La resaca es ligera, apenas como un pellizco en la sien; no amerita pastilla. Suena la alarma del teléfono y de un manazo desactivo el timbre recapacitando que la noche previa me suministré la dosis ideal de veneno para eludir la cruda, aunque dudo para qué madres iba yo a levantarme a las once de la mañana. Ah, los Beatles. Cierto. Para eso justamente. Así, traqueteado otra vez, como dijera Jaime López, me esfuerzo por atinarle a las chanclas a la orilla de la cama y tras ocho pasos ya estoy en la sala, frente al televisor.
Llego justo a tiempo. Se organizó un karaoke mundial con la película Yellow Submarine como pretexto y apenas lo supe decidí que me integraría, iluso, sin sopesar consecuencias severas. Porque, ¿quién podría negarse a cruzar los siete mares a bordo de una nave ultramarina que traga millas hecha nudos? Sin embargo, no es gratuito que los viajeros de ultramar sean tipos bien bragados. No es simple abrirse paso por el Mar del Tiempo ni mucho menos rebanar el Mar de las Cabezas, aunque quizá nada se equipare a internarse (y de esto Parménides García Saldaña sabía bastante) en el Mar de los Agujeros.
El aislamiento me hace sentir que he caído en un hoyo negro, que los días pesan y que me estoy perdiendo de todo. El Mar de los Agujeros, ahí estoy justo ahora cuando en realidad, donde me siento como Diablo Negro entre cavernas acuáticas, es en el Mar de la Nada. La neta es que ahí me la podría vivir, flotando de a muertito, dejándome llevar por el tedio, por la incertidumbre que como lumbre quema y hunde. Pagaría predio vitalicio con tal de habitar un infinito lienzo blanco, pegado a la máquina de escribir, dando martillazos, clavando clavos en las páginas. Ser como Jeremy Hillary, parlando en rima, pasármela arrime y arrime verbos, montones de ellos, uno sobre otro. Todos sobre uno.
Sin embargo, lo mío es ir y venir. De la cama al living, tal como pronosticaba Charly García. Un arresto domiciliario infame es el que padezco (Gabriel Retes también entendía del tema). Semanas llevo con el modem amarrado al tobillo. Mi clave de acceso a la red es la llave del grillete. ¿Qué crimen cometí para merecer esta condena? Anclado a la pornografía, a los streams que van de lo perverso a lo ridículo, a los ensayos que elucubran el perfil de nuestro futuro como especie moderna, capitalista.
El aislamiento me hace sentir que he caído en un hoyo negro, que los días pesan y que me estoy perdiendo de todo. El Mar de los Agujeros, ahí estoy justo ahora cuando en realidad, donde me siento como Diablo Negro entre cavernas acuáticas, es en el Mar de la Nada.
Ayer hablé con un amigo vía Instagram. Él vive en Noruega y me contó que allá no han cambiado tanto las cosas; desde antes de la pandemia estaba mal visto acercarse demasiado a los demás. En el primer mundo rozar a un desconocido es igual a ponerte un pasamontañas y brillarle la punta a cualquier transeúnte por la madrugada, en medio de un callejón solitario. Es cierto, los europeos son muy fríos; y nosotros nos pasamos de calientes. Por otro lado, en Nueva York, sé de buena fuente, el buen ánimo se evapora con el vaho que las cloacas despiden. Depresión en todas partes. Muerte. No la ven llegar.
Me espanta lo que leo cuando al celular me pego. ¿Qué dicen, que ya no vamos a tocarnos más? ¿Nunca como antes? ¿Que viajar será un riesgo que muchos preferirán eludir? Recuerdo cuándo fue la última vez que lamí otra carne, que chupe otros labios, que me rasguñaron la entrepierna; cuándo fue la última ocasión en que me interné en un slam sudoroso, trenzado entre danzantes de pelo hirsuto; cuándo hice mi última visita a la playa de Oaxaca para meterme desnudo a nadar mientras el sol se partía en dos, rojo y caliente, tras la raya que, dicen, no es más que el horizonte. Me siento como Truman Burbank en su velero, llegando ahí mero, al final del horizonte; descubriendo que donde la vista se pierde no habita un dragón inmenso cazando carabelas, sino un muro con cirrus trazadas a brochazos. El fin del set televisivo.
Acá está el “Nowhere Man”, ¿pueden verme? Ando descubriendo que toda la vida sólo he estado viendo lo que he querido ver. Que me la he pasado haciendo planes en la nada para nadie. ¿Para qué puse el despertador?, por ejemplo. ¿Por qué estoy viendo esta película? Se supone que es el filme que se recomienda a los niños si lo que buscan es internarse en el planeta beatle. ¿En serio? ¿Un sueño ácido y caleidoscópico fraguado por un puño de drogos hace más de medio siglo? Sigo, escuchando y viendo, en HD, con sonido mono, restaurado. Desde casa, sin que nadie se atraviese en la pantalla, sin que nadie mastique churrumaiz a mi lado. Solo. Con los audífonos puestos. Canto alto “Hey Bulldog” (es cierto, desconocíamos lo que era escuchar nuestros miedos), pero en realidad hoy día todos rimamos más con “Eleanor Rigby”. Conformamos esa masa solitaria que Paul imaginó alguna vez frente a una tumba. Qué monserga, seguimos sin saber hacia dónde nos dirigimos.
Cuando la película termina carraspeo un poco. Le canté recio. Seguramente conseguí que mis vecinos se taparan las orejas al escuchar mis berridos. Me levanto del sillón y como león enjaulado voy de esquina a esquina. Ida y vuelta. Al final, me dirijo al balcón. Sé que otra vez pasaré ahí el resto del día, con el grillete activado, con ese aparato pulsando a la velocidad que mis gigas dan, al ritmo que el mundo, allá afuera, listo para desatar el 5G, impone. Jalo aire y, antes de brindar con el mismo, destapo una cerveza. Vaya, acabo de cruzar siete mares con la ayuda del viento. Una chela es lo menos que merezco.