En el fútbol moderno, la línea de tres dejó atrás al tradicional parado de cuatro zagueros. El centrojás cedió el paso a los carrileros. El mediapunta confundió a las defensas y apareció esa rara invención del nueve y medio, que no es propiamente un 10, pero tampoco un centro delantero.
El viejo centrojás –para los no iniciados, adaptación criolla del vocablo inglés center-half, mediocentro– tenía un don de liderazgo y una mística de gloria personal. Casi siempre portaba el icónico número cinco en su dorsal. Fue el símbolo de todo un ideario y resignificó al fútbol en el Río de la Plata.
La leyenda del centrojás hunde sus raíces en las épocas en que se advertían las primeras diferencias entre football, una cuestión de asociación, método y fuerza; y fútbol, un asunto de individuos, intuición y picardía. La ciencia contra el arte. Supuestas características sudamericanas contra condiciones británicas presuntas por medio de las cuales países como Argentina y Uruguay se buscaban a sí mismos.
El centrojás era el más respetado, era el estandarte de cualquier equipo. Sin centrojás no hay equilibrio, y sin equilibrio no hay fútbol. El centrojás es prácticamente una especie extinta.Un referente histórico fue Obdulio Varela, El Negro Jefe, capitán de la selección charrúa en aquel Maracanazo e inmortalizado por el escritor marplatense Osvaldo Soriano –seguidor, por cierto, de San Lorenzo de Almagro–. En las últimas décadas fuimos testigos de dos exquisitos centrojás: Fernando Redondo y Josep Guardiola. Tal vez Andrea Pirlo en la parte final de su carrera, pero no más.
El director técnico Ángel Cappa –uno de los mejores aprendices de César Luis Menotti– dijo alguna vez que nos robaron al centrojás. Más que una posición, es una postura sociológica, la declaración de principios de una idiosincrasia y una forma de entender el fóbal. Pero también es una oda, un anhelo a la nostalgia del juego, al potrero y la imaginación. Eso que el periodista argentino Dante Panzeri llamó “Dinámica de lo impensado”, hace más de 50 años. Es un mito fundacional que se traduce en un sistema de creencias: la pelota parada.
El centrojás se situaba delante de la defensa y atrás del resto, representando al hombre que toca la Pampa con la mirada, al cacique, al jefe, al líder. Era una reconstrucción atlética del gaucho, como si el Martín Fierro, de José Hernández, de pronto se pusiera los botines. Sólo desde la figura del centrojás se puede entender que existan futbolistas que, además de con los pies, jueguen con la voz.
O la palabra, como es el caso de Rodrigo Márquez Tizano, un escritor, editor y periodista mexicano –hincha y socio de Vélez– que visualiza el fútbol, al igual que la literatura, como un refugio, ese jardín privado donde uno se atrinchera desde la infancia. Porque la pelota no dobla: uno juega como vive.
La afirmación de su corazón fortinero no le impide ser un fiel devoto de los postulados maradonistas, aunque por El Diego profesa un fervor laico que no le alcanzó para abrazar la Iglesia maradoniana, pero ante todo es un convencido de que la bocha nunca debe mancharse. Además, es consciente de que El Pelusa es el ser que mejor trató un balón en toda la historia y también del significado que ostenta como deidad para millones de almas.
Márquez Tizano dice que una civilización siempre necesita de dioses y en los momentos cruciales aparecen los sujetos indicados para personificarlos o bien, para privatizar los medios de comunicación con lo divino. El 10 es el arquetipo de su tiempo, y entre las épicas de antología, se sabe, la maradoniana es cumbre. Maradona es un cisma en sí mismo, tanto en el juego como en nuestra manera de percibirlo. Es una religión dentro de otra religión tan extendida como el cristianismo en todas sus variantes.
Rodrigo nos recuerda que a veces es mejor envejecer en Copas del Mundo que en sexenios. Él, como otros tantos enfermos, suscriben que la vida es eso que pasa entre Mundial y Mundial: un estado de excepción.
Rodrigo –conocido entre sus amigos como El Profe– cuenta con los argumentos futbolísticos y las herramientas literarias suficientes para mostrarnos cómo los placeres de la cancha cada vez se alejan más de ese olor a barro y primavera. En un momento determinado se transformó en deporte, luego en espectáculo y más tarde en negocio. Asegura que en la actualidad los niños no se enteran de lo que pasa realmente y tampoco tienen porqué saberlo. El Mundial ocurre a través de las estampas Panini que llegan a sus manos como superhéroes, pero el fútbol les falla cada vez más. Somos testigos de la industria del fútbol que se disfraza de fútbol.
