Al Dr. César Sánchez
A José María
A José David
El cielo es color rojizo-anaranjado y se mueve constantemente, como si fuera un mar que en lugar de olas de agua salina estuviera formado de regurgitaciones de lava. Un segundo después, eso que se antojaba la antesala del infierno, ya es de un negro profundo, impenetrable. Nada permanece quieto. No hay estrellas o el resplandor de las llamas, que suben-bajan en continuo vaivén impide su brillo. A lo lejos, las torres y la cúpula de una iglesia, tal vez la catedral de la ciudad, son abrazadas por las llamas. El espectáculo es siniestro, pero hay algo de majestuoso en ello; es una fuerza atrayente que, cual imán, impide desviar la mirada.
Tengo seis, siete años y estoy agarrado a la mano de una persona mayor. No se si es un tío o mi padre, pero siento la fortaleza de sus dedos que me aprietan hasta hacerme daño y que, a pesar de mis reclamos, no me sueltan. Hay, en esa sujeción, un conflicto no declarado, un desacuerdo, pero la impotencia me domina. No es muy tarde, pero la atmósfera es turbulenta, para algunos intimidante, para otros sobrecogedora. Me limito a ver, a registrar como caen las bombas. A lo lejos suenan como una gota gigantesca horadando la tierra, salpican todo a su alrededor y dejan una huella profunda allí donde caen; pero ese ruido tiene algo sugestivo, en lugar de odiarlo siento cómo va dejando una huella en mi memoria, la humedece, la vuelve más sensible.
Los aviones de la Royal Air Force crean un estruendo al volar a muy baja altura mientras persiguen a un convoy, o lo que queda de él, que a gran velocidad trata de huir por la autobahn que conduce a la salida de la ciudad. El zumbido de la aeronave es gigantesco, un zzzzzzzzzhhhhhhhhhhh, prolongado, distendido, con algo de reverberación, como un camión pesado que frenara con motor y que al hacerlo creara un vacío, un hueco en donde no hay silencio absoluto, sino la rebaba de otro sonido que se encadena con el subsecuente y forma un largo aullido: Auuuuuuuuuuuuuuuuuuu. Es una extraña sinfonía tejida con sangre y dolor.
Las llamas crepitan, las oigo a lo lejos. Escucho una voz preguntar:
—Sr. Cortés, ¿cómo se siente?
Me cuesta abrir los ojos y más fijar la imagen bamboleante de quien me habla. Hoy, meses después, todavía me pregunto cómo será el rostro de quien me interpelaba.
Trato de hablar, pero no puedo, aunque alcanzo a asentir ligeramente con la cabeza para decir sí, estoy bien.
No, no estoy bien, no creo estarlo. Me siento cansado, mareado. No puedo mover mis brazos ni mis extremidades inferiores con la soltura de hace unos días. Los primeros están infiltrados y las agujas llevan soluciones cuyo efecto desconozco. Me molesta algo en la nunca y tardo uno, dos minutos, en darme cuenta que se trata de una manguera de plástico fuerte, pero no demasiado rígido, que me suministra oxígeno.
¿Qué pasa, por qué apenas puedo moverme?, ¿dónde está la fuerza que hasta hace una semana tenía? Ni siquiera puedo ponerme de costado.
Cierro los ojos.
Un paisaje árido, largas extensiones de arena. El teletipo suena y la noticia corre. El general Rommel, el Zorro del Desierto, ha sido abatido en las dunas del norte de África. ¿Así fue? Erwin Rommel comandó las Afrika Korps en la campaña de África del Norte y se convirtió en héroe nacional. Luego, en 1944, se sospechó su implicación en el atentado que sufrió Hitler y éste, en consideración a sus servicios, en lugar de ejecutarlo le dio oportunidad de suicidarse.
