Uno de los grupos criminales más importantes de las últimas décadas fue el de los Zetas, que tuvieron su origen en un grupo especial del gobierno que se dedicaría a combatir a la delincuencia organizada. Sin embargo, terminó por convertirse en una de las más temibles bandas del país.
En su novela Hijo de la guerra (Planeta, 2019) Ricardo Raphael (Ciudad de México, 1968) relata la historia de uno de los miembros originales de los Zetas, Galdino Mellado Cruz, cuya vida toma como el átomo que le sirve para explicar el macrocosmos de la violencia mexicana.
Ese miembro de la banda se encontraba en el penal de Chiconautla bajo otro nombre y por un delito menor. Se suponía que ya había fallecido y ahora quería contar su historia “porque nos usaron. Fuimos un instrumento del gobierno y hubo una traición. Cuentan que estoy muerto y no es cierto. Lo mismo voy a decirle de otros”.
Sobre él, esa organización y la escalada de violencia en México escribe el autor: “Los Zetas fueron protagonistas de esta tragedia. Ellos introdujeron terror, ferocidad militar y competencia armada a la pugna que ya había entre organizaciones. Antes de volverse delincuentes, fueron militares bien entrenados. Son el eslabón más obvio que alguna vez unió al gobierno con el crimen. Aproximarse a este individuo podía ayudarme a comprender el origen de la guerra y también las causas de tanta mortandad”.
Raphael ha sido profesor en el Centro de Investigación y Docencia Económicas, en el Instituto Tecnológico de Monterrey, en el Centro de Estudios Superiores del Ejército y en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional. Actualmente es director del Centro Cultural Universitario Tlatelolco, además de conductor de varios programas de televisión en Canal 11, ADN 40 y La Octava. Autor de siete libros, ha colaborado en publicaciones como El Universal, Nexos, Época, Sin Embargo y Proceso.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro como el suyo, la historia de uno de los miembros de los Zetas? ¿Por qué no hacer un trabajo periodístico y sí una recreación literaria?
Ricardo Raphael (RR): Lo cuento en la solapa del libro: en el fondo me reconozco desde hace mucho como un oportunista epistemológico; es decir, cualquier conocimiento humano que sirva para entender los fenómenos más complejos requieren de diversos métodos al mismo tiempo.
Cuando empecé a visitar a este individuo del libro tenía la intención de hacer un buen reportaje; me parecía una noticia interesante que hubiese lo que él llama “un muerto vivo”. Y no es que hubiera uno sino que hay muchísimos; es decir, que individuos que la autoridad dio por muertos y que presumió como trofeos, pues nos enteramos de que estaban vivos, como los casos del Mencho y el Lazca, para poner a dos personajes. En ese sentido, que el gobierno haya dado por muerto a Galdino Mellado Cruz en 2014, y que en 2015 hubiera un individuo en el penal de Chiconautla que decía que en realidad él lo era me parecía una buena noticia.
Muy pronto, cuando crucé la frontera de esa cárcel con el ánimo de hablar con él para que me explicara no sólo por qué era “muerto vivo” sino cómo había llegado hasta allí quizá desde la infancia, desde dónde se había producido ese camino, me di cuenta de que había partes de la información que él me proporcionaba que no eran corroborables, que no había manera de contrastarlas porque las fuentes estaban a medias, no existían o era simplemente imposible acceder.
Yo no podía entrevistar a sus colegas para preguntarles si lo que él me estaba diciendo era cierto, y en ese momento me di cuenta (creo que se respira en el libro) que lo que él estaba contando podría o no ser ficción, por lo que le toca al lector decidirlo. Por lo tanto, lo que él iba narrando cayó naturalmente del lado de la ficción, pero al mismo tiempo había partes de la información que sí eran corroborables. Usted puede agarrar el libro y ponerse a guglear o usar buscadores para saber quién era tal, si este evento pasó y hasta fotos.
