolos – Octagón y Abismo Negro -, fue La Parka la que me sacó más sonrisas y me hizo darme cuenta que no todos los tipos con mascara eran rufianes capaces de aplicarme una huracarrana si me les quedaba viendo.
Además, cómo olvidar es tarde de Triplemania XII cuando el ‘vestido de muerte’ le voló la tapa a Cibernético, que desde entonces ya era un blofeador empedernido.
Adiós, Parka, que tu legado siga enmascarando a niños y haciendo que de vez en cuando haya la necesidad de buscar tus peleas para recordar los buenos bailes y esos madrazos mañosos.
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