Yo lo veo emprender la retirada, sin camellos que transporten lo que queda de los pertrechos de un ejército derrotado. En su lugar, gigantescas figuras de foami verdi-negras, café-beiges, de largas patas, atraviesan las dunas mientras unas percusiones juguetean con una “orquesta” de sintetizadores. Es un soundtrack improbable, pero en mi mente esas figuras, de torso pequeño, brazos diminutos y coronadas por cabezas enormes en forma de cubo, se balancean con el peso de su cargamento, amenazan con caer a cada instante, vuelven la huída más desesperante. De fondo, se escucha Noir et blanc una música nacida de la febril imaginación del francés Héctor Zazou, Bonny Bikaye y una especie de científico loco llamado CY1 que en 1983 bordaron esa placa de ritmos tribales sintéticos y voces tan antiguas como la tierra misma. Un disco de un ritmo que nunca llega al frenesí de un Fela Anipulako Kuti, pero que lo sume a uno en un cadencioso meneo, idóneo para marcar el paso de esos gigantes de fomi que a pesar de no tener ojos avanzan si dar traspiés.
Abro los ojos y el blanco inmacuado de la sala lastima mi visión. El respirador que me suministra oxígeno crea un ruido hermoso, un burbujeo especial-espacial. Busco mi celular para grabarlo pero no lo tengo a la mano. Bishop lo samplearía y lo convertiría en uno de esos machacantes ritmos que inundarían la pista de baile o tal vez lo pondría como alfombra en un tema de Oxomaxoma para que la voz de Pepe entonara uno de esos cantos que nunca se sabe de dónde le salen. Sea lo que sea, harían cosas sorprendentes, estoy seguro.
¿Dónde está el maldito celular?, ¿qué me pasó? Alguien, otra vez sin un rostro reconocible, me pregunta si necesito algo, pero no puedo hablar, es como si me hubieran sellado la boca y sólo muevo ligeramente la cabeza para decir que no.
Cierro nuevamente los ojos y ahora, sobre un fondo rojo bermellón, hay tubos de PVC negros que crean caprichosas formas y allí, atrás de ellos, está Walter Schmidt, con una gorra estilo militar, como cuando tocaba con Size. ¿Alguna vez usó algo así sobre un escenario? Sólo está allí, impasible, junto a otra figura que luego de unos segundos identifico como Carlos Robledo. ¿Y Alex Eisenring?, y ¿Carlos Vivanco? Deben andar por allí, a la mejor hicieron una pausa en esto que parece una sesión de fotografía para la portada de un disco de Decibel. Wow, uno nuevo, aunque con una portada insólita porque jamás han puesto una foto de ellos, posada, en cubierta alguna.
Me duele el cóccix, pero no me puedo girar para dejar de ejercer presión sobre él. El burbujeo del respirador es música para mis oídos. De pronto, hay un largo silbido, un tren —luego me enteraría que esa serpiente en movimiento no era otra que la famosa Bestia— que anuncia su paso. Es un sonido bello, sibilante, alargado, tanto que cuando por fin se extingue se siente su fatiga. ¿Dónde está el maldito celular? Lo quiero grabar, llevarme ese sonido conmigo a casa, porque supongo que habrá un momento en el que regresaré a casa y sigo sin saber a ciencia cierta de quién o de dónde es esta cama en la que ahora yazgo.
Las llamas reaparecen en el horizonte y ahora, por la bocina de un viejo radio se escucha la voz del Führer que firme, potente, se dirige a un estadio lleno y cuyas imágenes evidentemente me he plagiado de El triunfo de la voluntad, la pelicula de Leni Riefenstahl, pero a la que mi cerebro le superpone una voz que para mí es muy clara porque la tengo almacenada en un disco de Marchas, canciones y discursos de la Alemania Nazi. Hitler’s Inferno, volume 2 que me encontré en un súper y no dudé en comprar. Es una producción inglesa, hecha para consignar los horrores del holocausto y en donde cada uno de los tracks se encuentra separado por el discurso de un locutor que, con voz engolada, pone en contexto lo que habrá de seguir a continuación, además de ponerle un tono de condena e indignación. No pude comprar ni Future days de Can, ni Vive la trance de Amon Düüll II, par de discos de grupos alemanes que, de manera extraña, se editaron en versión nacional, pero sí pude hacerme de este vinilo que no escucho muy seguido, pero que veo ha dejado una importante huella en mis recuerdos.