Buena parte del libro sí es corroborable, y mire nada más: tengo un híbrido de novela y periodismo. Allí fue donde me pareció que el género más adecuado para contar esa relación que se estableció entre él y yo (porque de eso va esta historia: es el relato de la relación entre un periodista y el Zeta 9 en un momento de sus vidas) era una novela de no ficción con periodismo.
Por eso digo lo del oportunismo epistemológico: si yo sólo hubiese hecho periodismo se hubieran perdido partes muy importantes que me contó y que vale la pena entregarle al público.
Si solamente hubiera hecho una novela sería un libro cojo y no tendría la fuerza de los hechos que sí confirmé. Al haber utilizado este híbrido de novela de no ficción creo que encontré el envase adecuado para transmitir este aprendizaje que tuve en ese año y meses de visitar Chiconautla.
Cuando me dicen “es que ustedes [los periodistas] tienen que ser objetivos”, está bien; pero ¿qué es eso de la objetividad? “Es que ustedes tienen que ser imparciales”, pero ¿qué es eso de la imparcialidad? Hay hechos imparciales y hechos objetivos, y en ese sentido hay hechos éticos y otros que no lo son. Todo eso está pasando en cada reportaje que hacemos, y este es un libro donde el rosario de dilemas es larguísimo.
AR: ¿Cómo surgió la oportunidad de entrevistar a este personaje?, ¿cómo estableció esa relación y cómo hizo la investigación?
RR: Hay un primer escalón en esta muy alta cima de investigación, y es que yo traía la necesidad de hablar con quienes están perpetrando la violencia en nuestra generación. Los niveles de violencia que observamos quizá apenas los hubo en la Revolución (y no estoy seguro), y sí son de una crueldad, de una inhumanidad mayúscula por sus números pero también por su semiótica, por sus signos, por la manera en que se expresan.
Ya llevaba algún rato reflexionando sobre la banalidad del mal y cómo Eichmann le ayudó a Hannah Arendt para tratar de entender la tragedia de los suyos. Entonces no es la primera vez que esto se hace sino que simplemente no se hace mucho, y es muy potente como explicación.
Yo había soltado anzuelos aquí y allá, y en efecto un día llegó Antonio Cervantes, un buen amigo, y me dijo: “Acabo de estar en el penal de Chiconautla y hay un tipo que dice ser Galdino Mellado Cruz”, y le pregunté: “¿Quién es ese señor?”. Sacó un teléfono y me dijo: “Este”.
Me tardé muchos meses en entrar en Chiconautla aunque soy abogado y tengo cédula profesional, pues iba como periodista y no podía jugar a lo que no era. Un buen amigo (a quien el libro está dedicado, por cierto) fue Génis González Méndez, penalista que me ayudó a entrar en la cárcel y me acompañó casi en todas las entrevistas. Gracias a su comprensión del sistema penal y de lo que ocurre en las prisiones pude sentarme con Galino cuatro horas todos los miércoles.
Allí empezó una larga serie de charlas, y a ninguna faltó Génis. Es muy interesante porque, por un lado, sí es la historia de una vida trágica, pero también le puedo decir que fue la fraternidad de un par de amigos la que me ayudó. Hay un tercer personaje, a quien también reconozco mucho: Arturo Rocha, quien era mi asistente de investigación y hoy funcionario. Yo llegaba con la información y discutíamos si algunos puntos eran ciertos o no, y no nada más me asistía para este libro sino en el conjunto de actividades que yo hacía. Fue muy interesante su inteligencia en esta discusión.
