Solté un grito que seguramente mis vecinos alcanzaron a escuchar. Se peló de mis entrañas, sorprendiéndome a mí mismo. Había carne de mango y jugo de naranja regados por el suelo de la cocina, un cochinero que salpicaba las paredes. Bramé encabronado por mi torpeza, pero también por el dolor que sentía; tiré el contenido de la licuadora justo por eso, porque el brazo izquierdo comenzó a calarme. Me agaché a recoger el desorden frutal y el mal se proyectaba hacia el cuello extendiéndose por la espalda. Una fuerza superior me desmenuzaba los músculos, como si planeara hacer tinga con ellos.
La bronca arrancó la noche anterior, ligera, miedosa se asomaba. El mal viaje también comenzó entonces, justo cuando estaba viendo On body and soul, pensando en la frontera donde los sueños entregan su pasaporte para turistear por la nación donde las pesadillas pagan predial, y me quedé dormido con un personaje del filme rondándome el coco; el tipo de la extremidad tullida. Al otro día desperté así, tal como el protagonista de la obra, con un brazo hecho trapo. Quizá invoqué una trasmutación entre ronquidos. Amanecí con una pena similar a la que he sentido cuando me inyectan vitaminas; una punta caliente rajando la carne, sólo que en lugar de aguja era un pica hielo el que se abría paso.
Con cuidado llevé mi desayuno al balcón y mastiqué y bebí pensando que el dolor pasaría pronto, sin embargo cuando intenté lavar los platos descubrí que no iba a terminar la faena y que de hecho el mugrero que hice en el piso acabaría por entiesarse ahí. Ni siquiera conseguí aplicar la fuerza suficiente para quitar los restos de café de la taza. Parecía que un cóndor me picoteaba el hombro. Busqué en los archivos de mi mente algún antecedente y salió el peine: el tormento que me aquejaba ya lo había sentido antes, aunque con menor intensidad. Ocurrió en un viaje a Tampico, hace años.
Un norte entró por la madrugada al puerto y me levanté con una punzada infame en el hombro. No podía levantar el brazo para untarme desodorante. Mi abuela vivía aún y al contarle de mi estado corrió por un envase de coca de tres litros que en lugar de chesco contenía mariguana. Me untó la hierba y aprovechó para azotarme con otras ramas. Su diagnóstico: se me había colado un aire frío. Me pareció una definición acertada; el dios Ehécatl me echó su vaho helado mientras me hablaba al oído y yo dormía, ido con el ventilador en el tres. Tras la friega de Doña Lala me sentí mejor, muy rápido en realidad. En quince minutos ya estaba agarrando un bus para terminar tragando jaiba en la playa, con todo y caguama al lado.
Con esto en mente, echado en la cama, recordé aquel frasco de Mariguanol que alguna vez compré en la Merced. El vendedor anunciaba el menjurje como milagroso. Una mezcla que, además de mariguana, contaba con veneno de abeja, árnica, naproxeno, peyote, paracetamol, ajo, castaña de indias y no sé que más. Parecía que el producto era capaz de anestesiar a un paciente a punto de sufrir una trepanación. Al ungirlo sentí frío, el mismo soplo helado que en Papantla antecede truenos. Luego vino a mí un calor afectuoso. Supuse que era el arranque del alivio, pero de ahí no pasó. Volví al frasco, leí con atención. Quizá decía cómo había que fumarse el bálsamo. Nada.
A lo largo del día el dolor consiguió tumbarme. No podía levantar una cuchara sin que soltara un alarido. Comencé a preocuparme. Acercarme a un consultorio me parecía una pésima idea considerando el número de víctimas que, las noticias anunciaban, el mentado virus nos iba heredando. Sin embargo, días atrás Michael Levitt declaró para la BBC que la gente que debe morir simple y llanamente tiene que morir. O al menos eso entendí. Resistirse, preocuparse por lo inevitable, era de necios. Bajar con la bici por las escaleras, dos pisos, fue tarea titánica; pero no había de otra, una guarida de Dr. Simi se encuentra a un par de semáforos de casa y hacia allá fui, en pedales, haciendo malabares por las calles con un solo brazo.
