Parecería fácil pensar que los platillos de cocina viven una vida más o menos normal y autónoma, es decir ajena a los privilegios o los descalabros de la suerte.
Pero lo cierto es que los platillos gozan o sufren de un destino particular, capaz de convertirlos en materia favorita del gran público, o de darles muerte en un dos por tres.
Lo que estoy tratando de decir es que, así como ocurre con las tendencias educativas, la filosofía, la moda en el vestir o los negocios, los platillos de cocina viven sometidos a los vaivenes de la suerte, que ciertamente se divide en buena o mala.
Como no se me ocurre nada más en este momento, citaré aquí sólo dos ejemplos muy básicos para ilustrar esta arriesgada o loca o tonta hipótesis.
En Europa, es muy común acceder a un alimento hecho a base de carne y harina, conocido como kebab. El kebab proviene de Medio Oriente y goza de una cierta popularidad, es plenamente alimenticio y nutritivo, además de sabroso, barato y famoso. Gracias a esas virtudes, el kebab se encuentra casi en cualquier rincón de Europa, y forja de esa manera un puente constante entre la cocina mediterránea o alemana, por ejemplo, y las tradiciones árabes.
Avancemos. Hace un par de años, en el Barrio Antiguo de Monterrey, se abrió un negocio dedicado al kebab, e inmediatamente hice planes para asistir y disfutarlo plenamente. Por diversas razones no pude acudir al lugar de inmediato, y al final me quedé con las ganas, porque el negocio duró menos que una idea atinada en la mente de Donald Trump, y no supe más. Muchos años más tarde, me encontré un pequeño puesto en el que se vendían pastes, un delicioso postre proveniente del estado de Hidalgo. Estaba en pleno centro de Monterrey y había de carne, de manzana y de papa, recordando su lejano origen inglés. Este martes, quise probarlos nuevamente y me encontré con que habían sustituidos por un puesto de viles tacos.
Mi conclusión fue que la comida también puede ser víctima o beneficiaria de la suerte.