Aún recuerdo el ruido rosa que se escuchaba al navegar entre una emisora y otra buscando que apareciera alguna canción. Ese ruido es parte de un recuerdo que no dice nada y a la vez evoca una época que ya pasó. Tenía alrededor de seis años y antes de dormir escuchaba Radio Kono, estación regiomontana que transmitía rock en inglés.
Uno de mis más remotos recuerdos es estar acostado en la cama, un día entre semana, con la luz apagada y a un costado de la almohada un radio pequeño en forma de cajetilla de cigarros. Cuando levantaba la tapa había un sintonizador en forma circular que servía para buscar alguna estación en AM.
Ahí descubrí a The Police, DIO cantando “Rainbow in the dark”, Culture Club, Toto y Joan Jett, entre otros. Pero hubo otro descubrimiento que hice y afectó de manera importante mi vida sin saberlo en ese momento: los locutores.
Escucharlos hablar con tanta pasión sobre las canciones que programaban me hacía sentir que estaba atendiendo algo importante, pero además sentía que me lo estaban compartiendo a mi, antes de dormir, y que un mundo nuevo se mostraba cada vez que encendía ese pequeño radio. Para mí era fácil imaginarme en alguna otra ciudad o país desconocido gracias a los datos que ellos daban antes de cada tema; hacían que algo conectara entre la canción y yo y se creara una cercanía. Era tan sentido escuchar las canciones como escucharlos a ellos hablar, y fueron muchas las veces que estando en la regadera, mientras el agua caía sobre mis hombros de niño, tomaba el bote del shampoo como si fuera un micrófono y me ponía a imitarlos.
Luego comencé a llamar a las estaciones para pedir alguna canción. Había que estar con la grabadora y el cassette preparado para ponerlo en marcha en cuanto el locutor dijera tu nombre y pusiera el tema que habías pedido. Cuando eso ocurría te sentías único, escuchado, y te daba la sensación de que no estabas solo, que alguien desconocido detrás de esa bocina escuchaba tu pedimento y te hacía más placentera la noche.
El locutor era una especie de capitán en un barco navegando sobre un océano de música, así que uno como tripulante se dejaba llevar por entre las aguas musicales. Uno confiaba en ellos y en su gusto musical.
En ese entonces el locutor era una especie de capitán en un barco navegando sobre un océano de música, así que uno como tripulante se dejaba llevar por entre las aguas musicales. Uno confiaba en ellos y en su gusto musical. Uno aprendía y conocía más música gracias a ellos porque no había internet ni otra forma de descubrir discos y artistas más que escuchando la radio.
Pasé muchas noches atento a Hi Tech con Pablo Flores y descubrí música exquisita. Lo escuchaba con atención porque sabía que esa noche habría algo diferente que aparecería para quedarse conmigo formando parte de mi soundtrack personal. Cuando comencé a conocer más de jazz fue gracias a Radio Nuevo León y su programa “Esta Noche Jazz”, así como de rock en español en Energy 99 cuando llegó la oleada de españoles y argentinos.
Adrián Peña, Poncho Álvarez, Lacho Pedraza, Polo Álvarez, Álvaro Suarez, Gregorio Bernal, Poncho Saldaña y hasta Juan Ramón Palacios, son locutores de quienes aprendí sobre grupos y canciones, pero también la pasión por escuchar y compartir música. Ellos marcaron indirectamente mi vida y estoy seguro que las de muchos otros.
Sin embargo, hoy en día la brecha entre la radio y los escuchas cada vez es más larga, y no porque el medio esté obsoleto, como muchos dicen. Lo que sucede es que las estaciones hoy en día buscan locutores que entretengan y no aquellos con bagaje que puedan compartir y enseñar. Los radioescuchas pasamos de ser cómplices a simples clientes desatendidos, porque hoy en día si te escuchan es solo para hacerte alguna broma o hablarte en doble sentido.
Hay quien se pregunta qué sería de una sociedad sin música, y yo preguntaría, ¿qué hubiera sido de la música sin esos locutores cómplices?