“Música basada en el jazz, urbana, movida y con ritmo fuerte e insistente”, una definición a menudo citada del R&B, (incluso en Wikipedia) que aparece en el libro Deep Blues: A Musical and Cultural History of the Mississippi Delta, del musicólogo Robert Palmer. Como punto de partida, parece nada complicado.
La realidad es que “Rhythm & Blues” surgió de la propia industria discográfica en los años cuarenta para sustituir, como término paraguas, a una etiqueta deplorable: race records. Como el mismo Palmer apuntaría: “R&B es un término comodín para referirse a cualquier música hecha por y para los negros americanos”. La historia de música y racismo en los Estados Unidos es tan problemática, que es comprensible que la etiqueta R&B siga siendo un territorio de disputas incluso dentro del mismo mainstream actual, que ha evitado integrar los race records al canon de lo “legitimado” dentro de la etiqueta del pop global.
2020 ha sido un año extraño, sin duda, pero si algo han venido a replantearnos movimientos como los feminismos, #BlackLivesMatters y polémicas en apariencia frívolas como #SinReggaetónNoHayLatinGrammy es la importancia que le damos al nombrar, trazar distinciones, y valorar los géneros de origen negro, sobre todo en una Iberoamérica donde las discusiones públicas sobre el racismo comienzan a tomar una una masividad interesante.
De parte de los medios e industria han empezado a surgir algunas propuestas. Quizá la más resonante la semana pasada haya sido la decisión del medio estadounidense Remezcla (Hemisphere Media Group) que dio un paso adelante en una vieja polémica planteada por músicos y periodistas, así que renunció a usar el término urbano para referirse a los artistas de reggaetón, trap, dembow y otros géneros relacionados. En cambio, empezarán a referirse a ellos como “el movimiento latino” (ajustado más adelante a ‘el movimiento’ a secas, luego de la subsecuente polémica en redes).
Si bien su nota editorial muestra una gran apertura y análisis, el cambiar un término paraguas por otro sigue evitando hablar directamente de géneros con nombres propios. Y aún más, géneros negros blanqueados por la emergencia del reggaetón como el nuevo pop global. No es difícil decirlo: trap, reggaetón, dembow, dancehall, y hasta champeta y funk brasileño, y si nos ponemos picantes, incluso el trap sierreño mexicano en un futuro podría entrar en la lista.
Claro que la propuesta de Remezcla suena de lo más progresista y rompedora comparada con la decisión de los Premios Grammy (institución rancia, blanca y machista, si las hay), de renombrar el galardón al mejor disco “Urban Contemporary” por “Progressive R&B”. Decisión que, de no estar teñida por esa pátina racial espeluznante, hasta nos daría risa.
En La Zona Sucia hemos hecho uso del término urbano y género urbano a lo largo de nuestro trabajo editorial, enfocado en gran medida a las músicas pop y populares de Iberoamérica. Ha sido un término útil (como útiles y cómodas son todas las etiquetas) para referirse a una diversidad de sonoridades que han surgido eminentemente desde el ámbito caribeño, con notables discos a lo largo de los últimos años, y que han permeado a escenas tan dispares como España y Argentina. Sin embargo, es un buen momento para plantearse el uso que hacemos de estas categorías que parecieran decir todo y a la vez no nombran nada.
No se trata de “eliminar” o “cancelar” así porque así. Nuestra propuesta es limitar, en la medida de lo posible, la etiqueta de urbano; pero asumiendo que el reto radica en no evitar, sino problematizar su uso y su pertinencia. Un uso consciente y crítico de la palabra urbano, el nombrar siempre los géneros particulares por su nombre, y un trabajo editorial abierto a las problemáticas raciales y de subalternidad cultural de estos géneros, suena como una meta ideal para empezar trabajar.
No es sólo al llamado urbano (ups) donde podemos apuntar la reflexión. En el norte de México (lugar desde donde pensamos y enunciamos La Zona Sucia) contamos con el uso generalizado del término grupero, un término acuñado por la industria discográfica en los años noventa para englobar una diversidad de sonoridades de las músicas populares de la región; un espectro que abarca cosas tan dispares como polka chicana, electro-cumbia, norteña, balada norteña, banda, pasito duranguense, sierreño, y hasta country tejano. (Y eso que no hablamos de ese término coloquial y decididamente racista de música agropecuaria.)
La grupera aparece siempre como una marca de subalternidad respecto a lo que sería ser el mainstream central de las músicas populares mexicanas, eminentemente la balada pop y la ranchera. Y lo risible (o deplorable) es el término paraguas que la Academia y la industria estadounidense (fiel a sus costumbres) ha usado para sustituirlo: música regional mexicana.
2020 y su crisis, con “viejas” y “nuevas” normalidades -coronavirus mediante- suena como un buen momento para empezar problematizar no sólo la manera en que nos referimos y abordamos músicas subterráneas y mainstream, subalternas y hegemónicas, en los Estados Unidos y América Latina, sino también las problemáticas musicales regionales que nos interpelan de manera directa. Al final los géneros y definiciones no nos dicen nada si los aislamos de su ámbito social, y de su pertinencia al momento de interpelar identidades, sueños, sensibilidades y esperanzas. Desde La Zona Sucia nos proponemos seguir planteando preguntas, siempre abiertos al diálogo.
1 comentario en «Urbanos, gruperos y regionales: una reflexión desde La Zona Sucia»
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