Se ha dicho en más de una ocasión que un concierto de Nick Cave and The Bad Seeds es como asistir a una celebración litúrgica, una ceremonia de renovación en la cual se atraviesa por varios estadios de fe, contrición e incluso flagelación. Cierto, el cantante australiano es inteligente al perfilar el setlist que da inicio con un ligero “sermón” de bienvenida, afable, tranquilo, reposado para luego levantar una edificación en donde lo mismo hay cimas y simas.
En ese sentido, él es un maestro que trabaja la tensión a su antojo, lo hace con un movimiento en espiral y en ese continuo ascenso, una vez ha llegado a la parte más alta y amenaza con estrepitosa caída, entra en un páramo de reposo en el cual, nosotros, sus feligreses quienes para entonces hemos estado atentos al mínimo movimiento y hemos acatado toda indicación, recuperamos esa energía que más adelante habremos de necesitar.
Nick Cave es como un pastor que guía a su congregación y lo hace de la manera más humilde a sabiendas de que su más mínimo gesto será recibido con júbilo y obedecido sin remilgos. Su parado sobre el escenario, la continua comunicación con sus fanáticos, el constante saludo que establece con ellos, el dejarse tocar con la confianza de quien se sabe respetado y se puede permitir movimientos “temerarios” en tiempos en los cuales la comunicación táctil se ha vuelto casa vez más escasa y que culmina con ese gesto casi bíblico cuando desciende del escenario para dividirlas aguas y cruzar un proceloso mar humano para llegar hasta la consola y desde allí continuar su homilía.
Hay, en cada concierto de Cave and The Bad Seeds rasgos de ritualidad, ciertos detalles que se repiten continuamente, incluso predecibles, pero que al mismo tiempo cumplen con la tarea de imprimir renovación, de reiniciar un ciclo y actualizarlo. Cuando la “misa” llega a su fin y la congregación se apodera del escenario para entonar “Stager Lee” se vuelve una celebración que por momentos deviene caos controlado, pero que recuerda ese instante en donde los afortunados, quienes han sido debidamente preparados, acuden a comulgar.
Sí, Cave, como buen predicador, habla del bien y del mal, lo hace con conocimiento de causa, de aquel que ha vivido con intensidad y que una vez ha tocado fondo se puede permitir ciertas reconvenciones, hacer con esas experiencias un sermón y mantenerse humano, increíblemente humano.
La culpa es de las malas semillas
No hay iglesia posible sin sus apóstoles y en The Bad Seeds Nick Cave tiene a los ministros idóneos. George Vjestica, TobyDammit, Warren Ellis, Martin P. Casey, Thomas Wydler y JimSclavunos invariablemente son muy elegantes al salir al escenario, muy propios y en ese detalle se asemejan más a los integrantes de un grupo versátil que a unos rockeros capaces de liberar sus demonios en cada acometida.
Sin ellos, especialmente la cuarteta conformada por Ellis, Wydler, Casey y Sclavunos, quienes tocan al lado de Cave desde hace más de dos décadas, no es posible la labor del ministro principal. No solo son diestros en sus respectivos instrumentos, pueden, y lo hacen continuamente, cambiar de lugar, experimentar, dejar a un lado su instrumento principal para tomar uno diferente y la urdimbre sonora no se altera; de hecho, si estas modificaciones se llevan a cabo constantemente es porque cuando esto sucede, la música gana, crece, se torna más poderosa.
Son músicos que ejercen fascinación en quien esto escribe. Lucen entregados, no dejan nada a la deriva, su profesionalismo es evidente; pero al verlos mi imaginación crea historias, la mayoría de las veces tórridas, acerca de su existencia. No me interesan las personas verdaderas, sino aquellas de las cuales se desprenden un mito que es necesario conservar.
Se trata de músicos que viven al límite, que suben al escenario gozosos y no dejan cabo suelto; pero una vez terminan salen y quieren regresar a lo suyo, a vivir su vida, a sacar las cartas y apostar. En imagen son más cercanos a los jazzistas; musicalmente podrían imbricarse en el género de la síncopa, pero gustan hacer de las suyas y volverse expansivos al lado de un Cave que si bien se sabe el líder de la congregación, también de la necesidad de dejarlos ser ellos mismos.
The Bad Seeds son rebeldes, siguen las reglas, pero las pueden torcer en cualquier momento porque su líder, como ellos, conoce los efectos de la espontaneidad. Uno y otros se necesitan, viven simbióticamente. El primero les da vida; pero sin éstos, no podría vivir. Ellos, en gran medida, son los responsables de ese sonido crudo, sólido, robusto, amenazante que como la vida misma se mueve y agita en los claros, los grises y los oscuros. Ellos son el 50 por ciento y a veces más de esa experiencia de vida que es asistir a un concierto de Nick Cave and The Bad Seeds.