Estoy en mi habitación de hotel esperando el llamado para hacer la prueba de sonido del concierto de hoy. Me doy cuenta que mi manera de hacer el espacio mío, aunque sea por un día, es inundándolo con la música que me gusta. Tal vez eso explique porque siempre cargo con mi bocina a todos lados. La he bautizado como “La rockola naranja” por su color y por la variedad de música que suena a través de ella. Esta mañana escucho un playlist de Bob Dylan, desperté con la certeza de que él es uno de los afortunados a quien la música le ha otorgado la vida eterna por medio de sus canciones.
Mientras Dylan canta yo leo algunos textos de Lester Bangs, uno de los críticos legendarios de música, específicamente de rock y jazz. Uno de los maestros del periodismo musical. Esta es otra forma de apropiarme del espacio: leyendo. De esta manera hay pensamientos y reflexiones que nacen aquí, en este cuarto, y otros, incluidos recuerdos, que se quedan aquí y no van más con uno. Siempre habrá alguna historia que te llevarás de un cuarto de hotel, y otra que dejarás. Lester narra cómo al escuchar la «Obertura» de Guillermo Tell en una serie animada (There Goes My Baby) en el coche rumbo al colegio, y la música de John Coltrane y Charles Mingus en quinto grado, convirtió a la música en un fanatismo fluctuante, hecho que le ocasiona un frenesí y desorientación a la hora de escuchar discos.
Entonces el tiempo se detiene y es como si el zoom in de la película se centra en mis pensamientos. De la rockola naranja se despiden los acodes de “Like a Rolling Stone”. Sí, probablemente la canción más cliché de Dylan, la que mencionan todos aquellos que no lo conocen ni lo han escuchado. Pero yo no la he escogido, los algoritmos de la plataforma eligieron que esa canción sonara justo ahora que detengo mi lectura para hacerle caso a los pensamientos que han entrado al cuarto. ¿O serán recuerdos? Sin proponérmelo del todo, trato de pensar en cuáles fueron los discos que me influyeron desde pequeño. Recuerdo tener en casa un tocadiscos de esos grandes, de aquellos que parecían más una cómoda de gruesa madera, brillante, con cuatro patas sosteniéndolo y dos bocinas integradas como parte del mismo mueble. Parecía más eso, un mueble, que un aparato para escuchar música. Abrías una tapa de madera y al fondo se encontraba el plato donde se colocaban los discos; lo encendías, dejabas caer la aguja y se creaba el sonido.
Así aparecen, sentado frente a ese aparato y sobre una alfombra, los recuerdos de los discos que atraparon mi atención por primera vez siendo aún más pequeño. El primero que llega a esta habitación es el acetato Íntimamente, de Emmanuel; ahí venían canciones como “El día que puedas”, “Quiero dormir cansado” y el clásico “Todo se derrumbó dentro de mi”. Lo escuchaba una y otra vez por las tardes. Nadie me lo puso, yo un día lo agarré (aun no tenía mis propios discos), lo escuché y durante un buen tiempo no lo solté. En ese tiempo no lo sabía pero, la tranquilidad y gusto que me causaba era producto del casi perfecto trabajo armónico y melódico de las canciones que ahí venían. Manuel Alejandro, el compositor, da un puñado de canciones increíblemente bien hechas en este disco. Ahora me doy cuenta que una canción bien hecha, que fluya de manera natural, provocará una sensación cálida en quien la escuche.
El otro disco que viene enseguida a esta reunión, sin tocar la puerta sino que entra por si solo, es uno de los Cadetes de Linares, aquel donde en la portada salen Homero Guerrero y Lupe Tijerina con unos bellos caballos y dándose la mano, ambos con su vestimenta muy norteña con sombrero y chaleco de piel. Me impresionó escuchar que dentro de una canción podía contarse una historia. Para mi fue revelador encontrar el hilo de toda la historia y saber que no eran solo versos, sino que estaban contando algo, eso era el corrido. Me imaginé a los dos amigos cargando municiones para asaltar un tren. Probablemente fue la primera vez que entendí lo que me estaba diciendo una canción, y desde entonces nació mi interés por escuchar lo que una canción y un artista tiene qué decir o contar.
El tercer invitado a esta recámara es el Metal Health de Quiet Riot. Una tía abuela que vivía en San Diego se lo trajo a mis tíos maternos, eran los rockeros de la familia. Después de descubrirlo en el cuarto de ellos, y escucharlo muchas veces, el disco terminó en mi casa. Había algo en él que me sacudía cada vez que lo escuchaba, no era síntoma de rebeldía, era algo más cercano a la sensación de sentirte fuerte. Luego recuerdo enterarme que uno de sus guitarristas, Carlos Cavazos, era de origen mexicano y eso detonó una sorpresa mayor en mi porque para mi edad era imposible imaginar alguno de esos músicos ligados a mi país. Yo los veía como si fueran de otro mundo, y con eso las distancias se acercaron. Cuando vinieron a México salieron en un programa de TV junto a René Casados, y fueron meses de estarle pidiendo a mi mamá unas mallas de rayas blancas y negras como las que traía el vocalista. Desde luego que nunca me las compró, e hizo bien.
Dylan ahora canta “Hurricane”, me sé la historia y no dejo de pensar en la similitud con “Los dos amigos”. Ambas son crónicas musicales, cuentan una historia en un contexto histórico y social. ¿Acaso será que Dylan sea el tercer cadete, o que los cadetes sean los Dylan mexicanos?
Suena la notificación del whatsapp, es hora de ir a la prueba de sonido.