Otra persona que no quisiera dejar de mencionar es Elizabeth Alvarado, una muchacha muy joven que un día me dijo que necesitaba trabajar, y le dije que tenía unas transcripciones por hacer. Fue año y medio con cuatro horas todas las semanas, por lo que había mucho por transcribir. Empezó a hacerlo y me gustó cómo trabajó porque era muy cuidadosa en transcribir exactamente el lenguaje que él utilizaba, las palabras e incluso la ortografía que había que usar para que a la hora de leer yo recordara cómo había usado una palabra o la otra. A final de cuentas hizo 90 por ciento del trabajo, y la verdad no sabe cuánto me impresionó hablar con ella al final: se sentó para decirme cuánto le había cambiado la vida esta transcripción, cómo se había imaginado a sí misma haciendo cosas por este país a partir de leer esta historia.
Al mismo tiempo que esto ocurría criminales mataron a un primo de ella frente a su casa, en Naucalpan. Entonces de pronto esta historia que ella estaba transcribiendo le ayudaba no a solucionar pero sí a comprender la tragedia familiar que había ocurrido. Cómo se le metió esa transcripción en la vida es algo que solamente ella podría explicar mejor que yo, pero yo diría que esas cuatro personas fueron clave: Antonio, que me prestó la historia; Alfredo Génis, que me llevó a la cárcel; Arturo Rocha, que me asistió, y Eli, que transcribió.
AR: Al principio Galdino le dice a usted que le quiere confiar esta historia, y ya mucho más adelante en el libro le dice que él es “una hormiga”, que no le van a creer pero a usted sí. Incluso hay una parte donde cuenta que él le ofreció dinero, y usted le responde que no va a ser cómplice. ¿Qué preguntas se hizo cuando él le ofreció esta historia? ¿Qué cuestiones se planteó al aceptar este trabajo?
RR: Creo que cuando uno cruza las fronteras para hacer una entrevista de este tipo y se establece una relación humana (porque la hubo y surgieron elementos de empatía), empieza uno a tener dilemas éticos todo el tiempo. Muchos sí acabaron en el libro, y otros seguramente ya no les vi relevancia para ponerlos, pero casi todos los días uno se hace preguntas.
La principal pregunta que me hacía es si debía informar a las autoridades; si lo que estaba diciendo era cierto y ese hombre iba a salir, como ocurrió, en marzo de 2016, ¿no debía yo hacer un esfuerzo por pasar esa información a la Procuraduría, a la SIEDO?
Quien dio por muerto a Galdino fue Tomás Zerón, el mismo director de la Agencia de Investigación Criminal que inventó lo del basurero de Cocula. No está explícito en el libro, pero se lo cuento a usted: cuando yo iba a ir a acusar ante Zerón que una de sus fabricaciones estaba en Chiconautla, iban a pasar segundos para que mi vida se viera afectada. Saber que la autoridad no era confiable me inhibió.
Segundo, la amenaza de él: “A ver, hay un acuerdo entre usted y yo: usted puede contar esta historia siempre y cuando no suelte esta información antes de que yo esté libre y no afecte a mi familia. Si no, ya la verá”.
Entonces no podía yo confiar en la autoridad y, al mismo tiempo, mi vida estaría en riesgo si rompía un acuerdo ético que yo mismo establecí con él; es decir, habría una factura.
El siguiente, que fue muy complicado: me di cuenta de que no me alcanzaba la conversación con él para entender su entorno familiar, para corroborar algunos datos. Él me había pedido que no buscara a su familia, pero en un olvido dejó una libreta con los datos de su mamá, y entonces tuve el alcance de saber dónde trabajaba y podía ir a hablar con ella. Pero necesitaba su permiso. Allí sí rompí en algún sentido el acuerdo porque sí busqué a la mamá, y ella lo primero que me dijo fue: “Sí lo veo a usted, siempre y cuando mi hijo no se entere que nos estamos viendo”. Una vez que la cita se fijó y antes de que se realizara, logré su permiso y entonces se volvió a ubicar.
