En mi generación, escuchar rock te hacía pensar que eras diferente a los demás y encontrabas en eso un cierto grado de rebeldía, o al menos eso creíamos.
Por: Homero Ontiveros
El rock siempre ha sido asociado a la transgresión y la rebeldía; se ha tenido la idea de que este género musical, y la cultura creada a su alrededor, tiene como esencia ir contra corriente y romper los moldes establecidos por la sociedad. Y aunque ha tenido momentos genuinamente transgresores, éstos han sido sofocados rápidamente por un sistema que ha sabido tomar todo aquello que se presenta como “diferente”, para acomodarlo en la estantería de consumo masivo.
Basta con ver la cantidad de imágenes de los Sex Pistols, Misfits, Ramones o The Clash que buscaban ir contra las tendencias y terminaron siendo parte de una moda, aunque su música se haya hecho originalmente sin concesiones.
En mi generación, escuchar rock te hacía pensar que eras diferente a los demás y encontrabas en eso un cierto grado de rebeldía, o al menos eso creíamos. Sin embargo, a la vez que buscábamos diferenciarnos, también caminábamos en dirección a pertenecer a otro grupo, el de los outsiders, el de los autorrelegados, el de los inconformes.
Esa inconformidad nos hacía querer romper con las estructuras y no someternos a un molde, aunque sin saberlo estábamos haciendo eso: buscando encajar en un molde. Usar el cabello largo, utilizar los pantalones rotos, usar botas de casquillo, la camisa de franela en la época del grunge, la playera negra con el nombre de alguna banda e incluso llevar estampados algunos de los personajes de la cultura popular, era aparentemente un ir contra lo que las formas masivas dictaban, sin saber que en realidad nos estábamos acoplando aun sistema de consumo mucho mayor que nosotros.
En los años ochenta Simon Frith, sociólogo y crítico de rock, ya mencionaba que para muchos la idea de que consumir rock era un gesto de solidaridad, y que esto en sí constituía un acto de oposición a las formas del capitalismo, más sin embargo no dejaba de ser consumo.
El rock y varias de sus ramificaciones en realidad siempre han sido de consumo masivo, aunque de jóvenes pensáramos que solo éramos algunos a quienes nos gustaba. Como prueba está toda la época en que las bandas de rock norteamericanas e inglesas llenaban estadios en diversas partes del mundo, cosa que incluso hoy con la ayuda del internet muchos artistas internacionales no logran hacer.
La transgresión se convirtió en un estilo más que en una condición; en un discurso que formaba parte de un concepto pero que difícilmente se ponía en práctica, más allá de llevar el cabello largo, traer los pantalones rotos o deformar los símbolos de la cultura tradicional y popular. El supuesto enemigo, contra quien se rebelaba el rock y su público, estaba más cerca de lo imaginado; se gestaba algo parecido a la teoría de la recuperación, de la cual el investigador social Dick Hebdige define como el “proceso ideológico por el cual signos subversivos propios a las subculturas (músicas, ropas, lenguajes) son convertidos o transformados en productos de la cultura de masas”.
Es decir, nuestra rebeldía y ganas de ir contra corriente, en realidad avanzaban en dirección hacia la caja registradora de una industria musical atenta a las posibilidades de consumo, y con ello ser rebelde dejaba de ser una condición para convertirse en un perfil de posible cliente. La rebeldía se convierte entonces en un objeto de consumo y queda claro que la rebelión vende, aunque en realidad estemos luchando contra molinos de viento.
Ya lo dice David Bowie: “Rebel, rebel, you’ve torn your dress. Rebel, rebel, your face is a mess” (1). Tal vez eso pueda explicar mucho del sabor azucarado del rock de hoy.
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(1) Rebelde, rebelde has rasgado tu vestido. Rebelde rebelde, tu rostro es un desastre.