Esperé sentado varias horas a Guillermo Arriaga y al final no hubo entrevista. No llegó. La encargada de gestionarlo, sonriente, me explicó que, bueno, pues no pudo gestionarlo, o sea que todo aquello culminó en una auténtica pérdida de tiempo.
Por: Gabriel Contreras
Puse toda mi paciencia en esa tarde de domingo. Esperé sentado varias horas a Guillermo Arriaga y al final no hubo entrevista. No llegó. La encargada de gestionarlo, sonriente, me explicó que, bueno, pues no pudo gestionarlo, o sea que todo aquello culminó en una auténtica pérdida de tiempo. Y ella sonriente. Yo cumplí, yo preparé un cuestionario amplio y ambicioso. Pero ocurrió que aquello no ocurrió y me quedé con las preguntas temblando en la mano. Yo tenía la ilusión, esa tarde, de preguntarle a Arriaga por el significado de sus conflictos radicales con González Iñárritu, por los problemas físicos que le causa el ejercicio de la escritura, los dolores en las manos, cosas así, y abordar también el tema de la cacería en relación con la violencia, el box, el arribo de la vejez, y preguntarle también por todas esas desaveniencias que han acabado por aislarlo del cine y lo han convertido –otra vez- en un escritor de historias y de novelas a secas, que no recorre las alfombras rojas sino los pasillos de las ferias del libro… En realidad, yo quería enfocar esos pleitos y conflictos que han despojado a Guillermo Arriaga de todo posible glamour y lo han llevado a ser otra vez un obrero de la escritura. Pero el hecho es que pasaron las horas, lentas o rápidas, no sé, y Arriaga nunca llegó tal y como estaba acordado. A mí, la verdad es que me interesaba mucho saber en qué momento se reventó aquella dupla, Vargas Llosa diría “en qué momento se jodió el Perú”… Y saber cómo fue que González Iñárrritu movió las piezas del ajedrez y acabó por convertirse en el único firmante de Amores perros, y averiguar cómo el guionista –y argumentista- de ese proyecto fue siendo relegado, sacado del cuadro, expulsado de su propia idea, hasta quedar convertido en algo así como el ayudante de un famoso. Luego, también me hubiera encantado preguntarle cómo –a pesar de los encontronazos- acabaron trabajando juntos –a regañadientes tal vez- en el proyecto 21 gramos, y de qué manera la internacionalización del director, su compañero de talacha en Zeta Films, “El Negro” (porque antes, en aquellos días en los que rodaban comerciales, él no era “El Señor González Iñárritu”, era simplemente “El Negro”) acabaría por perjudicar ferozmente la autoestima de Arriaga. La cosa es que él no llegó a hablarme de eso, y tampoco me contó cómo fue que un accidente real le permitió figurarse el gran evento del guión de Amores perros, y cómo fue que tejió una estructura narrativa que suele asociarse tanto –justamente o no- al cine de Tarantino. Así las cosas. Mientras lo esperaba en el Centro Cultural Universitario, me tomé varias tazas de café, me comí unas donas y me despaché una campechana, pero él… él nunca llegó. Mi idea era mirar su rostro al momento en que describiera esos rencores que estallaron al momento de no ser invitado al Festival de Cannes por el equipo de Babel, y observar sus gestos al momento de contar la ristra de fracasos que vino después, como Un dulce olor a muerte, Los tres entierros de Melquiades Estrada y The Burning Plain. El hecho es que Arriaga sin Iñárritu no sabe levantar proyectos, pero yo lo que quería es que eso lo abordara él, no yo… En fin, que no hubo manera. Y a eso se añade algo más. Por ejemplo, yo quería escudriñar en la bitácora de rodaje, y preguntar por la participación de animales reales en Amores perros, por la actriz oriental de Babel, por el scouting de locaciones en el desierto, y sobre todo quería concentrarme en el estira y afloja de la escritura fílmica. Pero no. Nada de eso ocurrió. Solo pasó que me quedé ahí sentado, esperando como un personaje de Beckett, y pasó que Guillermo Arriaga nunca llegó al lugar acordado.