Extorsiones telefónicas, secuestros, violaciones, torturas, asesinatos. La lista de calamidades que vivimos día con día en ciudades como Monterrey pareciera expandirse de una manera a la vez brutal y sorprendente.
Pero más sorprendente sería saber que hace un siglo o menos, la vida en esta ciudad era radicalmente distinta.
Al amanecer, el canto de los pájaros se entremezclaba con el ruido proveniente de las pezuñas de las vacas y becerros que recorrían las veredas de pueblos como Cadereyta, Guadalupe o San Nicolás.
Entrada la mañana, las ruedas de las tartanas y carretas hacían suyos los caminos, y las conversaciones de las vecinas crecían como la hierba.
En la noche, lo que generaba miedo eran las historias de viejos crímenes, mujeres sin cabeza y niños en busca de descanso eterno. O sea, que había miedo, sí, pero el motivo eran las brujas y los aparecidos, no la delincuencia.
Por eso, en los días calurosos, los regiomontanos dejaban la cama en el cuarto y salían a dormir al patio, sin miedo alguno a ser asesinados, secuestrados o víctimas del robo. Esas amenazas y esos temores prácticamente no existían, como no existían las alarmas ni la desconfianza o el terror a la delincuencia. Esta ciudad era otra cosa: un pueblo sereno, habitable, y en muchos sentidos feliz. Hoy, todo eso no solo es nostalgia, sino que realmente parece mentira.