Comienzo a escribir mi nota un domingo 15 de marzo. Ya son casi las nueve de la noche afuera del Centro Universitario Teatral (CUT) de Ciudad Universitaria en CDMX. Las últimas gotas de una lluvia de este extraño marzo le dan un halo misterioso a los caminos elevados de concreto trazados entre la vegetación sobre el viejo Pedregal del Ajusco. Es muy probable que estos fines de semana de cultura rebosante en la ciudad hayan terminado hasta nuevo aviso con la amenaza del virus COVID-19 que tiene en jaque al mundo. Pero acabo de ver la más reciente obra dirigida y escrita por el maestro Hugo Arrevillaga, a quien le precede una fama ligada a la dramaturgia de su maestro libanés Wajdi Mouawad, que le hizo llenar salas de teatro hace no tantos años, con gente que no solía ir al teatro (como yo). Le acompaña también el reconocimiento labrado por sí mismo en la búsqueda de grandes historias, siempre cercanas a los cuestionamientos del sentido mismo de la vida.
En esta ocasión, atendiendo a la segunda invitación del CUT para dirigir el trabajo de titulación de la generación 2017, el maestro Arrevillaga se atrevió a retarse a sí mismo para lograr algo totalmente diferente a lo que hace 5 años realizó con la puesta Ventanas, una obra coral en la que un joven actor hablaba sobre la trascendencia de su profesión mientras se batía entre la vida y la muerte. Pero esta vez, una idea que le vino después de escuchar el disco Raro de la banda uruguaya El Cuarteto de Nos, hace 10 años mientras corría una mañana, comenzó a terminar de generar puentes en su cabeza para atreverse a hacer un musical; algo que no había hecho en más de 20 años de trayectoria dirigiendo más de 50 puestas en escena con figuras como Karina Gidi, Arcelia Ramírez, Úrsula Pruneda, Manuel Bernal, Mariana Garza y Concepción Márquez.
Cuando conoció la música del Cuarteto descubrió que cada una de sus canciones eran una historia perfectamente trazada, que eso debería volverse una película o un musical en algún momento; pero entonces no escribía o no se terminaba de convencer de hacerlo él solo; por eso, con la ayuda de sus actores se dedicó a realizar un taller conjunto en el que a partir de ejercicios personales e ideas de cada uno de los 13 participantes, fueron hilando una historia alrededor de canciones como «Ya no sé qué hacer conmigo», «Así soy yo», «Nada me da satisfacción» o «Apocalipsis Zombie». Por otro lado, gracias a su formación humanista en la UNAM, el director guarda un gran bagaje literario y filosófico que lo hizo nutrirse del interesante análisis de la sociedad contemporánea que realiza el coreano Byung-Chul Han en tratados como La sociedad del cansancio o En el enjambre, donde se abordan conceptos como la anulación de la privacidad y la sensibilidad como una especie de contrato social en la era de las redes sociales. Otra gran inspiración de esta historia, según me contó el maestro Arrevillaga, viene de parte de uno de los clásicos de las letras inglesas: Herman Melville, con su famoso cuento Bartleby, que narra el devenir de un copista que de buenas a primeras se niega a trabajar poniendo en jaque a su oficina entera con la famosa frase: “Preferiría no hacerlo”.
Esta obra es una jovial, divertida, distópica y durísima crítica sociolaboral al interior de un piso de burócratas, (…) en donde el único motivo a seguir, además de no morirse de hambre, es poder quedarse con el cubículo 14, que es el único que tiene una ventana.
En suma, esta obra es una jovial, divertida, distópica y durísima crítica sociolaboral al interior de un piso de burócratas que conviven hacinados en un espacio donde la filosofía de vida ha sido enlatada en un tupper para resistir de 8 a 6 de la tarde, y en donde el único motivo a seguir, además de no morirse de hambre, es poder quedarse con el cubículo 14, que es el único que tiene una ventana. El trabajo en este lugar, que es una especie de mandala sin chiste repitiéndose a diario en cada una de sus aristas, solo deja lugar al saludo casual, el meme del momento, a la conversación en el chat grupal, además de los rumores que vienen de arriba, en los círculos del poder invisible de los que son meros peones canjeables. Aquí la vida de cada empleado es una suma de despersonalizaciones que a lo mucho tiene identidad en las redes sociales en las que uno puede dejar de ser lo que realmente se es, de un estado a otro, de una fotografía a la siguiente.
