El deshuesadero 204
El virus aniquila mis planes mientras huelo mal y, seguramente mi morada huele a mí. Habito la “Cabaña de queso”, como acá tradujeran el one hit wonder producido hace décadas por The Crow.
El virus aniquila mis planes mientras huelo mal y, seguramente mi morada huele a mí. Habito la “Cabaña de queso”, como acá tradujeran el one hit wonder producido hace décadas por The Crow.
Es con los hermanos con quienes se experimentan las peleas cuerpo a cuerpo más mortíferas. Se lucha por sobrevivir; a golpes primero, después a punta de decires.
Al poco rato de ingerir la pastilla, el dolor de mi brazo, al fin, comenzó ceder. Me dedique a sobarme el remo cucho con las tripas laceradas mientras me dirigía al negocio de mamá Lucha por un seis de caguamitas. Sobre ellos iba cuando a los pies de un poste de luz escuché quejidos…
Cuenta José Emilio Pacheco que para apreciar el estruendoso silencio que genera una vida al deshacerse, es necesario que la madera se resuelva en chispa y llamarada.
La nueva normalidad. La nueva mortalidad. Queda claro que a la pandilla ya le urge salir a retozar, a cabulear y bulear en el ambiente que conoció, en el que se crió. En ese sentido parecemos estar listos para invadir las banquetas perpetuando el clásico: “chingue su madre, de algo habremos de morir”.
Tras semanas de encierro forzoso, con el virus chupando pulmones por montones allá afuera, los estragos van haciéndose notar. No es fácil aguantar vara a solas.
El caso es contundente, no miente: el mundo está moviéndose, sacudiéndose. Nada volverá a ser igual, decimos; aunque siempre lo hemos sabido. Día a día ha sido así. Ayer no es hoy y mañana no hay mañana.
Lo del COVID-19 es un achaque más en la Gustavo A. Madero. Desde hace décadas, al lado de Iztapalapa, operamos como una monserga. Habitamos la alcaldía que simboliza a la oveja negra del viejo DF.
Se suponía que no había alcohol en kilómetros a la redonda. Ni una gota. La mentada ley seca me tenía apañado y bien chupado. Así que me estiré y bostecé como perro, junté morralla rascando en pantalones sucios y salí a la calle a buscar lo imposible.
Se organizó un karaoke mundial con la película Yellow Submarine como pretexto y apenas lo supe decidí que me integraría, iluso, sin sopesar consecuencias severas. Porque, ¿quién podría negarse a cruzar los siete mares a bordo de una nave ultramarina que traga millas hecha nudos?
Últimamente paso horas en mi pequeña terraza porque extraño el cochambre del exterior. Vivir encerrado aturde, desubica. El balcón es mi único punto de escape, mi contacto con la calle, desde un segundo piso.
Vivimos en una sociedad alcohólica, y la cerveza es la droga pop por excelencia. Imagino un paisaje apocalíptico: ¿qué va a sucederle a los millones de bebedores que haya regados por ahí cuando llegue el día en que la cerveza se acabe?