A principios de los ya lejanos años 80 yo era un asiduo asistente a las tocadas de rock organizadas en la periferia de la ciudad de México. Naucalpan, Neza y una que otra en un cine cercano al Toreo de Cuatro Caminos. A veces había toquines en lotes bardeados sin construcción y en casas particulares del sur de la ciudad, en un frontón de Bucareli o en los altos de la tienda de discos Hip 70 de San Ángel. En el Hip se presentaban las bandas punc de los burguesones: Dangerous Rhythm, Ruido Blanco, Size y alguna otra que no recuerdo. Cantaban en inglés (pronunciaban “panc”) y se tenían bien fusilados los ademanes de las bandas inglesas y gringas que seguramente ya habían visto en vivo en San Diego, Tijuana o Londres, y en videocasetera. No había actitud en ellos, eran moda e imitación. Al final de cada rola el vocalista decía cosas como “Aplaudan” o “¿no les gustó?”.
Muchas de las tocadas en Neza y Naucalpan eran mixtas, es decir, había bandas de rock pesado como los Dug Dugs, el Three Souls in my mind transformado en TRI poco después (siempre fue el amo y señor de los toquines), de ponc y hasta “rupestres”. Renuncio, Chavo de onda, Perro viejo y callejero, Oye cantinero, eran himnos de batalla en la voz rasposa de Alex Lora para toda una generación de muy pocas opciones, como consumir rock importado a través de Radio Capital.
Ese descabellado coctel de bandas en vivo casi siempre terminaba en madrizas entre los asistentes dentro y fuera del local. Llegaba el final de una época donde asistir a un evento rockero era un acto de transgresión absoluta, peligroso desde donde se le viera. La asistencia se volvía loca, víctima de un frenesí que brotaba de tanta represión e inconformidad mezcladas con mariguana, “activo” y alcohol, un coctel de pronóstico reservado, la pócima del doctor Hyde. Los vecinos y comerciantes de las zonas donde se llevaban a cabo las tocadas nos veían con desconfianza y miedo, pero nos vendían alcohol y cigarros; nos dejaban viajar en los microbuses y camiones bajo amenaza de llamarle a la policía si molestábamos al pasaje. Éramos una puesta al día de “Los olvidados”. Muchas veces los viajeros se bajaban del transporte atemorizados por lo que “esa bola de mariguanos” pudiéramos hacerles. Cuando se prestaba nos burlábamos de quienes vestían traje y corbata, de quienes oían a Juanga o a José José, los ídolos indiscutibles de la década. Los mismos pasajeros que no decían nada por los atracos en todas partes, los ajusticiamiento callejeros, los retenes policiacos y sus detenciones arbitrarias, las razzias tan comunes en esa época y sus extorsiones bajo cualquier pretexto. La policía cometía abusos a destajo y no pocas veces terminé con un macanazo en la costillas, un fuerte “sape” en la nuca y bien bolseado por los “guardianes del orden”, que te robaban lo que podían. Ése era nuestro escarmiento por el robo de cervezas, cigarros y refrescos en misceláneas y camiones de reparto. El puro desmadre antes de llegar a las tocadas. A veces nos trepaba la patrulla y apretujados tres o cuatro en los asientos traseros nos iban a tirar bien lejos. Durante el paseo nos acusaban de robo, portación de drogas o daños a propiedad privada. Estos polis tenían toda la escuela del infame Negro Durazo. Nos amenazaban con llevarnos “en caliente al reclu”. Bueno ya, cuánto traen, junten la vaca entre todos, nomás no nos vayan a ofender. ¿Eso es todo? Pinches muertos de hambre. Órale pues, lléguenle putos. Y a caminar de regreso a casa. Encabronados, dolidos, con ganas de venganza pero a la vez plenos, felices de añadir otra condecoración a nuestro historial de resistencia heroica a las arbitrariedades de toda manifestación de “autoridad”. Era nuestra travesía tipo «Los Guerreros”, la mítica película de Walter Hill que marcó a mi generación. Nuestros periplos a la chamba (los que teníamos) y a los toquines eran así, como la de la banda neoyorkina que tenía que regresar a Coney Island sorteando peligros.