Entonces todo el tiempo no yo, sino el personaje en el cual me reflejé en el libro, en el periodista, tiene muchos dilemas éticos. Ese es nuestro oficio: todo el día nos hacemos preguntas de si es lo correcto porque no todo está escrito. Cuando me dicen “es que ustedes tienen que ser objetivos”, está bien; pero ¿qué es eso de la objetividad? “Es que ustedes tienen que ser imparciales”, pero ¿qué es eso de la imparcialidad? Hay hechos imparciales y hechos objetivos, y en ese sentido hay hechos éticos y otros que no lo son. Todo eso está pasando en cada reportaje que hacemos, y este es un libro donde el rosario de dilemas es larguísimo.
AR: Sobre su relación con Galdino: usted recoge en el libro una cita bíblica que él le dijo: “Maldito aquel hombre que confía en otro hombre”. ¿Por qué habrían de confiar usted en él y él en usted para hacer un reportaje? Hay otra parte más adelante en el libro donde usted le pregunta “¿No confías en mí?”, y él le responde “Pues lo mismo que usted en mí”. ¿Hasta dónde llegó la confianza?
RR: Es probable que esto que le voy a responder sea una reflexión a toro pasado porque ya corrió mucha agua. La primera vez que me dijo esa frase él había consumido droga y estaba alterado. Yo me pregunto si la frase, esa sentencia bíblica, estaba dirigida a mí o a sí mismo porque había vuelto a consumir. “Maldito aquel que confía en otro hombre” puede ser “maldito aquel que confía en sí mismo”.
Creo que allí hay parte de la respuesta que usted está buscando: yo creía en mí; cuando dudaba del entendimiento, de mi capacidad para averiguar si había verdad, de si lo que estaba escuchando era creíble o no, la confianza se perdía.
Cuando daba pasos y tenía más confianza como periodista, como investigador e incluso como ser humano, esto funcionaba y mi aproximación y mi empatía jalaban bien. Lo que estaba haciendo era usar el espejo, y yo creo que lo mismo pasaba con él.
Yo lograba que estuviera en situación de confianza porque no había nadie más que nos escuchara, porque yo no lo iba a delatar, porque yo no iba a ir con el juez a contarle quién era, porque iba a cumplir las reglas. Entonces él, en esa confianza, se relajaba, prendía un cigarro y empezaba a narrar; no sabía si eran verdades o mentiras, pero era en un ambiente de confianza. Y claro, cada vez que esta se quebraba, la relación se echaba a perder.
Hacia el final creo que la confianza se perdió porque la distancia obligadamente comenzaba a abrirse. Nos íbamos a despedir; es decir, acabadas las citas en la cárcel no nos veríamos más, o si lo hacíamos sería en una ocasión más, como fue.
En ese sentido, la distancia provoca desconfianza ya irremediable; no quiero equivocar la metáfora, pero así ocurre cuando uno deja de ver a un amigo o cuando las parejas se separan. La distancia y la separación provocan desconfianza, y por eso la que había al principio vuelve a estar muy presente hacia el final.
AR: En varias partes del libro se habla la definición de la identidad del hombre con el que usted habló: si es Galdino, José Luis o Juan Luis. Pero no sólo la de él sino la de su padre, el Marino, que quién sabe quién es. No se sabe a ciencia cierta si murieron Heriberto Lazcano y Galdino Mellado, por ejemplo. ¿Qué nos dice esto de un país que no puede definir ni siquiera identidades y fallecimientos?
RR: Hay un símil entre la manera en que él trata el tema de las identidades y la forma en que las poblaciones que vivían a partir de clanes y tribus han resuelto las identidades. Es decir, él forma parte de una tribu, aunque dejó la original, que era la de Jesús Carranza, en Tepito, para adherirse a una mucho más poderosa.
Su trayecto fue ese, pero no cambiaron las características de la tribu, que tiene un nombre genérico. Por ejemplo, Ríos Galeana son dos apellidos de una tribu muy poderosa de funcionarios, de policías que asaltaban bancos, y que luego se dedicaron al secuestro (no me meto en esas honduras, pero usted lo sabe: el Mochaorejas, Caletri, el Marino, muchos de los criminales que asolaron la Ciudad de México en los noventa, se formaron en esa tribu).
