La vida está llena de preguntas personales. ¿Quién soy? ¿Qué carrera elijo? ¿Me caso con esa mujer? ¿Debo convertirme en padre? ¿Para qué chingados escribo? ¿Realmente tengo algo que decir? Y de esa manera—angustiados, sin tiempo, llenos de nervios— nos vemos obligados constantemente a tomar decisiones. La decisión de seguir a un equipo parece de las más inocentes. Nadie asume que ponerse una camiseta de futbol puede llevarlo a la muerte. Excepto los barras, los ultras. Los decididos, podríamos llamarles así.
Los decididos de cualquier movimiento conservan el recordatorio de que sus actos pueden atraer consecuencias indeseables: pobreza, cárcel, enemigos, lesiones. Y a juzgar por la información que circula en los medios, Rodolfo Manuel Palomo Gámez fue un decidido la tarde del domingo pasado. Y hasta este momento en que respira en estado crítico sobre la cama de un hospital, lo sigue siendo.
Ni la patria ni la familia parecen ofrecer ya una verdadera identidad a la cual aferrarse. Porque para soportar los embates de este mundo uno tiene que aferrarse a algo. Lo que sea. Y sin un rasgo sagrado que nos defina, quedamos huérfanos ante la oferta de estilos de vida que hay en el mercado de la autoestima. Quizá Manuel alguna noche entre amigos juró que de presentarse la situación, estaba dispuesto a sacrificarse en nombre de lo que a él, con su juventud de veintiún años, le resultaba sagrado. Quizá al intentar escapar mientras un montón de contrarios le pateaban la cabeza, se arrepintió. ¿Qué diría Manuel ahora si tuviera palabras? ¿Es Manuel un mártir? ¿Es sólo otro culpable con menos suerte?
La suerte trágica que encontró Manuel en una riña, la han encontrado muchos decididos de tribuna en muchos otros lugares, incluidos paraísos modernos que tomamos comúnmente como ejemplo y llamamos primer mundo. La teoría de que el futbol es un fiel reflejo de la sociedad en la que está inmerso se tambalea un poco cuando nunca hemos contado decapitados afuera de los estadios de Nuevo León y en sus calles sí. Cuando los estadios de México son catalogados como recintos de “ambiente familiar” y sus calles no. La tribuna puede llegar a ser un país aparte. Y la cultura de tribuna es capaz de seducir a cualquiera.
En Argentina existe el célebre caso de los Schlenker, dos hermanos rubios que comandaron la barra brava de River Plate hace más de una década, viniendo de una familia acomodada, con estudios universitarios y looks para adueñarse de la portada de una revista de sociales. Al grupo de los Schlenker le apodaban La Banda del Yogur, debido al comportamiento “sano” de sus integrantes, varios de ellos alejados de los vicios, ocupando su tiempo fuera de la cancha en levantar pesas, jugar futbol o practicar artes marciales. Ahora ambos ex líderes luchan por salir de prisión. A pesar de sus privilegios y oportunidades, eligieron la barra.
La decisión de seguir a un equipo parece de las más inocentes. Nadie asume que ponerse una camiseta de futbol puede llevarlo a la muerte. Excepto los barras, los ultras. Los decididos, podríamos llamarles así.
¿Drogarnos nos orilla a delinquir? ¿La sobriedad nos salva de ser psicópatas? ¿Es la violencia un síntoma de hombres poco inteligentes? Las instituciones públicas son el primer ejemplo de delincuencia organizada. Cargan con ese ejemplo también varias organizaciones privadas, algunos medios de comunicación y varios “clubes” de futbol. Hoy muchos profesionistas, algunos de ellos exitosos, contemplan en sus gastos del fin de semana su alegre dosis de caspa del diablo, entre otras sustancias. En la guerra hay códigos de honor que se predican, pero no se respetan. Las estrategias detrás de un ataque salvaje pueden ser complejas, astutas. La ciencia detrás de un arma que expulsa una bala que despedaza un cráneo parece cualquier cosa menos primitiva. ¿Cuántas violencias más sutiles, mejor planeadas, suceden antes que la piedra lanzada aplaste la cabeza de un joven?
Si la muerte, las drogas y el vandalismo regresan como tema principal a los medios de comunicación se debe en gran parte a que la sangre salpicó las camisetas, salpicó al negocio y nos salpicó a todos los que le tenemos un cariño tan especial al futbol regio que le regalamos algunas horas durante la semana y mínimo otras dos durante sábado o domingo. Pero las historias nunca se cuentan completas. En ningún lado (ni aquí en esta hoja). Es imposible. Por mero instinto de supervivencia al relatar tendemos a omitir detalles que podrían generar cuestionamientos más incómodos. Lo innegable es que el 117 fue de los clásicos más tristes que hemos vivido. El 117 no lo gozamos, lo sufrimos. Aunque apelando a la sinceridad descarada, ¿realmente nos acongoja lo que sucede en los barrios de Monterrey? La noche en que Damián Álvarez se despedía en el Universitario la gente coreaba los goles de su hijo Nicolás. Mientras unas horas antes había circulado la noticia sobre el hallazgo del cadáver de Anita Lizbeth. Dos niños: misma ciudad, mismo día, dos contrastes. ¿Es de sorprendernos un apuñalamiento en una vía pública, en una avenida como muchas otras donde los ciudadanos transitamos de malhumor, ahogados en deudas, frustrados en muchos sentidos, desesperanzados?