Abro los ojos para cerrarlos de inmediato y la enmarañada tubería de PVC reaparece, aunque ahora con unos delgados filos plateados que rodean a algunos de ellos. Sigo con la idea de que esta podría ser la portada de un disco de música industrial, algo en la línea de Einstürzende Neubauten o DAF.
El respirador me machaca con su hermoso glu-glu-glu-glu-glu que cambia de velocidad como si tuviera voluntad propia, incluso llego a preguntarme si lo podría controlar con mi respiración, pero cuando lo intento no logro nada o no me doy cuenta. Desisto. Pero hay mucho movimiento en esta sala, aunque no a mi alrededor y los sonidos fluyen, algunos de ellos, muy cotidianos, apenas son registrados por mi cerebro, pero los extraordinarios llegan nítidos, diáfanos. Estoy seguro de que si abriera los ojos podría verlos resplandecer. Son fierros que chocan, tubos que se deslizan sobre una superficie también metálica y al llegar a su fin colisionan, crean una pequeña explosión, nada para sobresaltarse, pero de bellos agudos. ¿Dónde está el celular? La última vez que lo tuve, cuando llegué a Urgencias, se lo di a José María. ¿Qué hará, dónde estará ahora mi hijo?, desde ayer no lo veo. Desde ayer no veo a nadie, sólo escucho y lo hago con una sensibilidad nueva. Todos los sonidos danzan, se agitan, se mueven como saltimbanquis, trapecistas que viajan por el aire, están allí, a flor de piel. Escucho con nuevos oídos, es una hermosa sinfonía, una que estoy componiendo justo ahora y en donde incluso mi respiración tiene un lugar importante.
Nuevamente silba el tren, debe pasar muy cerca porque se escucha como sus ruedas pisotean los rieles y éstos, al hundirse en la tierra, la lastiman, le arrancan quejidos. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac. Las sirenas de las ambulancias ululan. El uuuuuuuuuu-uuuuuuuuuu se combina con el alargado silbato del tren y con los vehículos, motocicletas y camiones, sobre todo las motos y camiones que al hacer los cambios de velocidad crean un sonido planeador, un zumbido continuo, casi un drone. Es una sinfonía ideada por Luigi Russolo pero nunca escuchada por él y que en mi cabeza entrecruza escenarios.
Los pesados camiones materialistas, los trailers, cambian de color, se vuelven unidades verde olivo que transportan a soldados abatidos, cansados, desfallecientes. Un día salieron con aire de triunfo, pero ahora regresan maltrechos, incompletos, envueltos en vendas con costras de sangre, sin dientes, la boca apretada no se sabe si por el dolor, la frustación o el orgullo herido. Transitan por esas carreteras amplias y veloces que construyera Hitler para favorecer sus planes de expansión. Pero ese convoy trae detrás suyo a los aviones de la RAF, a la flota aliada que vuela casi a ras de piso y suelta una bomba o la descarga de una ametralladora que con su tableteo marca rápidos y entrecortados ritmos.
Vuelvo a ver el cielo rojizo, la ciudad encendida, en llamas; no hay llanto, no hay dolor, tampoco lamentos. Comienzo a entender, me metamorfoseo. La sinfonía protoindustrial gana forma y el ruido de los camiones que frenan con motor y los aviones que atacan a toda velocidad mutan en esos solos de guitarra expansivos, viajeros, cósmicos, sedativos y espaciales de Manuel Göttsching en Ash Ra Tempel, en esas ráfagas sicodélicas que junto con Klaus Schulze dejara en eso álbumes de sugerentes nombres: The Cosmic Jokers, Galactic Suoermarket.