Entonces no resulta extraño que en esa tribu los nombres no importan, e incluso lo son más los alias: era Ríos Galeana y era De la Sancha, porque además la tribu se protege así. Somos un animal demográfico que se protege en marabunta, donde el rostro se extravía y no hay manera de identificarlo. En eso somos muy chimpancés. Si lo mira desde ese punto de vista, desde luego que así funcionan y es lo mejor para ellos
A estas alturas cabe que ninguno de los nombres de los Zetas que tenemos haya sido el verdadero, porque él lo dice varias veces: nos cambiamos los nombres cuando regresamos a México después del Fuerte Hood, o algunos nos fuimos allá con nombres cambiados. Porque, claro, como el gobierno mexicano estaba pensando en generar armas letales, había que darles total impunidad hasta cambiándoles el nombre.
Entonces es un mundo donde quizá los alias Zeta 1, Zeta 2, Zeta 3 u otro ayude a identificarlos, pero nunca sabremos si realmente eran Heriberto Lazcano, Jaime González Durán, el Hummer… No hay forma de saberlo, al punto de que esos alias han sido retomados por otros. Es como si el Llanero Solitario muere, pero luego viene otro personaje que se vuelve a poner la máscara y se llama a sí mismo de igual forma. Perdón por la broma, pero James Bond ha sido en realidad muchas personas, y es esto lo que se observa.
Frente a la lógica de la tribu tenemos una sociedad que se pretende moderna, y en ellas los individuos son identificables. Para serlo deben tener una identificación en papel, con un DNI en España, en Chile y en Argentina, o en nuestro país una credencial de elector, un pasaporte o un acta de nacimiento.
Creo que parte de la crisis que vivimos es que esos sistemas de identificación siguen siendo poco confiables: es decir, no es difícil conseguir una credencial de elector o un acta de nacimiento falsas. El tema de los biométricos ha avanzado tanto que en oficinas como la de Relaciones Exteriores en la que sacan pasaportes, la anterior directora está en la cárcel porque vendía pasaportes falsos. Este es un país donde eso se puede.
Estos dos asuntos son muy peligrosos porque lo que tenemos es una marabunta y un Estado que no procesa marabuntas: a usted no lo procesan por pertenecer a la tribu de los periodistas, sino como persona. Entonces hay un choque porque el Estado no puede procesar a un individuo que no alcanza a localizar porque se esconde tras la tribu, y en ese sentido sí se vuelve fascinante el tema.
Además creo que hay una reflexión a hacer: si queremos ser un país moderno del siglo XXI, tenemos que avanzar vertiginosamente para detectar a las personas por su nombre, su apellido y su filiación. Si no lo hacemos, no hay manera de enfrentar una protección de cobertura como la tribal para la comisión del crimen y del delito.
Sin la intervención del Estado en esta historia no habría crimen del tamaño que tenemos; (…) la pregunta es: ¿en qué momento la bacteria se volvió letal? Crimen organizado y tráfico de drogas siempre ha habido, pero en qué momento esa bacteria llamada Zetas se volvió tan letal que luego, como en una epidemia, contagió al resto de las empresas criminales.
AR: Sobre lo que mencionaba de Arendt, considero que el libro es, en buena medida, una reflexión sobre el mal, de la violencia que a diario aparece en el país. La maldad está retratada desde el abuso de un cura contra un niño, el asesinato en la adolescencia y hasta el encierro del personaje en una suerte de tumba. ¿Dónde está el mal? Uno ve los maltratos de la propia familia, en la que el padre es delincuente, la abuela lo maltrata, la madre lo abandona y no le va mucho mejor en el orfanato. ¿Dónde está el origen del mal en este caso?
