El anuncio decía “Sala de mimos: un espacio de ternura y afectividad no sexual”, se ilustraba con la fotografía de un mar de abrazos y rostros, y era la primera vez que yo escuchaba algo así.
Antes de encontrar el edificio, debí haber dado vueltas por el mismo callejón oscuro al menos tres veces. Había tantos balcones que era difícil diferenciar uno de otros y de cada uno colgaban prendas de ropa recién lavadas. Escuché varias carcajadas y gritos en idiomas que no pude reconocer; y cuando comencé a notar el olor a comida, me di cuenta de que el Espai Daya, el espacio que yo buscaba, estaba en el otro extremo del oscuro pasillo. Caminé de vuelta.
Entré sin tocar, como en cualquier negocio, pero pronto me di cuenta de que más que un negocio era un espacio compartido. “Hola. Nos han dicho que podemos cambiarnos aquí”, me dijo una chica rubia con una blusa de estampado de leopardo mientras se quitaba una falda larga para cambiarla por unos leggins. “Gracias”. Detrás de ella un hombre de barba blanca y poco cabello se quedaba en calzoncillos rojos antes de ponerse pantalones deportivos. Yo había llegado en jeans rotos y botas de plataforma, era cómodo para mí, pero contrastaba con las telas suaves y holgadas que vestían los demás. Más tarde, Verma, la organizadora anfitriona, me hizo notar que “la mayoría de los asistentes eran regulares en el espacio, pero algunas veces había un par de curiosos” como yo. Dejé mis pertenencias en un estante y me pidieron que me registrara y leyera la guía antes de entrar.
La guía constaba de doce simples enunciados con algunas palabras resaltadas en color rosa pastel: silencio, medita, respira, despacio, no, libre, límites, energía sexual, PARA, amable, danzar.
Ya descalza me acerqué a la puerta de la ‘Sala de Mimos’ para leer al lado de un chico que vestía una camiseta de colores psicodélicos y un estampado de Buda. La guía constaba de doce simples enunciados con algunas palabras resaltadas en color rosa pastel: silencio, medita, respira, despacio, no, libre, límites, energía sexual, PARA, amable, danzar. Quedaba claro el objetivo y los lineamientos, pero no aliviaba mis nervios. El escrito finalizaba: “Es un espacio de ternura y afectividad. Disfrútalo”.
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El Espai Daya se define como una asociación de profesionales holísticos, un grupo de personas que buscan facilitar el bienestar de los otros, encerrados en un nicho cálido, con olor a hierbas aromáticas de connotación esotérica y en la segunda planta de un edificio escondido en el Raval de Barcelona. Aunque ahora cuenta con más de 20 facilitadores en materia de biodanza, belly dance, tantra y meditación; inició como una idea de 3 amigos, entre ellos Verma Rodríguez la organizadora de la sala y experta en tantra y sexualidad sagrada.
Este tipo de reuniones para adultos se originó formalmente en la ciudad de Nueva York como una Cuddle Party en el 2004 por Reid Mihalko y Marcia Baczynski. En los últimos años se ha popularizado más de lo que pensaba, especialmente en los países nórdicos y cuenta con un programa de certificación para facilitadores.
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Entré sola y sentí el calor de la pequeña calefacción. Había colchonetas cubiertas de almohadas en cada extremo de la habitación y sobre cada una había por lo menos un par de personas en posición de loto y con los ojos cerrados. En la más pequeña había un par de bocinas que transmitían música relajante al control de Verma. Cortinas traslucidas cubrían las ventanas hacia la noche. Me senté entre dos chicas que respiraban profundamente, imité sus posturas, cerré los ojos y por primera vez en mi vida intenté lo que para mí era meditar. Se volvía difícil mientras las vibraciones del tráfico sacudían la pared detrás de mí y podía escuchar cada ritmo urbano en el exterior.
Pronto éramos ya diez personas esperando a que los mimos y caricias comenzaran, un grupo variado de personajes que podrían venir de cualquier lugar. La anfitriona susurraba palabras en un micrófono que tenían un efecto parecido al ASMR. Cerré los ojos y cuando los abrí, un chico estaba sobre una chica a mi izquierda, se fundían en un abrazo apretado como una bola de estambre, sus extremidades se confundían y ambos producían gemidos profundos ¿Qué no se trataba de una práctica no sexual? A mi lado derecho, la chica rubia del estampado de leopardo acariciaba los brazos de un hombre de barba poblada y anteojos pequeñitos, se miraban a los ojos y luego me miraron a mí, ella me extendió su mano. Era delgada y pude sentir lo redondos que eran sus nudillos. Ella se acostó y acaricié su cabello lacio mientras el hombre de anteojos sostenía mi brazo.