Los camiones, con su continuo trajinar, suenan a la metronómica batería de Klaus Dinger en “Hallogallo” y cuando esa materia ruidosa y amorfa logra congelarse y quedar suspendida cual si fuera un tapiz, descubro allí la presencia de Tangerine Dream, del primero. El de Atem, Zeit, Phaedra.
¿Cómo sonarían estas bandas en vivo?, ¿cómo habrá sido escucharlas en directo, restregándote con otros que, como tú, estarían impávidos ante lo que te espetaban las bocinas? No hablo de videos, ni de películas. ¿cómo habrá sido poder tocar esa atmósfera, elevar un brazo y aspirar a atrapar una nota de la guitarra de Göttsching, uno de esos ritmos increíbles salidos de las baquetas de Jaki Liebezeit. ¿Cómo habrá sido estar ante la materia bruta, escucharla primero en directo antes de que llegara al disco?, ¿cómo fue vivenciar el paso del elepé al concierto? Antes de estar postrado en esta cama, porque ya me cayó el veinte de que estoy en la cama de un hospital, vi una vez a Harmonia en el Polyforum Siqueiros. A Faust en el Lunario. No fue suficiente. Hablo del salvajismo primitivo, de esa locura que se desperdigaba en algunas ciudades de la Alemania de los setenta: Berlín, Colonia, Düsseldorf. Esa insania que marcó y todavía marca vidas…
Oscurece, pero aún es temprano.
Vuelvo a cerrar los ojos y entonces me veo allí, otra vez mirando en el horizonte una ciudad que es Berlín y es asediada por el ejército aliado. Entonces en esta increíble e hiperbólica conexión Berlín-Tultitlán, finalmente armo el rompecabezas. En medio de eso que para muchos es caos, de esa cacofonía que a mis oídos resulta melodiosa, me descubro en el cuerpo de un niño alemán que no dimensiona el horror que vive, pero almacena en su cabeza cada uno de esos sonidos de excepción que años más tarde convertirá en música.
Una mano me toca el antebrazo. Abro los ojos. No sé si es de día o de noche. Vengo de regreso de un viaje.
—Sr. Cortés, ¿cómo se siente?
Me asombra no mi respuesta, sino el tono grave, áspero y ronco de mi voz:
—Bien, bien.
—¿Sabe qué día es hoy?
—Sí doctora, viernes.
—No señor Cortés. Es martes, martes 14 de enero.
—No doctora, yo llegué ayer, ayer fue jueves.
—No señor Cortés, usted llegó el jueves 9, hoy es 14 de enero. Martes 14 de enero.
—….
—No se preocupe, estuvo inconsciente, pero ya pasó todo. En unas horas lo vamos a subir a piso.
No digo nada. Cierro los ojos. El incendio continua, la cacofonía regresa, pero ahora logro identificar la fuente. Allí está Klaus Schulze y sus sintes planeadores, grandilocuentes y majestuosos por momentos, iguales a Irrlicht o Black dance, que de pronto se mezclan con ese alucinante frenesí de Can en “Father cannot yell”, la monotonía de Faust en “Krautrock” y la sicodelia de Amon Düüll II en Dance of the lemmings o Yeti.
Me hacen falta 5 días de mi vida y no se en dónde quedaron. Más tarde sabré que en ese momento mis familiares y amigos no estaban seguros de que pudieran contar conmigo. José María, siempre al pie del cañón, mientras le platico lo que acabo de contar, dirá que los considere cinco días de descanso.
Las palabras de la doctora resuenan en mi cabeza. Martes 14 de enero.
¿Cómo explicarle que una vez regresé a la vida, al mundo, lo hice en 1945?
Sí, un 14 de enero… pero de 1945.