RR: La frase que le voy a decir no está escrita en el libro, pero sí lo estuvo en mi cabeza durante la escritura del libro; es de un filósofo español, José Antonio Marina, que dice: “El mal está en la expectativa no cumplida”.
La promesa de amor que no se cumplió produce mal, así como una promesa de vida o de éxito, de una esperanza que no fue. Creo que este caso es un rosario de cosas que no fueron: el amor de la madre que no estuvo, el amor del padre que se expresaba con una forzada identificación con la criminalidad (“yo te quiero en la medida en que tú seas tan criminal como yo o me superes”), la promesa de que el Ejército lo iba a salvar de esas ausencias, y que en vez de ello lo usó; la de que iba a ser tratado como igual cuando llegó al Fuerte Hood, y no fue así porque, como mexican tamalito, no lo trataron como tal; la promesa de que regresando iba a ser fuerza de élite y no policía judicial en Reynosa, y luego muchas promesas que se fueron construyendo.
Casi como si fuera una montaña de promesas, el personaje de golpe se cayó; este es el libro de su caída, no de su ascenso, de la gran promesa que no se cumplió: la del poder, la de la empresa más importante, la triunfadora. Es la historia sobre su caída, que es el mal.
La metáfora bíblica es impecable: es el ángel caído. El mal está en la caída del ángel, tres metros bajo tierra y enterrado al final. No voy a echarle a perder al lector la metáfora, pero es eso: el mal está en la caída.
AR: En ello ¿cuál es la responsabilidad del gobierno? Por ejemplo, desde que a Galdino lo maltratan en el orfanato, hasta ir a Fort Hood, donde los educan en una crueldad extrema, además de su paso por la cárcel.
RR: Uno se da cuenta de que en este contexto el poder público no solamente no es solución sino parte central del problema. Uno supondría que una cárcel tendría que ser un lugar para la reinserción de personas, y claro que hay una muy profunda, pero en el crimen. El gobierno de Chiconautla (me tocó vivirlo) era una disputa entre cárteles; es una cárcel donde debía haber por lo menos 400 custodios porque hay unos 4 mil reos (uno por cada 10 reos es la norma internacional), pero sólo había 60. Esa austeridad neoliberal solamente se puede resolver subrogando la comida, la seguridad y la droga, así como se subrogan las guarderías. Si el Estado mexicano hubiera asignado recursos a Chiconautla con custodios, sicólogos, etcétera, pues esos 4 mil reos seguramente se reinsertarían fuera del crimen, sobre todo si asumimos, como dicen allí, que cuando menos la mitad no cometió ningún delito. Pero llegan allí a insertarse en el crimen.
De allí Galdino se movió a la Procuraduría General de la República (PGR), y se dio cuenta de que Carmen Oralio Castro Aparicio, coronel que era el delegado de la PGR en Chihuahua y en Tamaulipas, había sido quien entregó estos soldados a Osiel Cárdenas, pues sin intervención de ese funcionario los Zetas no habrían existido.
Recordemos que Osiel no pasó el examen para entrar al Instituto Nacional de Ciencias Penales; entró de cuidador de perros, un día se volvió madrina y después agente. El Estado le puso la charola para que operara.
Una y otra vez: sin la intervención del Estado en esta historia no habría crimen del tamaño que tenemos; lo habría y con violencia, pero si me obliga a ponerle una metáfora de laboratorio, la pregunta es: ¿en qué momento la bacteria se volvió letal? Crimen organizado y tráfico de drogas siempre ha habido, pero en qué momento esa bacteria llamada Zetas se volvió tan letal que luego, como en una epidemia, contagió al resto de las empresas criminales.
El científico que hizo la mutación se llama Estado: produjo esa bacteria letal, y luego esta se comió a buena parte del Estado. Eso es cierto, es innegable.
