Una cosa es segura. Rubén Blades está por cumplir 70 años, y es un joven artista, casi un adolescente con unas maracas en la mano, un buscador de oportunidades.
Por: Gabriel Contreras
Una rafaga, así podríamos describir este concierto en sólo un par de palabras: una ráfaga. Y después, bueno, quizás podríamos recurrir a los adjetivos, y escoger entonces cinco o seis. Y viendo que todos son insuficientes ante el hecho, no tendríamos más remedio que el recurso de la cita al azar: “Patria” o “Muévete”.
Otra posibilidad: Buscar una figura poética que sintetice el concierto. Por ejemplo “Cosmos Maestra Vida”. Nada funciona o nada parece funcionar del todo, porque el único modo de transmitir esto sería reproduciendo, en un magno holograma imposible, el solo de batería que coronó el concierto, la potencia de improvisación del pianista, y ese don majestuoso de mover 28 instrumentos como un solo cuerpo, o un solo cerebro.
Una cosa es segura. Rubén Blades está por cumplir 70 años, y es un joven artista, casi un adolescente con unas maracas en la mano, un buscador de oportunidades. Paradójicamente, parece cada día más joven en su visión crítica, su capacidad de innovación, y su don de ser otro. No es difícil saber que detrás de este hombre que es -biológicamente- un anciano, nos hallamos con todo ese furor revolucionario que no cabe en la izquierda ni en la derecha, porque sólo se puede identificar con una mezcla de talento, genialidad y capacidad de crítica.
Desde el primer momento, las ideas van por delante en este concierto, que nos demuestra que a final de cuentas la música es -o tendría que ser- poesía en movimiento y libertad a toda costa. Porque “La chica plástica” es un grito de guerra contra la prostitución bajo contrato, la banalidad como virtud pregonada, y la miseria moral de la riqueza económica. Y las ideas se imponen también como la imposible épica del proletariado en “Pablo Pueblo”. Así, poco a poco, Rubén Blades fue tejiendo para nosotros una antología fragmentaria de sí mismo, y forjándose también un estado de cuenta en materia de haberes y deberes. Entonces quedó claro para todos que no oculta ni desea ocultar su agradecimiento con Fania, con Willie Colón, con Héctor Lavoe, ni con los escenarios de Nueva York. Pero no tuvo tiempo de referirse a su capítulo de vida en Miami, ni a su formación universitaria, ni al gobierno panameño, que han puesto lo suyo también en su formación como artista.
Curiosamente, mientras el mundo latino se dibujaba con trazos de música en el escenario, entre el público veíamos a una mujer cuyo destino natural no podría ser más que el foro de Miss Universo o la enciclopedia mundial de la pornografía. Toda ella piel, toda firmeza, toda lujuria prometida, toda medida desbordada, y por supuesto toda orgullo e indiferencia. Ella, sorprendente, mágica y monstruosa en su belleza absurda, ella, un poco escapada ella de los sueños húmedos de Tarantino y Bertolucci, y un poco de las fantasías puercas de Bigas Luna. Ella, tan irreal y tan soberbiamente convencida de si misma. Qué buscaba allí, qué quería aquí. Imposible saberlo. Ella, tan ajena y tan esencialmente acorde con las fantasías del trópico.
¿Que tuvo este concierto de inesperado? Muchas cosas.
Una de ellas: la seguridad de que la dotación de la big band no es propiedad exclusiva de Nueva York o de París o Berlín, sino que Kurt Weill puede ser interpretado a la perfección por una orquesta panameña con un cantante panameño con acento neoyorquino. No todo es Ellington o Miller o Claude Bolling. No. Ya no. También América Latina puede con unas partituras de esa inmensa complejidad y esas dimensiones. Así lo vimos demostrado en “Mack The Knife”, y lo constatamos en el abordaje de la música de Tito Puente.
Otro ingrediente inesperado fue que el elemento bailable no fue el factor dominante en el programa, como ocurrió con Willie Colón, o como suele ocurrir en casos como los de Oscar de León o Gilberto Santa Rosa. No. El protagonista es el discurso, la filosofía, la idea, sea el contenido, el factor crítico, estableciendo finalmente una historia a base de melodías, o sea una cantata.
Un tercer ingrediente destacable fue el trabajo de creación visual, que abordó específicamente a las piezas “Pedro Navaja” y “Decisiones”, y las tradujo al ámbito de algo así como una novela gráfica en vivo, un recurso digno de U2, de Cirque du Soleil, o de Paul McCartney, pero bastante infrecuente en el mundo de los salseros, donde todo suele ser tan tercermundista, tan básico y tan jodido. El trabajo visual impuesto sobre “Pedro Navaja” y “Decisiones” redimensiona los conciertos de música tropical, y se fija como un nuevo reto, prácticamente un desafío para este gran gremio poblado de negros y latinos.
También resultó algo inesperado que no se incluyera en esta antología una pieza como “Sicario”, una canción tan descriptiva, tan acorde y tan crucial para Monterrey, este territorio donde la industria del asesinato y la subcultura de los carteles está tan presente a través del vallenato y de las bolsas negras. Pero tampoco se incluyó “Buscando guayaba”, y eso no demerita nada.
Palabras en movimiento. Mientras Blades toca, Eloy Garza analiza, Homero Ontiveros escribe y el pintor Daniel Santos recuerda Holguín. Blades da para todo y para más.
Como remate narrativo, era natural, eso sí, que Blades pusiera sobre la mesa “Patria” y “Muévete” como un mensaje cifrado para México, para el público, y para cada uno de nosotros. Patria muévete, no solo una sugerencia, casi una consigna. Obviamente, mientras las luces se encendían no faltó el borracho que gritaba: “Obrador presidente”.