Ricardo Garibay escribió una crónica en los años 80 luego de recorrer varios puntos de la ciudad: San Pedro, Cervecería, La Coyotera, Fomerrey, Las Brisas, La Purísima, La Indepe, etcétera. En esa crónica la observación aguda de Garibay resultó profética:
“Ciudad enorme y humosa, gris y plana, ardiente. De enero a diciembre flotan pesadamente desde fundidora inmensas nubes color ladrillo que avanzan lloviendo polvo negro, veneno en el más alto grado, y en las colonias aledañas a la fábrica, vecinos clavan letreros de protesta tan inútil como exasperada […] Aturde Monterrey porque, ¿no es la esperanza de la patria?, ¿no aquí prospera la condición mexicana del futuro? Pues esta ha sido la sorpresa. Monterrey, ni la de la pujanza industrial, el bienestar, la fuerza, el despertar de la nación, sino Monterrey la de los pobres que estallarán. El milagro al revés. Estallarán, no cabe duda. Aquí se gesta una explosión de violencia y anarquía.”
La avenida Aztlán quedará en la memoria regiomontana porque, en un hecho inédito, miles, quizá millones, de personas veíamos al mismo tiempo en la tarde de domingo, el video de una brutal golpiza que hasta ahora, por fortuna, no ha culminado en asesinato. Porque no es lo mismo escuchar los horrores diarios que presenciarlos aunque sea través de la pantalla del celular: cosas de la tecnología. La avenida Aztlán que quedará en la memoria regiomontana también está siendo utilizada (por unos cuantos pero los hay) con oportunismo para sobajar no solo a un partido y dos aficiones, sino a toda una ciudad, una idiosincrasia. Habrá que refrescarle la memoria a aquellos supuestos compatriotas: la violencia ha permeado al futbol mexicano desde muchas aristas. Rubén Omar Romano pasó dos meses secuestrado en la capital cuando fue técnico de Cruz Azul. Una balacera afuera del TSM hizo correr para buscar refugio a jugadores y aficionados en Torreón. Salvador Cabañas casi es asesinado de un balazo en un conocido antro de la CDMX. Y la lista podría continuar.
La avenida Aztlán quedará en la memoria regiomontana porque, en un hecho inédito, miles, quizá millones, de personas veíamos al mismo tiempo en la tarde de domingo, el video de una brutal golpiza que hasta ahora, por fortuna, no ha culminado en asesinato.
La cobardía, el abuso y el cinismo son plenamente identificables. Dicho esto, ¿puede volverse oportunista el linchamiento mediático de uno o dos involucrados en una batalla campal? Al decidir ingresar en serio, comprometiéndose, a ese sector de la tribuna, un joven firma un contrato no explícito donde su vida queda de por medio. No necesariamente porque tenga ganas de agredir o de ser agredido de inmediato. Sino porque los riesgos sobran y la muerte puede llegar de formas diversas: un accidente de tránsito, el porrazo de un policía, las “manos” (piedras, cuchillos, armas) de un rival. ¿Qué elemento sagrado encuentran los jóvenes en las barras que los hay quienes incluso sufriendo de salud continúan siguiendo a sus equipos?
En la película Raza Brava (2008) se documenta una pizca de la historia del Kunta, un barra del Colo Colo (Chile) que quedó parapléjico de una puñalada en la espalda. De los primeros hábitos que retoma el Kunta al salir del hospital es volver, en silla de ruedas, a la grada del Monumental para alentar con la Garra Blanca. El funeral del Kunta se hizo en ese mismo estadio con bombos, banderas, bengalas y cantos. ¿Es posible que exista el colorido en la tribuna sin violencia, sin muerte? ¿A cuántos jugadores los motiva salir a la cancha bajo un ambiente como ese?
Estar vivo es sumamente angustiante porque implica demasiadas preguntas cuyas respuestas no ofrecen ninguna certeza. Y de esa manera: angustiados, sin tiempo, llenos de nervios, nos vemos obligados constantemente a tomar decisiones. Algunas decisiones nos permiten años de introspección, como hincarse ante una pareja y ofrecer un anillo de compromiso. Otras, dejan apenas milésimas de segundo para acometerse, como la de bajar de un camión para adentrarse en un choque entre integrantes de Libres y Lokos y La Adicción.
Se sigue hablando de apostar a la educación como agente de cambio. Nadie duda que sea una apuesta correcta. Sin embargo, ¿los adultos mayores de treinta años acaso reflexionamos sobre cómo ha cambiado la educación? A los más jóvenes –y a otros más viejos también– los termina educando el internet y la globalización a marchas forzadas, mientras el papel que los acredita con un título parece destinado a empolvarse en algún rincón de su casa. ¿Además, acaso no son los delincuentes de cuello blanco, egresados de universidades de prestigio? ¿El título le impide a alguien delinquir? ¿Acaso vale la pena realizar un esfuerzo por tratar de salvar algo que parece en estado de putrefacción? ¿Qué mierda es todo esto? ¿Qué inercia nos arrastra?
Son preguntas.
Incluso en la era del individualismo exacerbado, desde cierta perspectiva cada quien elige al final los colores a los cuales se entrega. Puede ser el color verde (del dinero), el negro (del poder), el celeste (de lo divino). El Auriazul. El Albiblanco. Quizá al instante del enfrentamiento, debajo de los insultos y las mentadas de madre, retumbaban los bombos en las entrañas de cada uno de ellos. Quizá en esos Tigres y Rayados que caminaban sobre avenida Aztlán antes de que se pudriera todo, retumbaba en sus entrañas un popular cántico que más de un aficionado, a lo largo y ancho de Latinoamérica, ha entonado alguna tarde desde su asiento, sin la intención claro está, de matar o morir:
La que deja la vida por los colores
La que le pide huevo´ a los jugadores
Para ser campeones…
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