En este tema, Márquez Tizano se volvió un punto de referencia para desnudar el carácter y el ser nacional que acompaña a la selección mexicana: el perder como siempre y la derrota como nuestra noción del universo. El tiempo se encargó de acuñar ese espíritu en eslogan a partir de que desapareció la preocupación por perder. Dejamos que otros lo hagan por nosotros y enseguida los bancamos. El fracaso se traduce en derrama económica para unos pocos.
A pesar de esto, Rodrigo nos recuerda que a veces es mejor envejecer en Copas del Mundo que en sexenios. Él, como otros tantos enfermos, suscriben que la vida es eso que pasa entre Mundial y Mundial: un estado de excepción. Es de ésos locos que ordenan los capítulos y experiencias en años mundialistas hacia atrás y hacia adelante. Porque el fútbol no es un reflejo de la vida: es la vida misma.
Al margen de esa añoranza, su discurso crítico acerca del balompié local, apunta a la teoría de que en lugar de construir una infraestructura sólida, es más fácil contar con una que rinda dividendos rápido. Cree que es más cómodo para los gobiernos estatales contemplar la idea de adquirir una plaza para la Liga de Ascenso que ocuparse de problemáticas sociales. Acá –a diferencia de Maradona–, si la pelota se mancha, tan solo se lava. La única solución es apagar la pantalla y negarse a ser cómplices de una transacción comercial que no ofrece ni felicidad pasajera. Esos equipos que deambulan en liguillas insípidas no tienen nada que ver con los que alguna vez encendieron las pasiones de generaciones enteras. Los colores ya no significan nada.
Deconstrucción y dialéctica
Además del fútbol, en Rodrigo Márquez Tizano –como buen tepaneca de cepa, finos modales chintololos, descendientede Tezozómoc, ex atlantista reconvertido en puma, recientemente porteñizado con dotes re tangueros de compadrito y calavera, rebautizado en esa fe blanca que es legión en el barrio de Liniers, y próximamente damito de sociedad neoyorkina al más puro estilo Ivy League– existe otra pasión de origen anglosajón: el box. En 2012, fundó La Dulce Ciencia, una editorial dedicada al mundo del pugilismo que a lo largo de dos años publicó de forma gratuita la revista Esquina del Boxeo. Paralelalemente, editó biografías y crónicas, y creó el programa Golpes y Libros, mediante el cual aportó bibliotecas a gimnasios de box.
Tal vez por eso, El Profe asume que la literatura que vale la pena es una batalla a nivel personal y siempre en constante deconstrucción, en función de un cierto interés por lo críptico como punto de partida, como una tensión para provocar otras situaciones, un cierto trance, preguntas y cuestionamientos. Para éste aventurero del mediocampo y las letras, la mejor parte su vocación lingüística es esa duda, esa especie de descreimiento y la ausencia de certezas.
Admirador de los escritores argentinos Juan José Saer –autor de las novelas El entenado, La grande y Glosa, pero sobre todo, del maestro, genio, fenómeno y portento de literato hecho metafísica que responde al nombre de Macedonio Fernández– Tizano sostiene que escribir es llegar tarde. Pero escribir fútbol, simultáneo al fútbol, es imposible. El fútbol se juega y punto. El que mira también juega. Y el que no, lo mismo. Mientras se juega también se vende, se paquetea, se subasta, se secuestra. Se puede escribir de fútbol, pero no escribirlo. Se puede hablar de, sobre, acerca, a propósito, quizá. Pero siempre a destiempo, como la escritura misma. Cronicarlo, narrarlo, traducirlo en números o en epopeya. Agotar las posibilidades y darle cierto orden al desfase. Cuando el cuerpo piensa, discreto y repentino, nos hace creer que pensar es asunto del instinto. Un reflejo. Se puede escribir un poema y se puede escribir de un poema. Por lo tanto, en el fútbol, el último recurso es la reescritura.
El fútbol nos subyuga y deleita en la misma medida en que nos repele y exaspera. Nos obliga a meditar y pensar. Es una experiencia de sumisión donde quedamos atrapados por el drama, en espera de que ocurra algo extraordinario y nos traslade a un estado de euforia, fugaz y compartido, que a veces funciona como símbolo histórico al que se puede recurrir.