AR: Al principio del libro, cuando hablan de por qué él quiere contar su historia, Galdino dice que “porque nos usaron. Porque fuimos un instrumento del gobierno”. Osiel acusaba de que le cargaron a él la mano y no a otras bandas. Alguna vez dijo Guillermo Valdés comentó que el gobierno se fue contra los Zetas porque eran la banda más violenta. Aquí se ve que el gobierno actúa muy influenciado por Estados Unidos, y por eso fue contra Osiel. ¿Qué papel tuvo el gobierno norteamericano?
RR: No me atrevería a cometer la ingenuidad de decir que la policía, las procuradurías, las fiscalías o los gobiernos persiguen todos los crímenes que ocurren en todos los momentos y en todos los lugares: no hay capacidad humana.
Por eso existe la política criminal: los gobiernos, las fiscalías y el Poder Judicial fijan prioridades, jerarquizan, y a partir de ella se decide qué delito se va a perseguir, qué tipo de expresiones de ese delito y qué presuntos delincuentes relacionados con él. Digámoslo claramente: los gobiernos siempre deciden a quién sí y a quién no, en donde pueden hacer énfasis y dónde no.
¿Qué tan autónoma es la política criminal del gobierno mexicano? Por lo menos en estos episodios, muy poca. No tengo duda de que el gobierno de Felipe Calderón fue menos enfático y menos decidido para combatir a la empresa criminal del Pacífico de lo que fue para combatir a la del Golfo (que llegaba hasta Michoacán y pasaba por Veracruz, pero que estaba fijada en Tamaulipas). ¿Porque uno podría intuir que la empresa criminal de Sinaloa era menos violenta? No es cierto.
Los niveles de violencia que se alcanzaron durante el calderonismo fueron, sobre todo, cuando la empresa criminal de Sinaloa se partió; entonces el Chapo se peleó con los Beltrán Leyva, y en ese momento el gobierno mexicano sí se fue contra la empresa bis de Sinaloa. Eso me lleva a suponer que la orden, las intenciones, la política criminal dictada desde la DEA era: nosotros somos aliados del Chapo y, por lo tanto, cualquiera que sea su enemigo cae dentro de las prioridades de nuestra política criminal, imitada consciente o inconscientemente por México.
Es cierto (no lo pierda de vista) que cuando los Zetas fueron perseguidos fuertemente no fue cuando se detuvo a Osiel Cárdenas en 2003, y no lo fueron sino hasta el gobierno de Calderón. ¿Por qué? Porque la DEA no les perdonó haberse aliado con los Beltrán Leyva; es decir, con los enemigos del Chapo. Por lo tanto, no le creo nada a Guillermo Valdés.
El Estado mexicano, sabiéndolo o no, se puso al servicio de una empresa criminal y en contra de otras. Por eso el modelo de la empresa encabezada por el Mayo Zambada y el Chapo Guzmán creció tanto, hasta el punto de que se volvió imbatible.
Creo que sí es muy importante escudriñar cómo se hacen las políticas criminales, porque es allí donde se crean impunidades, cárteles, complicidades y, en efecto, riesgos muy elevados para la violencia entre la población civil.
AR: Usted dice en el libro que los Zetas son el eslabón más obvio que alguna vez unió al gobierno con el crimen. ¿Cómo fue esa unión?
RR: Creo que no hay otra historia más palpable, más corroborable de ese vínculo que los Zetas. Puedo suponer, intuir que hay vínculos y vasos comunicantes muy estrechos entre la empresa del Pacífico y el gobierno de Sinaloa, pero no tengo evidencia, aunque puedo intuir que hubo entendimientos entre el Cártel Jalisco Nueva Generación y el gobierno de Enrique Peña Nieto; si no, no me explicaría por qué creció tanto en ese gobierno.
Pero no puedo probarlo; simplemente son intuiciones. El tema del fenómeno criminal es que en realidad cuando uno lo observa está viendo sombras, no la verdad sentada esperando a ser descubierta.
