Parecería absurdo, pero a Doña Lola le da miedo progresar, ya que entre más gane, más perderá. La primera vez que comí en su puesto le pregunté: “Qué hará mañana?”. Y me respondió: “No sé”.
Por: Gabriel Contreras
Parecería absurdo, pero a Doña Lola le da miedo progresar, ya que entre más gane, más perderá.
La primera vez que comí en el puesto de Doña Lola le pregunté: “Qué hará mañana?”. Y me respondió: “No sé”.
Doña Lola mira al horizonte y sonríe. Intuye que algo está pasando, pero no sabe bien a bien qué es.
Ella vende empanadas de queso, de pollo y huitlacoche. Tiene un puesto armado con plásticos sucios, cubetas y mesas de lámina. Nació y vive en Puerto Morelos, Quintana Roo. O tal vez es veracruzana y no me lo dijo. Tiene más de sesenta, pero se pinta las canas hasta tener el pelo anaranjado como el Pájaro Loco. Buena persona.
Doña Lola gana muy poco, pero de ese poco tiene que darle su tajada a unos señores sin nombre, con barba, sucios, que pasan puntualmente en sus autos y le piden su colaboración.
Por cierto, los periódicos dicen que hay muchos cadáveres regados en las noches de Cancún, Playa del Carmen y en la misma Carretera Federal. Son taxistas, contadores, mensajeros de DHL, informantes y meseros. Unos acaban con una bolsita de plástico en el asiento. Son hasta tres muertos por noche, y siempre con varios calibres por cuerpo. O sea, los que los ejecutan son comandos, no tiradores solitarios. Esos cadáveres son los que en realidad asustan al turismo, no el Nazi Ruso, no el sargazo, son los cadáveres.
La verdad es que a ella no le conviene ganar más, porque “entre más gano, más tengo que darles”. Ella tira a ir sobreviviendo y lo logra.
A veces tiene miedo, pero se aguanta. No duerme bien del todo, y a veces “de plano no descanso”.
Doña Lola no tiene dinero para una camioneta ni para un local. Carga con sus tubos en un triciclo bajo el solazo, y así instala su tenderete todos los días. Su hija, una jovencita con un cuerpazo tipo choca, le ayuda, pero como que se apena de que la vean ahí. Su marido, el de Doña Lola, ese mejor ni mencionarlo.
Los albañiles, los de Agua Kan y los trabajadores de la CFE, son fieles clientes de Doña Lola: les da buen precio y les tiene siempre refrescos helados y hasta gelatinas. Golosos. Consentidora.
El día que llegué a su puesto por segunda vez, me comí unas empanadas de huitlacoche. Estaban riquísimas, solo que me enfermé del estómago y acabé con unos dolores inmensos. Ese día le pregunté de nuevo: “¿Qué hará mañana». Ella, sonriente, me contestó: “¿Me creerías si te digo que no tengo idea?”.
Tres días después me pude levantar, y acudí de nuevo. Preferí comerme unas enmoladas de pollo. Pensé que me enfermaría otra vez, pero inesperadamente libré bien la noche. Quise preguntarle lo de siempre, pero me pareció tonto hacerlo. Era ya cosa de mal gusto insistir. Total, ya sé que que ella no sabe qué hará al día siguiente. El delito, la noche, los precios, ser asesinado, un accidente, morirse. No se sabe. De veras no se sabe. Nadie sabe, en este país nadie sabe nada. Ni Doña Lola, ni nadie.