Si Veni Vici Vici no hubiera compuesto Viviendo de noche, nadie recordaría al dueto madrileño. Es probable que la mitad de quienes han entonado la canción, ni siquiera sepan de quién es.
Aunque esta noche no voy en auto, sino a pie, espero que la madrugada no me enseñe su mala cara.
Son las 10 y hace media hora, la guía nos vino a dejar al hotel. Mis compañeros de expedición decidieron ir a conocer los bares de la Gay Village, esa avenida sobre la que se ubica la famosa Capilla de la Esperanza, dentro de la Saint-Pierre-Apôtre, dedicada a las victimas del Sida.
No tengo ganas de dormir pero sí de meterme en problemas. En realidad sólo quiero una cerveza, pero los contratiempos siempre aguardan a la vuelta de la esquina a quienes se salen del guion. Los encargados de prensa del nos recomendaron no trasnochar, porque al día siguiente pasarían por nosotros a las 8 para llevarnos a surfear al Río San Lawrence. Será la primera parada del apretado itinerario durante el segundo día de este viaje para perodistas, organizada por el Ministerio de Turismo.
Me olvido de la chamarra porque estamos en verano y acogiéndome a las palabras de The Police, le ruego a mi santo laico el doctor Hunter Thompson, que me traiga la noche y una buena historia para contar.
Montreal huele a mariguana. Desde su legalización en 2019, es común que uno encuentre gente fumándola en la calle, afuera de los cafés o mientras pasea a su perro. A las 9 de la mañana abren las tiendas y desde una hora antes comienzan a formarse las filas integradas por nuevos y veteranos fumadores.
Así que entre las nubes personales de estos sibaritas de la cannabis, llego a la encrucijada de las Rues Montagne y Maisonneuve, donde se mantiene en pie el Wanda’s, uno de los clubes de strippers más célebres de la ciudad. Se cuenta en tiempos de la Formula 1, los after shows entre sus muros alcanzan niveles épicos de salvajismo. Igual que en Chisme de zorro de los Babasónicos, espero decirle a mis compañeros de viaje que si no me encuentran en mi habitación al día siguiente, “y búscame hacia el final de la noche por un río de escotes”.
Cuando era niño, me gustaba hurgar en el cajón de mi tío León. Era un ranchero cuarentón, mezcla de nerd y chavorruco, al que le gustaba guardar historietas de detectives. La fachada del Wanda’s parecía sacada de alguna viñeta de su colección. Un edificio de dos plantas y arquitectura art déco cuya pintura la ha ido destiñendo lentamente el tiempo.
Me sorprende que luzca como un animal muerto, igual que si aún estuviera cerrado. No hay un cadenero, como imaginé, que controle el flujo de noctámbulos al interior, porque al final somos sólo unos cuantos los aferrados a hacer guardia delante de la luna. Apenas cuento una decena de atrincherados cada uno en una mesa, con un trago como cómplice, mirando a una diosa de rasgos asiáticos realizar piruetas en el tubo de la pista.
Me apersono en la barra donde un cantinero parece que se tragará al mundo de un bostezo. Me despacha una cerveza y como si siguiera indicaciones de un director de escena, tomo asiento en una mesa. Hecho una mirada de reconocimiento y constato que, además de otros cinco llaneros solitarios, el resto de las sillas son ocupadas por bailarinas, esculturales todas, matan el tiempo en las pantallas de sus teléfonos mientras son llamadas a la pista.
Me aferro a su cintura como si de soltarme fuera a caerme en el cráter de un volcán. Apenas me entero que la canción ha terminado cuando ella me susurra al oído: “se acabó la canción, galán, ¿quieres otra?”.
–Hola, ¿cómo te llamas?– me pregunta en español, con acento porteño.
Cuando reacciono, ya se ha sentado. En menos de cinco minutos me entero de que se llama Bárbara y emigró hace 3 años de Buenos Aires a Quebec como estudiante. Su enorme sonrisa es la media luna de Chesire en la penumbra del club. Si no fuera por la tanga y el bra, la paisana de Maradona vendría desnuda.
Le digo que soy mexicano y ella dice que hace más de seis meses que no practica su lengua. Te refieres al idioma, bromeo y ella se muerde el labio inferior.
Una detrás de otra, suenan canciones de rock. Cuando el dj receta Mary Jane’s Last Dance pienso que así debe sentirse escuchar El rey en el Salón París. Bárbara es una pantera vestida de lencería que sabe jugar con su presa hasta que llega el momento de devorarla. Me invita al privado. Le contesto que no traigo efectivo, pero ella señala al fondo del salón donde un cajero automático aguarda igual que un robot jubilado.
–No sé si me tarjeta me retirar dólares canadienses– pretexto como quien dice que no sabe nadar justo cuando se encuentra en el extremo del trampolín.
–Déjalo a la suerte.
Recibo directo de la mano de Satanás, que habita dentro del robot en retiro, el importe exacto para viajar tres minutos al paraíso. La planta alta del Wanda´s está vacía de gente, pero ha de estar llena de secretos. Bárbara se quita el brasier y coge mis manos para dejárselas en los senos. Suena una canción que pensé que nunca olvidaría y sin embargo, mientras escribo estas líneas no tengo idea de cuál fue. Estoy seguro que no fue Viviendo de noche, pero quiero pensar que sí, que mientras la striper se restregaba contra el saludo marcial que mi anatomía le presentaba, por las bocinas escapaba un “en las curvas siempre derrapando”.
Me aferro a su cintura como si de soltarme fuera a caerme en el cráter de un volcán. Apenas me entero que la canción ha terminado cuando ella me susurra al oído: “se acabó la canción, galán, ¿quieres otra?”.
Me disculpo y me levanto. Termino el último trago de cerverza y corro la cortina, detrás de la cual sonríe amigable un gorilón que aguardaba para asegurar la integridad de la bailarina. Está tan desierto este club que ella misma me acompaña hacia la salida.
–¿De verdad no quieres otra?
Le digo que no y ella me besa suave y lentamente. Su boca es una fruta roja, rebosante de jugo. Me empuja entonces con cariño hacia la calle.
–Sálvate mientras puedas. Porque si te vuelvo a bailar, no te vas a ir nunca.