El narrador me citó en un teibol y no puse peros. La entrevista se realizará sí o sí, no importa que nos vean raro en el tugurio.
Por Guillermo Jaramillo
Sentado en una mesa cerca de la pista de La Jarra II, ahí frente a la Central de Autobuses, espero la llegada de Carlos Velázquez. El narrador me citó en un teibol y no puse peros. La entrevista se realizará sí o sí, no importa que nos vean raro en el tugurio. Tengo algunas cuantas preguntas sobre el último libro del narrador coahuilense, Loca Academia de Astronautas, publicado en la colección Ínsula de la UANL. Una plaquette de portada muy mona. Hay en ella un collage de lo que vendrá en el libro: teibols, luces de neón, estrellas, tacones, tetas y mucho alcohol. Así que espero.
—¿Qué le traigo, amigo? —pregunta el mesero.
—Un agua mineral con sal y limón—respondo.
—A güevo, ahorita se la traigo —y se aleja meneando una ridícula coleta en su prolongada calvicie. Me veo en el espejo, traigo una trenza mal hecha. El mesero regresa con una cerveza.
—Era agua mineral —le digo.
—Se la manda el vato de allá —. Hace una señal, y desde la barra me saluda Carlos Velázquez.
Ha llegado un narrador, y eso se siente. Viene sonriendo. Observa detenidamente su celular. Llega a donde estoy, me saluda y me pasa el teléfono. Es un meme sobre cómo se verían los presidenciables si fueran del sexo opuesto. Le regreso el móvil. Él está observando a una gorda que se debate el aire en la pista. En la bocina suena Aerosmith, así que en todo el recinto se escucha el violín del tema de Armageddon.
—¿Llega a astronauta?
—Nel mano, nomás nos tomamos esta y nos vamos al Mate ¿o vas a fresear, mi Jaramillo?
—Órale
Bebemos la cerveza, sin apurarnos. El mesero viene a revisar si ya estamos agarrando calor, y que si queremos algo más, él puede conectar. Lo mandamos al carajo. De Aerosmith a Creedence, luego Moderato, para rematar en Village People. Esta gorda es una DJ, en una sola pieza de tres minutos mezcló todo ese material de alto octanaje. Se acaba su show con los aplausos. Dejamos atrás la música y el tufo, para salir a la calle.
—A ver, ¿por qué loca?
—El título de la plaquette, que es el de una de las crónicas, es un homenaje a Loca Academia de Policía, la comedia gringa boba. Cuando estaba morrito las pasaban mucho por televisión, y cuando entré al teibol por primera vez en mi vida en lo primero que pensé fue en películas como esa de Y dónde está el piloto.
La ciudad empieza a anochecer. Pasajeros montando gatos ferales se dirigen a su casa, cansados o extasiados de la noche y su locura. Es viernes, y Monterrey lo sabe. Medio mundo anda borracho en Colón, bajo el siniestro metro. En algún punto llegaremos a la Coliseo, y si uno se detiene y es paciente, puede observar la mitad del espectáculo de lucha libre que se alcanza a ver entre las rejas desde afuera. Velázquez observa una máscara. Es la de Konnan, con su morado noventero. Nos detenemos.
—¿Qué opinas de las academias, por ejemplo la de literatura?
Un tipo se prueba una máscara de Octagón frente al espejo. Sonríe y levanta las manos. Me recuerda más al Super Muñeco que al arte marcialista.
—Yo no tengo problema alguno con la academia. Lo que ocurre en estos tiempos es que cada día más académicos quieren ser estrellas de la literatura. Eso ha hecho que la crítica desinteresada se pierda. Los académicos de la actualidad tienen un marcado conflicto de intereses. He visto lo que la academia le hace a la gente, los imposibilita para narrar, que es lo que persiguen la mayoría. Creo que tendríamos un medio mucho más sano si los académicos se dedicaran a lo que saben.
Por fin subimos hacia el Infierno, mejor conocido en Monterrey como el Matehuala. En la entrada, claro está, tres fieras. Una te revisa hasta los calzones. Otro se encarga de arrojarte luz en la cara. El otro cobra. Entramos. Y sí, huele a peligro.
Un tipo duerme frente a una de las pistas circulares. Parece muerto, pero entre su sueño o pesadilla, se aferra fuertemente a una mochila.