A lo largo del día el dolor consiguió tumbarme. No podía levantar una cuchara sin que soltara un alarido. Comencé a preocuparme. Acercarme a un consultorio me parecía una pésima idea considerando el número de víctimas que, las noticias anunciaban, el mentado virus nos iba heredando.
La fila para tomar consulta era tan larga como la de las tortillas a la hora en que el capataz de la obra suelta a los de los cascos; además, el sol quemaba tatemas sin piedad. Eludí la hilera de gente que tosía, a punto de aventar trozos de pulmón entre flemas, y anduve hacia la farmacia, directo. Los encargados del mostrador en la cadena de las botargas saben cómo sacar a una troca del lodazal apenas con una tranca. Tras conocer mi mal y barrerme con la mirada, un morenazo con bata me acercó un frasquito y puntual me la puso; “con estas pastillas quedas, una cada doce horas. No más de tres dosis, eso sí, que son pesadas para el hígado”. Decidí pagar y moverme cuanto antes de ese foco de infección de más de 300 watts. Para entonces, mi brazo dormitaba intermitentemente.
De vuelta al depar, me encontré con que El Arrecife, la chelería disfrazada de marisquería que, al lado de la miscelánea La Granjita, imanta a sus puertas a decenas de obreros sedientos, de miércoles a sábado, una cartulina tenía pegada en sus vidrios: “servicio a partir de mañana”. Por su lado, precisamente la tienda que mencioné -popular debido a que a un costado del mostrador tiende mesas para que, allende los trabajadores de las fábricas que hay a la redonda, también los repartidores de Bimbo se mareen a gusto- un letrero escrito con mayúsculas mostraba en sus paredes: YA HAY CAGUAMAS.
Se trata del par de negocios que mayor clientela posee en el rumbo. Incluso encima del puesto chicharrón que los domingos, además de cuero de puerco con gordito, ideal para prepararlo en salsa verde, despacha quesadillas de sesos y nopales con habas. Se me antoja, cómo no, sin embargo jamás entraría a esos antros caguameros donde la noche es perpetua. Así fuese mi última opción en la tierra. En el barrio sólo es válido extraviar la cordura dentro de casa; pasando la puerta todo es territorio apache. Y que nadie diga que estar rodeado de compas en el callejón es garantía; miles de historias de traición están ahí para oponerse. De noche todos los gatos son bastardos, poco importa si son güeros, negros o pardos.
Al poco rato de ingerir la pastilla, el dolor, al fin, comenzó ceder; aunque para que aflojara tuve que hacerme de un ardor de barriga. Esperaba eso, pero el de la farmacia no me quiso dar ranitidina; “ya no la vendemos, produce cáncer”, me explicó. Así que me dedique a sobarme el remo cucho con las tripas laceradas mientras me dirigía al negocio de mamá Lucha. ¿la razón? Leí por ahí que ya había seises de caguamitas y sobre ellos iba cuando a los pies de un poste de luz escuché quejidos. Con dificultad me agaché para entre la basura encontrar una caja maltrecha, nada menos que con cuatro gatitos dentro. Todos blancos, todos diminutos, con el pelambre tieso. Parecían ratas. Lloraban desconsolados. El sol los estaba rostizando.
Del hocico de uno de ellos, una mosca panteonera de lomo verde emergía para sobarse las patas. El felinito estaba muerto; el más pequeño y flaco de todos. Tenía los ojos entreabiertos, azules como el cielo pelón de nubes que nos guarecía. Tomé a los tres carnales sobrevivientes y sin pensarlo los llevé a casa. Temblaban, seguramente de hambre e insolación. De dolor. Dolor manifestándose en una dimensión siniestra. Quiero decir, mi calambrito en el ala izquierda era nada ante lo que esos bigotones padecían. “Basta ya, cabrón, no lloriquees”, me dije, recordando la sentencia de Margaret Atwood respecto al débil carácter de los que se atreven a escribir. Y así, sin Yolanda, cambié el six de caguamitas por un litro de leche y dos sobres de whiskas.
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