La cosmogonía de Rodrigo también abraza los conceptos trazados por Pier Paolo Pasolini en el sentido de que el fútbol tiene un lenguaje de poetas y otro de prosistas; que existe un fútbol narrativo y otro lírico. Al igual que el cineasta y tifoso del Bologna FC, entiende las virtudes del balón y al mismo tiempo, la delicadeza de las palabras –como auténtico centrojás– y asimila que al lado de la pelota se gesta una poética: el toque. El fútbol es un sistema de signos no verbal, que sin embargo posee un código definido: significa por medio de las jugadas y la estructura táctica. El esférico es también producto de una reflexión filosófica, a partir de un texto que emana de la cancha.
Para Pasolini algunos futbolistas son prosistas realistas, otros poetas realistas, pasando por poetas malditos y extravagantes, hasta llegar a los prosistas poéticos. El gol, el regate, el drible, la gambeta o el pase, son todos hijos de la poesía. En tanto que el catenaccio y la triangulación son herederos de la prosa, basada en la sintaxis, es decir, en el juego colectivo, organizado y a la luz de la ejecución razonada, aunque el contragolpe es profundamente poético. Por eso, posterior a la derrota de la Squadra Azzurra a manos de La Canarinha en México 1970, el director de El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches, explicó que la poesía brasileña le había ganado a la prosa estetizante italiana.
Un criterio análogo surgió en el libro En qué pensamos cuando pensamos en fútbol (Sexto Piso, 2018), un espectacular ensayo autoría del filósofo Simon Critchley, que indaga con intensidad sobre la fenomenología y la necesidad de encontrar una poética en el fútbol. El intelectual inglés –practicante de esa antigua religión conocida como Liverpool FC– confiesa su veneración por cracks como Roberto Baggio, Paolo Maldini, Andrés Iniesta y Andrea Pirlo, pero al mismo tiempo, reivindica el arte del fútbol defensivo –de nuevo, ese cerrojo que bebe de la tradición de Nereo Rocco y Helenio Herrera, donde manda el líbero– como expresión del equilibrio perfecto y la armonía estética.
También en el novelista escocés Irvine Welsh –autor de Trainspotting y todo un entusiasta del Hibernian FC– está presente una mirada similar llena de claroscuros, pues tiene la certeza de que el fútbol representa en sí mismo lo más nefasto de la sociedad, al ser el escenario más explotador, insensible y neoliberal que existe. No obstante, rescata que la cultura que se genera a su alrededor es maravillosa y asombrosa.
Estas tres visiones profundamente literarias, narrativas y semánticas se conectan con la perspectiva de Rodrigo Márquez Tizano, que sabe y se hace cargo de una dialéctica ineludible: el fútbol nos subyuga y deleita en la misma medida en que nos repele y exaspera. Nos obliga a meditar y pensar. Es una experiencia de sumisión donde quedamos atrapados por el drama, en espera de que ocurra algo extraordinario y nos traslade a un estado de euforia, fugaz y compartido, que a veces funciona como símbolo histórico al que se puede recurrir. Así como en los viejos buenos tiempos se recurría al centrojás, esa suerte de héroe con la sabiduría para comprender que la tierra no da frutos si no la riega el sudor.
Este texto fue leído durante la presentación de la conferencia Dieguitos y Mafaldas. El maridaje entre literatura y fútbol, en el Museo Arocena (Torreón, Coahuila, México), organizada por el Instituto Municipal de Cultura y Educación, el pasado 8 de agosto de 2019.
Edgar Morales Saucedo
(Ciudad Lerdo, Durango, 1977) Es periodista, columnista y promotor cultural. Es egresado en Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de la Universidad Autónoma de Coahuila (UA de C). Fue reportero, productor y coordinador de relaciones públicas en diversos medios e instituciones como Milenio Laguna, Kiss FM (ahora Imagen), Archivo Municipal de Torreón, Camerata de Coahuila y Museo Regional de La Laguna-INAH. Actualmente es coordinador de literatura en el Instituto Municipal de Cultura y Educación de Torreón. En la última década, publicó algunos ensayos a nivel nacional sobre fútbol, rugby, música y política argentina en medios como Juan Fútbol, La Zona Sucia y El Cultural La Razón.