A inicios del año 1986 renté un cuarto en la calle de Mérida casi esquina con Coahuila, en la Roma. Un muro de mi cuarto daba al cabaret San Luis, donde se instalaba la orquesta y todas las noches había ambiente en mi cuarto. Se oía todo. Nadie quería vivir en esa colonia luego del terremoto, estaba casi vacía, era sórdida y peligrosa, con muchos edificios abandonados u ocupados. Mi hermano y yo rentábamos un cuarto con baño comunal al fondo de una oscura vecindad habitada por vividores y empleados de cabarets como el “Manolo’s” en la calle de López. Un padrote llamado Agustín, mi vecino del cuarto de junto, hizo todo lo posible por enseñarme a jugar bien dominó y no lo logró, todas las noches, hasta altas horas de la madrugada jugábamos con su padre, que vivía en el mismo cuarto. Agustín se la pasaba meciendo a su bebé en una hamaca que cruzaba el cuarto. Las partidas terminaban media hora antes de que su mujer regresara de trabajar de un antro en la doctores donde cuidaba el guardarropa. Dos años después, Agustín y yo organizamos a los vecinos contra la casera por negarse a mejorar las viviendas. Comenzamos a depositar la renta, a hacer juntas de vecinos y en algún momento buscamos asesoría de la Unión de Vecinos y Damnificados 19 de septiembre, que tenían unas oficinas en la calle de Tonalá. Los líderes de esa asociación eran puros transas y oportunistas que se decían de izquierda. Nos ofrecieron ayuda a cambio de que les dejáramos la vecindad y según ello nos darían departamentos en una unidad habitacional por construir en Ecatepec. Dijimos no y seguimos por nuestra cuenta. La casera nos demandó a Agustín y a mí, los líderes del movimiento, de “asociación delictuosa, “habitación fraudulenta”, “amenazas”, y no sé que más. Fui dos veces a los juzgados de Niños Héroes y la señora nunca se apareció. Un día unos judiciales me quisieron intimidar, una tarde tocaron en mi cuarto y me dieron 48 horas para irme salvo riesgo de una buena madriza. Nunca regresaron. Poco después Agustín huyó con las cuotas de los vecinos. Nos decían que se había escondido en Orizaba, Veracruz, su lugar de origen. “Ya vez güero, por confiado, te chamaqueó el Agustín”, me dijo una noche doña Carmen, una anciana chimuela que trabaja en los baños del Balalaika. A mi hermano le valía madres lo del movimiento vecinal, me decía que era una pérdida de tiempo. Llegaba bien pedo por la noche y se quedaba dormido aferrado a sus baquetas. Al final, dejé el cuarto y mi hermano lo usó para ensayar con su grupo de rock. Dos años después lo traspasó por veinte mil pesos a un vendedor de comida callejera en el Hospital General.
Con los amigos me iba de vez en cuando a inflar a “La Curva”, en avenida Coyoacán, nos decían que ahí se reunía Alex Lora y otros rockeros. Nunca lo encontramos, pero conocimos al legendario Fidel, el cantinero que luego se cambiaría a “La Villa de Sarria”, en la colonia Roma. ¡Agua mi niñoooo!, la frase que hizo famoso al tal Fidel. En esa cantina siempre había pleitos y gente desagradable. Dejamos de ir un domingo que mi hermano sacó a madrazos a un parroquiano por abusivo, trató de robarnos una mochila creyendo que estábamos más borrachos que él.
Fue la década del PRI más duro que hoy en día está de regreso. La mentada “renovación moral de la sociedad” de Miguel de la Madrid nomás infundía miedo a los de siempre, los que poco o nada tienen. Fue la década de los famosos “Panchitos” de Tacubaya. ¿Qué transa con las bandas?, era la pregunta de moda para sociólogos y periodistas “comprometidos” con la clase trabajadora, que de manera coyuntural se habían interesado por un fenómeno de vandalismo juvenil de barriada que por una parte parecía apuntalar las bases sociales de la izquierda y por otra, amenazaba la tranquilidad de las familias chilangas. Más ruido que nueces, como siempre. Mucho del ímpetu de esas hordas de jóvenes rebeldes y broncudas se desahogaba en toquines que nos hacían sentir vivos y casi siempre unidos e identificados con el aceitoso sonsonete rockero de la guitarra y el bajo eléctrico. El «rock en tu idioma” comenzaba a despuntar. Poco a poco comenzaron a venir bandas españolas y surgían nuevas bandas mexicanas ya más pulidas y vendibles a las disqueras, a excepción del Three Souls, que precisamente cambió su nombre para embonar con el concepto comercial en ciernes, todas las bandas que se presentaban en Naucalpan y Neza se quedaron aisladas en ese circuito marginal de tocadas y grabaciones en pequeñas disqueras cuyo mercado se dirigía a la banda más prole.