Y ahí está ella. Una de las mujeres más seguras que he visto en mi vida. Nada agraciada, y con unas lonjas que no ayudan nada en estos menesteres, ahora ha tomado el rol de dominatrix. ¿De qué tanto me he perdido en estos años alejado de lugares del vicio? Y ahí está la mujer, encima de la pista, bailando una canción de Tatiana, sí, la Reina de los Niños. Mientras el prolongado, cansado y matapasiones intermedio sucede, esta chica aprovecha la oportunidad de la música de fondo. La luz no le favorece, la hace ver real y no entre humo y visiones que la semi penumbra otorga. Baila y medio teibol se burla de ella. Entonces el bello durmiente despierta del dulce sueño de la muerte. Es un hombre demacrado.
—Hey, te vistes bien loca —le dice a la bailarina, para volver a dormir. El acto se interrumpe porque cae de espaldas al suelo. Más risas se elevan en el santo recinto.
—Charles, la locura en nuestros tiempos ¿un tema interminable para abordar literariamente?
Nos traen una cubeta. No sé cuánto cuesta, Velázquez siempre paga todo. Abrimos la cerveza. Brindamos, damos un largo trago a la cebada y observamos a la chicas. Yo las veo tristes, igual que cuando asistía a este show con mi libreta de bolsillo en mano. Un amigo logró ligar con la antigua dominatrix de aquí, y la cerveza corría por parte de la casa. La locura.
—La locura lo permea todo —dice Velázquez— definitivamente es un componente de cierta vertiente de la literatura, a la cual me adhiero. Pero la locura debe tener un propósito, como por ejemplo ser un instrumento al servicio de la narrativa. Es como las drogas, hay gente que se droga por sin quehacer; para otros las drogas son una búsqueda.
—¡Ánimo, cachondos! —grita el del sonido. Con esto se refiere a que te decidas con quién de las mujeres vas a subir a privatizar el amor. Hablamos de futbol, también de los amigos en común como Luis Valdez, Gerson Gómez o José Juan Zapata. Obviamente seguimos bebiendo cerveza. Son exactamente las siete de la noche.
—¿Te gusta formar parte del dream team de la actual literatura norestense?
—No sé a qué dream team te refieres. Me da un enorme gusto ser norestense, creo que si hubiera nacido en otra parte del país no escribiría como lo hago. Mi único pedo con el noreste es que tenemos todo, y sin embargo muy pocos narradores que valgan la pena. Ojalá ya logremos trascender la novela del narco.
Vuelve la música y la penumbra al Matehuala. Hay sonido de vidrios que caen. Unos tipos atacan a otro con una silla. Velázquez se endereza y saca el celular para grabar. Lo piensa una vez más, y mejor nada más se acerca a presenciar el acto. Es de esos que no dejan pasar las horas. Todo es material para una nueva crónica. Finalmente sacan a los rijosos.
—De Cuco Sánchez Blues a los Astronautas ¿qué ha sucedido con Carlos Velázquez el hombre, no el escritor?
—Desde la publicación de mi primer libro al presente me ha ocurrido todo. En primer lugar tener que afrontar mis responsabilidades. Pagar una colegiatura, pensión. Como casi todo este país, vivo de pago en pago, y eso ha sido, es y será siempre un desgaste muy grande. Hasta que muera, claro.
A la pista entra una tal Sarahí. Será Sarahí, o Saraí, no alcanzo a averiguarlo. Mi celular vibra. Tengo que despedirme, mi mujer y la bebé me esperan en el automóvil en el Oxxo de la esquina. Velázquez me invita a apurarme otra cerveza. Sigo su consejo, la tomo de tres tragos.
—Dile que estabas en el baño, o dile lo que sea ¿Leíste “Una noche en el Matehuala”? —pregunta.
—A güevo. Pero mi morra no está en Torreón, sino aquí en la esquina —y nos despedimos ahora sí.
Loca Academia de Astronautas es un conjunto de crónicas literarias subidas de tono, y escritas con el buen humor y lenguaje llano que caracteriza la literatura de Velázquez. Tijuana, Monterrey y otras sucias ciudades transitan el universo del libro. El Hong Kong, el Matehuala, son algunos de los templos visitados. La experiencia relatada está llena de acción. La presente crónica sólo ocurrió en la mente del autor. La entrevista se realizó vía Facebook. Por su atención, gracias.