En el centro de la habitación había un chico de cabello despeinado y barba larga, el tiro de sus pantalones le llegaba a las rodillas, la camiseta polo azul oscuro le quedaba holgada y se balanceaba torpemente, absorto en sí mismo. Al otro extremo, tres personas se fundían en un abrazo y sólo pude distinguir sus sonrisas en la luz tenue. La anfitriona continuaba pronunciando palabras, leyendo la guía y cambiando la música. Uno de los chicos de camiseta tribal se acercó y pronto otros dos o más. La pareja a mi lado izquierdo rompió su abrazo y se incorporó a la congregación de cuerpos. Sin darme cuenta, nueve personas estaban a mi alrededor, compartiendo espacio, pieles y almohadas; pero una mujer daba vueltas por la sala, indecisa y nerviosa. Ni siquiera me di cuenta cuando se marchó y estoy segura de que los demás tampoco.
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Para Verma, “la sala de mimos no es una terapia, sino un encuentro de exploración e investigación de unas necesidades y carencias propias, como la ternura, el tacto y el sentirse amado y nutrido por un grupo”, y aunque en un mundo de culto al individualismo y la suficiencia parece pedirse a gritos ahogados, lo que sucedió en la sala estaba muy lejos de la investigación a bata blanca y gotero.
La sexualidad es clave y moneda de la modernidad, y el contacto físico se ha ido desterrando de la ternura, los mimos y el afecto hacia la faceta sexual. Anhelar compartir el abrazo de otros es una forma de expresión natural. Quizás queremos querernos entre todos, pero no hemos podido retirar las categorías que hemos implantado en nuestros comportamientos. ¿De quién son los instintos que están o estamos siguiendo?
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La mezcolanza de actitudes se percibía orgánica, libre, era la primera vez que Verma abría un “espacio para el contacto libre, sin guías ni reglas y vi cómo mi idea inicial difería de lo que estaba pasando”. El desenfreno tierno de mi cuerpo y el usual sentimiento de introversión me confundían. Sentía el apretón de unas manos masculinas en la pantorrilla, alguien masajeaba mi espalda y otra persona respiraba cerca de mí, pero yo seguía con la mano de la chica rubia entre las mías. Todo aquello tenía un aspecto de tribu, de manada humana que se regocija en el calor de sus iguales.
Quizás queremos querernos entre todos, pero no hemos podido retirar las categorías que hemos implantado en nuestros comportamientos. ¿De quién son los instintos que están o estamos siguiendo?
La anfitriona seguía alternando instrucciones entre parar y seguir “ayudando a no caer en automatismos”, parecía querer contener la energía que de pronto escalaba hasta los límites de lo sexual, los sonidos, las posiciones, la pareja enérgica que absorbió a un chico de cabello corto y sus respiraciones agitadas como un coro entrenado, transformándose en gemidos sonoros.
El característico olor rancio de un racimo de salvia blanca quemándose inundó la habitación. Con los ojos cerrados palpaba los cuerpos de los otros y sentía sus abrazos. Seguí mis impulsos y abracé al chico de la camisa de patrones tribales y me quedé quieta mientras los tentáculos del grupo seguían moviéndose por todos lados. Seguí quieta. La música fue apagándose lentamente y la anfitriona hizo sonar la campanita tres veces. Seguí quieta y ella nos sugirió detenernos. Me incorporé para dar un cierre a la experiencia, escuché los comentarios de los otros con la mano del chico del cabello despeinado en mi espalda baja, él también dijo haber encontrado más energía sexual de la esperada, y la anfitriona confesó: “Ustedes son mis conejillos de indias”, fuimos parte de la primera Sala de Mimos en Espai Daya, y quizás todavía lo somos. Los asistentes empezaron a despedirse con abrazos largos y sonrisas tranquilas, quizás demasiado tranquilas.
Al salir, una de las chicas me buscó para darme un abrazo, se colocó un casco de motocicleta y se fue. La chica rubia del estampado de leopardo volvió a ponerse la falda larga, noté la figura de buda en la camiseta del hombre de barba a contra luz y vi otra vez los calzoncillos rojos del hombre mayor; se transformaron de nuevo en un grupo de desconocidos. La organizadora y anfitriona quiso saber cómo me había enterado del evento y se lo dije: “¿Entonces nunca has hecho Tantra, o algo parecido?” No. “Pues qué valiente que hayas venido hoy”. Honestamente, lo fui.