La distancia entre la luz y la penumbra
Quiero creer que ciertos artistas reciben una recompensa plena con el sólo hecho de componer y grabar, que lo que venga después ya es algo secundario; no de menor importancia, pero diferente. Por un lado, está el arte y por otro el éxito comercial o masivo. Y es que después de Rugen las flores, editado en 2015, todo era incertidumbre con el grupo vasco. La parte financiera no les sonreía y cada uno de sus miembros probó suerte con distintos proyectos.
Ricardo Lezón (compositor, voz y guitarra), por su parte; grabó un disco a medias con The New Raemon (Lluvias y truenos, 2016) y debutó como solista (Esperanza, 2017). Pero los vínculos creativos y de amistad entre los músicos seguían ahí y en un momento dado el líder y compositor les avisó que tenía un puñado de canciones que sentía que debían ser grabadas por la banda. Cuando hay voluntad y deseo siempre surge la manera de lograr las cosas. Y aunque uno de ellos ahora vive en México, aprovecharon las fiestas de fin de año para irse al estudio.
Es decir, McEnroe como grupo experimentó la distancia física entre sus integrantes, pero también esa parte temporal que transcurrió entre un disco y otro. Casi era improbable que La distancia (Subterfuge, 2019) –su séptimo álbum- existiera, pero sus 9 canciones ya se han editado y una vez más se encaminan hacia ese elogio de la lentitud (en cuánto a los ritmos) y la intensidad emocional (de las letras y melodías). A final de cuentas, tal y como se llama uno de los temas, se han dado de frente con “La gran belleza”, a partir del folk rock que les caracteriza.
¿Cuántos artistas pueden presumir que tras escuchar su música uno sienta deseos irrefrenables de tirar por otro poco de poesía? Tras dejar correr La distancia –con su propio peso poético-, han desfilado en mi memoria algunos otros nombres de poetas. A esos 42 minutos de música maravillosa ahora los conecto con el comienzo de Canción para franquear la sombra, del también español José Ángel Valente: “Un día nos veremos/ al otro lado de la sombra del sueño. Vendrán a ti mis ojos y mis manos/ y estarás y estaremos”.
Es como si yo contrajera un profundo compromiso para con este álbum; de volver a él una y otra vez. ¿Cómo resistirse a “La gran belleza? Un tema en que la evocación de un árbol en una tarde agosto te ofrece un poco de “sombra y fe, luz y penumbra”, y de pronto te instala en un cafecito de Berlín. En el fondo un bajo groovea con gallardía y las guitarras juguetean con un vetusto Hammond. Nada más hace falta; todo es plenitud.
De los versos de Valente y pensando en otro tema delicioso como “La distancia del Lobo” (“Hay un lugar al que nunca voy por miedo a quedarme”), los quiebres de la mente me llevan hasta el catalán Pere Gimferrer, que en By love possessed anota: “Me dio un beso y era suave como la bruma/ dulce como una descarga eléctrica”.
Entonces caigo en “Asfalto (libres los animales)” –quizá el núcleo del álbum-; que es una historia que Ricardo vivió con su hija y que luego convirtió en una canción para que fuera cantada desde su perspectiva y a través de su propia voz. Jimena Lezón nos coloca “frente a un campo de trigo/ bajo un cielo de bronce” para escuchar una conversación sobre “piedras y caminos” y “seguir sus huellas en la niebla”.
No extraña pues que Ricardo ya tenga publicados varios libros; Los minúsculos latidos (relatos) y Extraña forma de vivir (poemas), entre ellos; ya que sus canciones están llenas de una belleza que va de lo bucólico a lo intenso (como la portada de La distancia); de repente se halla en un momento de remanso en medio de la naturaleza y algún minúsculo detalle prende la mecha de una intensidad que va creciendo gradualmente y llevando sus piezas; en “Luz de gas”, por ejemplo, el detonante son las canciones portuguesas, so pretexto de una pareja que emprende una caminata tras unos buenos vinos y en la que sintetiza su filosofía de vida: “Sólo importa lo pequeño/ los ángulos imperfectos”.
En una conversación para Mondosonoro, Javier Escorzo le menciona a Lezón, que en el boletín de prensa se dice que: “La distancia son nueve canciones de amor. Siempre son canciones de amor” y entonces le inquiere: ¿No se puede escribir desde otros sentimientos como el odio, el rencor o la rabia? A lo que responde: “No, a mí no me interesa escribir desde esos otros sentimientos que citas. Toda la música que he escuchado en mi vida eran canciones de amor y es lo que me llama. Creo además que lo abarca todo. Alguna vez nos han preguntado si no hacemos canciones políticas y, en realidad, la política empieza en el amor, no hay nada más político que eso… es que el 99 % de las canciones que he escuchado en mi vida era de amor. Pienso en The Cure, The Smiths… Al final acabas hablando de amor… lo único que merece la pena”.
Así es como Ricardo Lezón reunió a sus viejos cómplices –la banda lleva 17 años junta- y casi sin darse cuenta superó un parón que parecía indefinido. Juntó a músicos que viven en Soria, Marbella, Bilbao y México, y organizó dos momentos de grabación – la primera en Vizcaya y la segunda en los estudios La Mina, en Sevilla-. Al final, La distancia es como esa “extraña fruta” a la que Gimferrer versaba, porque ahí está también la dulzura de “Cerezas”: “luz en el alba y rocío en las calles / mirándonos la catedral / besos, silencio, bailan los cerezos / dicen que hoy nevará / briznas de hierba en tus manos de estrella…”.
McEnroe no es un grupo que conozca de prisas, pero sí de vértigo sentimental y de una observación exhaustiva de la naturaleza; sus canciones casi son cuadros musicalizados o cuentos tristes que suenan en los tejados. Ricardo Lezón y compañía extraen la esencia de esa experiencia extrema que se llama vida y la transforman en un precioso y huidizo arte musical.