La luchadora mexicana, en realidad, lucha por ser, y aunque pierda, gana, porque ella –desesperada de estar harta y harta de estar desesperada– mueve las manos, grita, insulta, provoca. La luchadora, siendo mujer, se atreve a subirse a la tercera cuerda, y genera desde ahí la ovación del público conocedor.
Por: Gabriel Contreras
“Aquí llegó su Mamá Lucha, y voy a ganar los precios hasta que queden en la lona”.
El detalle en realidad está en conectarse a YouTube y dar click en la imagen de una heroína gordita y enmascarada, ropa tricolor, que alza los brazos en señal de triunfo, sonríe y eleva la mirada con un feroz orgullo.
Ella no se cansa, ni se va a cansar, porque su corazón bombea a través de la técnica de stop motion. Su archivo de plastilina apunta hacia la trascendencia, y su coronación sería –obvio- convertirse en un loop eterno.
Mamá Lucha es hoy por hoy la luchona por excelencia. Recorre los pasillos de Bodega Aurrera y descubre, una vez más, que ahí el tomate por kilo está veinte centavos más barato que en Soriana (malditos hambreadores), y ni cómo compararlo con HEB (Oooooppsss), eso sería una locura. Ahora, una maroma inesperada. Atrapa una excelente oferta de cebolla, y compra el pan de dulce a tres pesos la pieza (en HEB está a 6.50). Mamá Lucha celebra que las figuras de Iron Man están a solo cuarenta pesos. “Eso es un ahorro garantizado”, piensa sin atreverse a decirlo, porque en febrero a quién le importa una figura de plástico.
A su modo, Mamá Lucha triunfa –o sueña con triunfar- en el ring de los precios, porque su gran enemigo, su amenaza mayor, son la carestía, la inflación eternamente galopante, la condición siempre mínima del salario mínimo, y sobre todo la ausencia de una carrera, un negocio o un trabajo bien pagado.
Para los deportistas, digamos, la lucha libre es punto menos que un deporte: vil faramalla, payasada envuelta en golpes, ritual sin formalidad, trofeos de cartón, triunfos arreglados, sangre de cátsup y jalea de fresa.
Para los actores, es -tal vez- una expresión de teatro menor: drama sin escuela, tragedia involuntaria, carpa, comedia que no se atreve a decir su nombre.
Pero para La Diabólica, Tiffany y La Chacala, el ring es todo y es más: la lucha es la vida misma. Ellas corporizan a Mamá Lucha sin proponérselo, y hacen de cada confrontación en el ring una muestra de empoderamiento, desesperación y ganas de vivir.
Las luchadoras –hablemos de género- ejercen un eterno diálogo con el silencio, repartiendo su tiempo entre lavar el uniforme del niño, freírse unas migas con huevo, y aplicar un látigo, una ojiwaza.
La lucha de estas gladiadoras no es una metáfora, ni un gesto teatral, desgraciadamente. Ellas acuden a la supertienda, y el anuncio en la entrada les revela que el aguardiente está a veinte pesos en botella de plástico, el chocolate Aurrerá es más barato que el Abuelita, pero lo esencial es esencialmente caro, por ejemplo el azúcar, el café, los refrescos.
“Ella es Doña Lucha”, nos dice el anuncio. “Una mamá como muchas, que lucha por su familia, pero tiene una identidad secreta: ella es la mamá luchadora de Bodega Aurrerá”. La heroína gordita y cuarentona recorre los pasillos de la tienda con su carrito por delante, y constata que esta tienda es la hermana pobre de Walmart, pobre para no decir miserable, y constata también que jamás conseguirá –ella- aquí unos quesos importados de Holanda o de Bélgica, ni aceitunas negras de la vieja España, ni aceite de oliva virgen argentino, pero eso no importa: ella sabe que su vida es esforzarse, y pone dos bolsas de fritos y una de chicharrones de harina en su decidido carrito.
“Ninguna otra tiende vende más barato”, lo dice el anunciador en el spot. “Bodega Aurrerá es la campeona de los precios bajos”.
Mister Lince mira a la cámara de Vero Lazos. Es básicamente un machista orgulloso de ser macho. Íntegro en su machismo, inamovible, entero, eterno. Así, él refiere que muchas luchadoras han “pasado por sus manos”, y aunque no hay ironía en sus palabras, es evidente que sí la hay. Él, Mister Lince, es un maestro de lucha en Monterrey, y está sentado en una mecedora, mientras Vero Lazos lo interroga para su película Las Gladiadoras. Él aprovechará esa plataforma de pixeles para desplegar lo más tradicional del pensamiento autoritario, sin detenerse a observar la condición difícil, dura y férrea de la vida de todas esas personas que, a pesar de ser mujeres, han decidido convertirse en gladiadoras de género y retar al machismo en el gran escenario de la misoginia: el ring.
En otro spot de la supertienda, Adela Micha entrevista a Mamá Lucha. “¿Qué te inspira, qué te llena, qué te hace ser la Mamá Lucha de México?”
El gran contrincante de Mamá Lucha es la fortuna malhabida de Javidu, los desfalcos de Medina, la casa blanca de Peña Nieto, es decir: el sistema de desigualdad que estructura al Estado mexicano, y que hace del gobierno no un representante, sino un feroz explotador de la población, en un orden de castas, en el cual los Meade, los Ebrard, los Videgaray, los Salinas, los Calderón, los Azcárraga y los Slim viven un país orondo y lujoso, mientras los otros –nosotros- pagan –pagamos- esos privilegios con el sudor de su frente, sufriendo el país que ellos gozan.
Pero lo cierto es que las luchadoras acuden al ring acompañadas de sus niños, y ellos están felices de que su mamá tenga ese oficio, porque de alguna manera les permite vengarse –en un acto poético- de siglos y siglos de sometimiento mexicano, aspirando a romper los estereotipos de Marga López, Silvia Derbez, Sara García y Katy Jurado en cada chingadazo. La luchadora mexicana, en realidad, lucha por ser, y aunque pierda, gana, porque ella –desesperada de estar harta y harta de estar desesperada- mueve las manos, grita, insulta, provoca… La luchadora, siendo mujer, se atreve a subirse a la tercera cuerda, y genera desde ahí la ovación del público conocedor. La luchadora es Mamá Lucha, y aunque nunca le gane a los precios, se da el permiso, ella, tan mujer, cuando menos, de mentarle la madre al machismo.