La estructura rosa pastel se erige como un portal sagrado. Dentro hay cientos de restos humanos que son diariamente visitados, limpiados y algunas veces, exhumados. El Panteón de Dolores, junto al del Carmen, es el primer cementerio privado en la ciudad de Monterrey, comenzando sus labores en los primeros años del siglo XX; y forma parte del patrimonio cultural de Nuevo León. Al entrar por sus puertas ya se puede escuchar el “tuc, tuc, tuc” del cincel de algún grabador y el sol resplandece cegador sobre las tumbas blancas: este es el hogar de uno de los oficios más silenciosos, son las oficinas de David A.
David (quien prefirió omitir su apellido) es uno de los 28 trabajadores que dan mantenimiento a las tumbas del panteón, además de dar sepultura a los visitantes permanentes y exhumar los restos de algunos otros.
Las tareas diarias de los sepultureros inician por la mañana: se registran en el pizarrón verde de las oficinas del Panteón de Dolores, establecido en el cruce de Aramberri y 20 de noviembre, revisan los nombres de los difuntos, el número de entierros, el de exhumaciones y se limpian el polvillo del gis en el pantalón de mezclilla endurecida. Según el rol de turnos, las tumbas se lavan con agua y jabón neutro para proteger el mármol o el concreto; algunas abuelas regias, como la mía, aún creen que el agua llega a refrescar los difuntos. Anteriormente, también se retiraban las hierbas y piedras de alrededor de las tumbas, pero con la sobrepoblación de monumentos fúnebres ya no crecen de la misma forma.
Como en todo en la vida, hay momentos difíciles. Alguna vez David A. tuvo que enterrar un cuerpo, una persona, una mujer que dejó a su familia, hijos y esposo. Fue duro. El llanto de sus familiares ahogaba cualquier canto de ave, rugido del tráfico o golpe seco de la pala al cavar. Al bajar el féretro junto a sus compañeros, uno de los hijos de la señora de la casa se le fue encima con los puños de frente. Alcanzó a lanzar algunos golpes secos en la espalda de David, y mientras sus primos lo calmaban con palabras de resignación y brazos robustos en el pecho, su llanto sacó todo lo que sobraba; los sepultureros deben lidiar con las emociones de los dolientes, son “gajes del oficio”, como él los llama.
“Las exhumaciones son peor”, comenta David, aunque se necesitan menos manos y no son muy frecuentes. La primera vez que David tuvo que remover los huesos usados de un cristiano, no pudo dormir en toda la noche. Fue en invierno, la noche llegaba temprano y tuvo que remover un entierro, sacar los restos del difunto, colocarlos en una bolsa de plástico recubierta de tela morada para hacer más espacio para los siguientes huéspedes del panteón de Dolores. Enfrentarse con esos huesos callados es enfrentarse con la muerte, el impacto emocional deja estragos en los testigos. Por semanas, David siguió viendo los huecos sin ojos, las tibias y falanges acercarse a él entre sueños, hasta que pudo acostumbrarse a su nuevo empleo que duraría más de 15 años.
Como la mayoría de los sepultureros del cementerio, él creció entre las tumbas desde antes de cumplir cinco años, acompañando a su padre en las fúnebres labores. Apenas pudo quedarse sólo, David recuerda, se encargó de cuidar las herramientas de limpieza y grabado, mientras su padre se trasladaba un bloque vecino para enterrar alguno de los tres o cuatro cuerpos sin vida que llegan al cementerio diariamente. Mientras el pequeño David disfrutaba de media naranja a la sombra fresca de un mausoleo, su padre (ahora de 78 años) cubría de tierra un ataúd de nogal, al ritmo del llanto de las viudas e hijos que se quedaban atrás.
Él no cree en la vida después de la muerte, a pesar de que el panteón está lleno de leyendas y que desde niño siempre le han inculcado la paciencia que requiere llegar a la siguiente vida: “nadie ha regresado para contarlo”, confiesa David, “Yo nunca he visto nada, pero tampoco quiero ver nada”, responde David sobre lo sobrenatural.
La mayoría de los que hablan de las almas que aún habitan el panteón de Dolores no pasan tantas horas en sus dominios como David; hablan del niño del violín que baja a tocar cada media noche o de la señora Chávez Nava que sale de paseo en su falsa silla de ruedas, en realidad una mecedora que nunca se ha movido. Por las tardes de crepúsculo, la sugestión es poderosa, los ruidos se vuelven rugidos y susurros, el viento se vuelve una caricia, pero David vuelve cada mañana al cementerio.
El mayor movimiento del año es el 2 de noviembre. El Día de Muertos el cementerio se inunda de gente, las olas de cabezas y ramos florales van de norte a sur, apenas contenidos por los muros que aíslan del tráfico urbano. El lugar se impregna del olor de cempaxúchitl y girasoles, las flores más populares, la música de los grupos norteños resuena en los muros que rodean la necrópolis, las familias consumen los sagrados alimentos junto a aquellos que se han adelantado y la fe se renueva; aunque cada año merma la asistencia. Los hijos visitan a los padres, los nietos a los abuelos, pero ¿quién visita a los bisabuelos, a los tíos abuelos, los tatarabuelos y los primos segundos? No importa, para David, esta es la época más bonita de su labor: ver el cementerio lleno de colores en las flores, las botellas de refresco, las blusas brillantes de la señoras y el sonido de las risas en complicidad.
La jornada de trabajo no tiene un horario de entrada ni salida, a pesar de que los letreros anuncian las 8:00 de la mañana a 5:30 por la tarde. Usualmente se necesitan cuatro personas para realizar un entierro, de una a tres para una exhumación y solamente una para limpiar una tumba; pero a la entrada del cementerio hay por lo menos 10 hombres en ropa de trabajo, con botas de punta blanca por la espuma del jabón, y un punto de piel clara en el cuello; el resto está curtido por el sol. La mayoría de los sepultureros se conocen desde pequeños, son la segunda generación de exhumadores y han jugado juntos entre las tumbas varias tardes.
Ahora continúan la costumbre permaneciendo en el cementerio después de sus obligaciones. Los trabajadores, que van desde los 30 años hasta los 87, pasan el rato en el frescor de la tarde bajo árboles torcidos y sentados en las bancas de oración frente a los monumentos fúnebres: ejercen su oficio, son familia.