El Porvenir nos dio la certeza de que habíamos ingresado a una institución de carácter sagrado, mítica, mágica. Eso nos obligó, hablo por mi generación, a tratar de mantener la dignidad de un edificio casi en ruinas, literal como metafóricamente.
Hace calor en Monterrey un día de 2006. Busco empleo y el mediodía me vence. Cinco solicitudes como docente de humanidades, también mi número celular en una librería del centro. Las negativas en el rostro de los entrevistadores y el smog de la ciudad me dejan exhausto. Veintidós años, estudiante, desempleado.
Washington y Galeana bajo los gajos del sol en el cielo. Sólo soy otro muchacho que quiere sombra, ingreso al #344 Sur de Galeana, donde una anciana de gafas estrambóticas me notifica: solicitan reporteros para la sección de “Culturales”. Dejo mi hoja amarilla en sus manos y en menos de un mes ingreso al mundo mágico del periodismo.
Me recuerdo, orgulloso, hablando del reporteo a mis amigos afuera de algún aula en la Facultad de Filosofía y Letras, y ver a mis profesores ensoñar al contarme sobre los “viejos y glorioso días de El Porvenir”. Y ese pasado majestuoso tenía una base sólida en mi memoria, pues recuerdo el brío que causaba la presencia del reportero del periódico de “el caballito”, en la concentración previa a nuestros duelos a muerte en las finales del futbol americano infantil.
En mi mocedad, hicimos una visita escolar al edificio. Entonces conocí el olor al papel y tinta, mismo que trataba de evocar cuando investigaba como estudiante y encontraba que la mayoría de mis ídolos literarios locales habían dejado su firma en las páginas del importante diario.
Al recordar estas imágenes me doy cuenta que El Porvenir nos dio la certeza de que habíamos ingresado a una institución de carácter sagrado, mítica, mágica. Eso nos obligó, hablo por mi generación, a tratar de mantener la dignidad de un edificio casi en ruinas, literal como metafóricamente, teniendo como profesores inmediatos a personajes que llegaron a recibir órdenes de lo más selecto del periodismo norestense.
Y es que El Porvenir hizo escuela al distinguirse como un medio crítico y contragolpeador de las élites del poder. Cabe recordar que desde su fundación, el 31 de enero de 1919 -igual que mi nacimiento y la inauguración del Colegio Civil- se distinguió como un medio poderoso, legible, crítico, donde las plumas más finas llegaron a aparecer entre sus páginas.
Si bien los cambios administrativos obligaron al periódico a tomar otros rumbos, el espíritu combativo, libre, creativo y artístico nos tocó de chanfle, dejando un estilo o sabor único, como una marca de casa que confirmaba la magia de un pasado esplendoroso. Reafirmé mis sospechas de la niñez, mi inquietud de juventud, mi formación en la adultez.
Nunca he ido a Roma, pero he visto el Coliseo en el patio de máquinas de «El Porve», ahí donde los leones de acero hunden sus garras en el blanco papel de los prisioneros. Una explanada de ruinas antiquísimas, escritorios soportando computadoras trabajando sistema MSDOS mientras cae del techo de vez en vez un gato panzón.
Sí, fue como pisar el estadio de un grande, jugar para él, ser la esperanza anónima de una afición lectora que se niega a seguir los temas del trendingtopic y la bufonería; y de vez en cuando meter gol en esa cancha y de locales, para celebrarlo directamente en El Barrio o el Mesón Estrella, entre tragos de cerveza y música alternativa, vivo retrato de los muchachos temerosos a lo que trae la mañana.
Y quise soñar con que había llegado a un sitio donde podía aprender cualquier cosa; desde tolerar una ofensa hasta soportar una bala, todo a través de las páginas magistrales de la sección Cultural, donde junto a Gustavo, José Juan, Daniel, Héctor, Ricardo y David, todos comandados por Nora Velázquez, nos considerábamos los defensores de la última sección cultural de la metrópoli. Hice deportes, espectáculos, policíaco, abogados, sociales, perfiles, entrevistas, crónicas, poemas, cuentos, anécdotas con extensión libre que entrenaron mi creatividad literaria para resolver el texto. Nos enseñó a escribir.
Fueron años de aprendizaje en una ciudad que comenzó a caerse a pedazos a punta de corrupción y metralla; y mientras otros medios trataban de manejar el nuevo mercado del periodismo digital, en El Porvenir, por lo que cabe a los reporteros de cultura, nos seguían interesando las historias bien redactadas, y sobre todo la anécdota, la gran anécdota del periodismo cuando fuimos más jóvenes, de la cual conservo la casaca.
A cien años de su fundación, el potro ese sigue galopando, si no a campo traviesa, con paso firme, tanto, que cada que cruzo por la esquina de Galeana y Washington, levanto mi mano izquierda y le hago al bobo. Larga vida, El Porvenir.