Hace no tanto tiempo reparaba en un ensayo escrito por Ernesto Savater en el que criticaba al genio existencial de Europa del Este, Emil Cioran. En dicho texto argumentaba que no había virtud en hablar de la desdicha ni en hacer una sórdida sinfonía con ella, tal como lo hizo el rumano en sus textos, donde con base en frases cortas, se dedicó a confeccionar el sinsabor de vivir en un planeta ocupado por una humanidad tan inmunda e inhumana. Concluía, palabras más, palabras más o menos: «¿Para qué hablar de la vida, si vivir para él no tiene chiste?» Y algo parecido sucede con las canciones de la banda uruguaya, que ha sabido hacer con un gran tino cómico, una fiesta sobre las desventuras de vivir; dándole sentido al sinsentido aunque sin ese toque avinagrado y fatal de Cioran. Es por eso que Arrevillaga los eligió: son inteligentes, son críticos, tienen un humor negro envidiable, hacen muy buena música y además son muy generosos, ya que fue muy fácil acceder a ellos para pedirles que les prestaran sus canciones, además de solicitarle al vocalista Roberto Musso, que fuera el narrador de los entreactos de la obra.
Dentro de la ficción narrada en el musical Ya no sé qué hacer conmigo, las vidas de varios actores que no hallaron cabida ni en el teatro cultural, ni en el comercial, ni en la TV, ni en los desinfomerciales; o la vida de aquellos que alguna vez soñaron ser algo que jamás fueron en el mundo emprendedor de las carreras del futuro como la Administración de Empresas o los Negocios Internacionales, conviven entre catálogos de cosméticos, zapatos o una oficinista que también es tendera, pues necesita completar lo de la renta y lo de la paga para que le dejen bailar hawaiano en una pizzería. Una fauna tierna y una fauna fracasada como muchos de nosotros, se dan cita en este jovial y desesperanzador musical. ¿A qué le tiras cuando cantas, bailas y actúas, latinoamericano? Parece decir este musical en tiempos de una epidemia que tiene colapsadas las economías y los gobiernos de todo el mundo.
¿A qué le tiras cuando cantas, bailas y actúas, latinoamericano? Parece decir este musical en tiempos de una epidemia que tiene colapsadas las economías y los gobiernos de todo el mundo.
Los habitantes del antiguo Distrito Federal seguramente recordarán que hace no muchos años se llevó a cabo en el antiguo Hotel Reforma, una puesta en escena de terror llamada El Hotel Victoria, algo que hasta el momento había sido un giro radical en los montajes de Arrevillaga. Y aunque pareciera algo ajeno a los dramas humanos a los que nos tiene acostumbrados, se trata de una pasión que le viene de muy niño cuando escuchaba fascinado los relatos de la Mano Pachona o veía cuanta película de horror le cayera en las manos; y es justo esta pasión la que le llevó a imprimirle un toque bastante oscuro al acto final de esta obra musical, en el que todos sus actores se convierten en zombies.
Si mucha gente podría pensar que al escuchar que se trata de teatro universitario es un trabajo amateur, esta obra está hecha para acallar ese sobado prejuicio. Y es que, a pesar de las limitaciones del presupuesto, esta obra no hubiera sido posible sin la ayuda de un equipo de producción acostumbrado a realizar grandes proyectos en el ámbito profesional, como sus escenógrafas de cabecera: Auda Caraza y Atenea Chávez, que en trabajos emblemáticos como Litoral, Incendios y Ventanas, le ayudaron a generar una multiplicidad de variables en cada uno de sus elementos en escena para transformar el espacio conforme avanza la historia sin necesidad de cambiar de escenario. Otro colaborador importante es Ángel Ancona, que, a pesar de ser coordinador del Sistema de Teatros de la CDMX, se dio su tiempo para echar mano de su amplia experiencia en iluminación de escena que le viene desde sus inicios con espectáculos musicales con bandas de la talla de Caifanes, obras de Julio Castillo o montajes de la Compañía Nacional de Ópera. Coreógrafos como Marco Antonio Silva o diseñadoras multimedia como Abigail Cinco Aguirre, que hizo lo posible por hacer que este musical tuviera el look de un karaoke de la Zona Rosa, también forman parte de este gran equipo tras bambalinas.
Espero que muy pronto esta pesadilla del coronavirus se apiade de nosotros, para que la añorada “normalidad” regrese a nuestra vida y esta brillante obra pueda volver a escena. Para concluir, quisiera agradecer la infinita sencillez y generosidad de Hugo Arrevillaga, quien me brindó una larga entrevista durante una caminata virtual, en la que me comentó que además de haber tomado este proyecto como una forma de seminario para saber qué es un musical y cómo hacerlo, no tiene más que un agradecimiento infinito por todo lo que aprendió de su elenco: Andalucía, Ariadne Alfonseca de la Cruz, Judith Cotarelo, Valeria G. Becerril Chaparro, Amauri Garrido Sérbulo, Alejandro Garza Garza, Uzziel Hernández, Aarón Mendoza, Natanael Ríos, Irma Sánchez Gutiérrez, Victoria Uribe Bátiz, Diego Vega y Rebeca Villalobos.