Creo que fue Lou Reed el que dijo que él no podía ser punk porque era demasiado culto. Bueno, a mí me ocurría un poco así, yo abandoné los estudios al terminar la secundaria pero leía mucho y en algún momento comencé a escribir sobre aquello que me movía. No tenía dirección ni forma, pero era un intento descabellado de reinventarme y reinventar mi realidad. Era un lector monolingüe y mi información roquera venía básicamente de revistas como Conecte, Banda rockera, Sonido y Acústica. Yo escuchaba punk, sobe todo a The Ramones y The Clash, pero los poncs que yo había conocido en el tianguis sabatino del Chopo y en los toquines me parecían demasiado elementales, bravucones e intransigentes. Demasiado preocupados por su apariencia y por demostrar que no estaban vendidos al sistema. Por aquellos años participé en un taller de apreciación musical rockera, conducido por Delia M., ex vocalista de Ruido Blanco. Gracias a ella, mi cultura musical se enriqueció muchísimo. En ese mismo taller conocí a la formación original de Maldita Vecindad, que para entonces batallaba por encontrar nombre a la banda. Parecían la versión de Ismael Rodríguez de los Siete Enanos.
Por cierto, luego de la tocada de punk en el Chopo que narro más adelante, me acerqué al baterista y vocalista de Rebel´d Punk para solicitarle una entrevista. Me citó la siguiente semana en la estación del metro Refinería, por la tarde. Llegó con un retaso de más de media hora vestido con un uniforme de trabajo color caqui. Era obrero sindicalizado de Pemex. Me propuso que hiciéramos la entrevista en su casa para que después lo acompañara al ensayo del grupo. Luego de un largo viaje en metro y otros dos en microbús llegamos a una colonia cercana a San Juanico. Un barrio obrero con lotes enormes sin fincar, topes en todas las calles y casas de adobe de las que siempre están a media construcción. Llegamos a su casa, muy grande, de tres pisos. Resultó que tenía un coche de medio uso en el estacionamiento y una sirvienta nos dio de comer.
Poco después fuimos a un terreno con un cuarto habilitado para ensayos de la banda. No duró mucho la sesión, como a la hora, ya al anochecer, el grupo practicaba su nueva rola: “Hitler Hitler te recordaráaaan/ Hitler Hitler te recordaráaaaan”, no decía nada más la letra. Los acordes eran los mismos de las rolas que yo había escuchado una semana antes durante el toquín en el Chopo. En la orilla de la barda de la entrada al terreno comenzaron a aparecer punks del barrio que estaban dispuestos a brincarse al interior en cualquier descuido. Esperaban pacientes sentados en la barda con los pies colgando hacia dentro del terreno. Espectros flacuchos y vestidos de negro con un aura ambarina alrededor que provenía del alumbrado público. De inmediato el líder de los Rebel´d suspendió el ensayo, apagaron los instrumentos y salió a pedirles a los grupies que se retiraran. No hubo ningún altercado, era como una invasión silenciosa y pacífica de muertos vivientes. No recuerdo dónde quedó la entrevista y es hasta hoy que la anécdota me ayuda a completar lo que quedó fuera de la crónica que sigue.
Yo pertenecía a la clase obrera, vivía en un barrio muy duro y me sentía orgulloso de mis orígenes, pero nunca fui un resentido ni milité en nada. Además, yo nunca me creí eso de que no había que confiar en nadie mayor de veinticinco años. Mi padre era un viejo sabio y pese a nuestras fuertes desavenencias, sus consejos siempre me fueron útiles. Mis ídolos de ese entonces y hasta hoy como Ian Dury y Bukowski, eran, como mi padre, unos viejos indecentes y tan poncs como cualquiera.
Ya no recuerdo donde apareció por primera vez la breve crónica que acompaña esta memoria (y que se publicará el próximo domingo en este espacio), fue la tercera o cuarta que escribí. Semanas antes Paty Chapoy había entrevistado a Carlos Monsiváis en su programa “El mundo del espectáculo”. Casi estoy seguro que la publicó el gran Víctor Roura en alguna de las publicaciones que él dirigía. Le di una revisada e hice todo lo posible por no alterar el texto original. Lo que queda es por un lado, mi rebelión personal y por otro, el vértigo de la escritura en el campo de batalla. De entonces a la fecha he seguido como dogma la frase del inmortal Lester Bangs: el primer error del arte es asumir que es algo serio.
Este texto forma parte del libro Nada que perdonar (Mondadori, 2018)
J.M. Servín
(Ciudad de México, 1962) es un escritor autodidacta, periodista y editor. Colabora en medios impresos de circulación nacional, como las revistas Replicante, Nexos y Proceso, y coordina el proyecto de periodismo narrativo Producciones el Salario del Miedo. Algunos de sus libros han sido traducidos al francés, y textos suyos forman parte de antologías y compilaciones en México y el extranjero. Ha publicado los libros Cuartos para gente sola (1999, reeditado en 2004, 2010 y 2012), Periodismo charter (2002), Por amor al dólar (2006), Revólver de ojos amarillos (2006, reeditado en 2008), Al final del vacío (2007, reeditado en 2015), D. F. confidencial (2010, con cinco reediciones) y Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos (2012).