Prefiero que Hannibal Lecter se coma mis testículos
antes de volver a salir de gira con Mötley Crüe.
Dave Mustaine de Megadeth
No le podemos pedir más a un libro cuando contribuye a derribar cualquier tipo de prejuicio, cliché o aferramiento. Y mucho menos cuando el cañonazo se dirige a un entorno tan rígido como el del heavy metal, en el que abundan los Fans from Hell con una postura propia de un talibán. Qué mejor que las andanadas de autocrítica vengan desde la percepción de un protagonista a toda ley; alguien al que le ha tocado darse de frente con toda esa radicalidad desde diversos escenarios.
Y es que al inglés Andrew O’Neill (Portsmouth,1979) lo que le sobran son agallas; cuando le preguntan acerca de qué tiene de diferente su manera de contar la historia metalera a diferencia de las otras existentes; entonces, lanza un dardo preciso y bien envenenado: “Tiene sentido del humor y un compromiso con mis propias opiniones estúpidas”.
A estas alturas de la historia, internet nos ha cambiado hasta la médula y de sobra sabemos que con un rato de navegación y unos cuantos clicks podemos enterarnos hasta de los secretos más oscuros de cualquier artista –no se diga de los heavys-; a ello sumemos que existen algunas otras ediciones de consulta, luego entonces se reitera la pregunta: ¿por qué debería de hacerme de este libro?
Fundamentalmente, porque nos hemos dado cuenta que en muchas cosas de la vida –no sólo en el arte- es más importante el “cómo” que el “qué”, es decir, los datos duros son muy asequibles, por lo que es más importante la forma en que estos se interpretan. Para un autor es muy importante articular un discurso propio y el miembro del grupo steampunk The Men That Will Not Be Blamed For Nothing lo tiene y de sobra. En La historia del Heavy Metal (editada magníficamente por Blackie Books) toda la información necesaria se encuentra bien dosificada y resumida; lo que le da un toque extraordinario son todas las aseveraciones que hace un tipo muy comprometido con sus nociones y encantado de soltar juicios de valor, que son como thinner vertido sobre una hoguera encendida.
En un momento se plantea que si la música clásica mejora el coeficiente intelectual y la percepción espacial, ¿qué es lo que hace el heavy? De acuerdo a sus observaciones responde primero que: “1.- mejora tu tolerancia al alcohol. 2.- Te hace más sexy. Y 3.- Te hace creer que cualquier pasado fue mejor”.
Para luego saltar a una parte más seria: “El heavy metal es capaz de gran complejidad y sofisticación. Opera parcialmente en un nivel intelectual: sus ideas, los temas de las letras y el impresionante virtuosismo estimulan las zonas más elevadas del cerebro. Pero seamos francos: el heavy metal también opera en un nivel muy primitivo. Bueno, vale, casi siempre opera en un nivel muy primitivo. Es ruidoso, tiene un ritmo muy potente. Transmite emociones fuertes, a menudo agresividad. El heavy metal es visceral”.
Es fundamental, a la hora de ponderar el tono del libro al completo, tener en cuenta que básicamente se trata del traslado al papel del material que utiliza para su espectáculo de comedia monologuista y en el que se requiere de un inteligente y muy hijo de puta sentido del humor para sobresalir, o de lo contrario el público se marchara mentando madres por la pérdida de tiempo y el aburrimiento. Por el contrario, las casi 250 páginas del volumen que nos ocupa tienen la intensidad de una batería con doble bombo y contagian la emoción de un escritor que se ha dejado las entrañas al concebir el texto.
Las distintas etapas están ahí ordenadas cronológicamente y dan paso a la siempre compleja tarea de perfilar a los tantos subgéneros que caracterizan al heavy. No es sencillo explicar las leves diferencias entre algunos de ellos, pero O’Neill es tan claro y preciso como burlón y atrevido. Precisamente, de esta última característica se desprende una de las partes medulares del libro entero:
“Slayer, Metallica y Anthrax son tres cuartos de lo que se conoce como “los cuatro grandes del trash metal” (el cuarto es Megadeath). Es una expresión polémica, ya que se basa en los cuatro primeros grupos que consiguieron un contrato discográfico con uno de los grandes sellos, y no en la influencia real que tuvieron. Omitir a Exodus es algo imperdonable, y Testament, Kreator, Destruction y Sodom también merecen engrosar la lista”.
¡Que arda fuerte la hoguera de la polémica! Andrew no se anda por las ramas: “Ese mismo año (1986) Slayer sacó su tercer álbum, Reign in Blood. Para mí es el mejor disco de todos los tiempos. Dura veintiocho minutos y es sencillamente perfecto”. Se puede comulgar o no con tal aseveración, pero ello enfatiza la parte memorable del libro (por aquello de: ¡pero si es el libro ese del blasfemo!).
Aunque quizá lo verdaderamente incendiario se concentre en un apunte acerca de otro subgénero: “El death metal empezó como un intento de hacer la música más extrema posible. Prometía llevar lo extremo del heavy metal al extremo. Ser el summum del HEAVY. Y ahora es tan reconocible que resulta ser agradablemente familiar. Ha perdido casi por completo su capacidad de sorprender y conmocionar, ya que la óptica posmoderna, que lo concibe todo como arte, y la asimilación hipster de toda la música marginal como algo cool lo ha transformado en un género seguro y cuantificable. Lo han neutralizado, debilitado y desactivado”.
En esto último se concentra una análisis más riguroso y lleno de razón; no se trata pues de una hagiografía sino de una revisión de los contrastes y claroscuros que acompañan al metal. No puedo sino compartir totalmente la devastación que hace del glam metal y mamarrachos como Mötley Crüe y Twisted Sister (¡Una mierda del tamaño de un pino!). En su lugar, reivindica la obra de auténticas aplanadoras como Cannibal Corpse, Agnostic Front y Celtic Frost.
Andrew llegó al metal durante los años del grunge (en el 93) y es consecuente con sus filias: “aunque mantengo una relación de amor odio con ellos, Metallica sigue siendo la banda más importante de mi vida juntamente con Jimi Hendrix y Converge”. Le han sobrado arrestos para consolidar un libro tan riguroso como subjetivo –por raro que suene esto-. Ahí están expresiones tan extremas como el grindcore y el d-beat, junto a la escena escandinava, el legado de Ozzy y Lemmy y la parte demoniaca y satanista del asunto.
Quisiera destacar también la sinceridad y veracidad que consigue en el libro; no parece que tenga las exageraciones que requiere una presentación de stand up comedy –necesariamente efectista-; a fin de cuentas, nos quedamos con un músico conocedor, que además es sincero y chistoso: “Quería escribir un libro que gustara tanto a los más auténticos y entregados devotos metalheads, como a aquellos que no han escuchado nunca un disco de un grupo heavy, como mi madre. El problema es que todos los metalheads que conozco ya se han leído mi libro y mi madre aún no”.