Rufino Tamayo. El éxtasis del color, es una retrospectiva sobre el artista oaxaqueño que reúne 54 obras de distinto formato donde se muestra su parte más intimista y desarrolla una ciencia del color creando un universo propio.
Han pasado cuarenta años sin que se realice una retrospectiva de uno de los grandes artistas mexicanos de talla mundial, así que el Museo de Arte Moderno decide sacar las obras de la bodega y volverlas a mostrar. Así llegan a MARCO piezas que han recorrido el mundo representando el arte mexicano.
Tamayo pintó más de mil 300 óleos. Comparado con Picasso, que produjo alrededor de 70 mil obras, son pocas y selectas, además de que se encuentran dispersas por el mundo entre colecciones privadas y no es tan fácil juntarlas para hacer alguna exposición. Un dato interesante es que ocho de la piezas que conforman esta retrospectiva, son de coleccionistas regiomontanos.
Rufino Tamayo es uno de los artistas latinoamericanos más importantes a nivel mundial. Revolucionó el arte mexicano a través del color, creando un lenguaje propio en el que utilizaba la influencia de la cultura prehispánica para fundirlo con las corrientes artísticas modernas imperantes en otras partes del mundo, dándole actualidad y atemporalidad a su obra.
Sus cuadros están posicionados en la historia del arte junto a los de Picasso, Matisse o Miró, con los que mantiene un diálogo de vanguardias. Recintos emblemáticos de todo el mundo como el MOMA en Nueva York, el Guggenheim, o la Phillips Collection en Washington han expuesto su obra en colecciones de carácter internacional.
Uno de los elementos distintivos en su trabajo es el color. Sus obras contienen una paleta de tonalidades que logran un rango distintivo. Para él cada color es un armazón del cuadro, una pieza única en la conformación de su propio universo; es por eso que nadie obtiene los colores que Tamayo logra sobre el lienzo.
Tras la muerte de su madre, Rufino llegó a la Ciudad de México a la edad de 11 o 12 años. En esa época sus tíos tenían unas bodegas de fruta y a Tamayo le llamaba la atención el color tan especial que tenían muchas de ellas. Este hecho influyó en el estilo que plasmaría en sus cuadros.
En cuanto a las formas, otro elemento importante de su obra fue el tiempo que trabajó en el Museo Nacional de Antropología donde se empapó del arte prehispánico y se enamoró de él. “En su obra están clavadas nuestras raíces indígenas”, dice la sobrina del pintor oaxaqueño.
En 1926 tuvo su primera exposición pública, con críticas favorables, y le sirvió para exponer sus cuadros por primera vez en Nueva York. Sin embargo, y esto es algo que poco se dice, no recibía el reconocimiento que él esperaba de su trabajo, así que decide irse de México con una cierta sensación de despecho. Se va a Nueva York y luego a París, estancia que se prolongó por tres décadas. En ese lapso en el extranjero, en la década de los cincuenta, la Bienal de Venecia instala una sala Tamayo y ahí se consolida el éxito y reconocimiento del artista mexicano.
En los años 60 regresó a México triunfante y orgulloso, y la Generación de la Ruptura lo tomó como un modelo a seguir. Para entonces Tamayo ya era dueño de una obra que revelaba la madurez de quien ha estado inmerso alimentándose de distintas formas artísticas e intelectuales.
Al final de su trayectoria, en la década de los ochenta, es un período importante donde comienza a crear un diálogo con los jóvenes a partir de trabajos donde aparecía alguien parecido a Michael Jackson, por ejemplo; o nombraba sus cuadros con palabras como “Hippy” o “mariguana”, siempre buscando la autenticidad sin dejar a un lado la huella prehispánica en las formas.