Desde esta lógica, creo que en la historia de la macrocriminalidad mexicana este es uno de los episodios donde es posible trazar los vínculos: a estos señores los enviaron a Estados Unidos, luego el gobierno de Zedillo los mandó de policías judiciales y después sus jefes los pusieron al servicio de Osiel Cárdenas. Hubo una defección grandísima de esos Gafes para volverse un grupo de guardias de Osiel. Esa historia está ya mucho muy confirmada; hasta el propio Ejército tuvo que aceptarla, todo el mundo tuvo que hacerlo ante lo palmario de la evidencia.
Allí hay un vínculo obvio, pero hay otros: el caso Ayotzinapa también prueba cómo la macrocriminalidad en Guerrero estaba ligada desde los productores de amapola hasta los que hacían el trasiego en los camiones, desde la policía municipal hasta la federal; es decir, no hay eslabón del Estado mexicano que no haya participado en la desaparición de los muchachos.
Lo voy a decir más fuerte: el sistema de macrocriminalidad que había en Guerrero fue el que secuestró y desapareció a los muchachos. Son hechos en los que ya no hay manera de voltear para otro lado y negar lo obvio: hay un vínculo muy estrecho entre el crimen y el gobierno. Basta investigarlo allí donde hay que investigar.
AR: También usted escribe que con este libro buscó explicarse algo del horror que ha recorrido al país en la última década. ¿Qué encontró?, ¿cuáles son las explicaciones del horror de la última década?
RR: En realidad lo que encontré fue un método para aproximarnos a ese horror. Estoy muy obsesionado ahora con eso. Menciono que para que Perseo pudiera acabar con Medusa tuvo que utilizar su escudo como espejo porque, como dice Ítalo Calvino, si la hubiera enfrentado cara a cara se hubiera vuelto de piedra.
El método es clave para enfrentar a Medusa, y es lo primero que hallé. No es cierto que uno sólo va al encuentro del horror, de las fosas, de los descabezados. Si uno va al encuentro de eso, se galvaniza el corazón, se queda uno paralizado. Es lo primero que tengo que decir.
Buscar y encontrar el origen del mal y del horror no es ir a ver el horror directamente, contarlo y llevarlo, que es lo que hemos hecho los periodistas durante todos estos años. Ahí están las cabezas, las narcomantas, las narcofosas, como si hacer periodismo fuera sólo eso.
Entonces tengo que dar una explicación, y paso a la segunda cuestión descubierta. Cuando los físicos comenzaron a tratar de entender el universo (Galileo, Newton), muy pronto se encontraron con limitantes reales; es decir, el universo es tan inmenso que no había forma de capturar con fórmulas matemáticas todo lo que observaban. Sin embargo, la física siempre estuvo allí, y muy pronto, gracias al desarrollo tecnológico, se dio cuenta de que si estudiaba el átomo, los neutrones y los protones, había posibilidad de, a partir del microcosmos, capturar el milagro del universo, del cosmos.
Me pasa algo similar aquí. Regreso al ejemplo de hace un momento: uno lee los libros de Guillermo Valdés, los artículos de Alejandro Hope, las narraciones de mi amigo Héctor de Mauleón, y allí está el macrocosmos tratando de explicarse pero, ciertamente, hay límites. En cambio, la vida del criminal, del victimario como átomo de esta historia observada bajo el microscopio, tiene respuestas muy potentes. Aprendí que de mi lado lo que quiero hacer es que mi método, mi espejo hacia adelante para entender esto sea el átomo, no el macrocosmos.
El tercer aprendizaje es muy duro: uno no sale indemne de esa investigación. Una vez que ya usó uno el microscopio, que se aproximó al átomo, que habló con esa persona en su mismo idioma y que lo traduce, se producen empatía y vínculos humanos. Resulta que parte de la materia atómica que explica la violencia de este personaje está en mi cultura y, por lo tanto, en mí; que a la hora de oír su violencia hablé de la mía; a la hora de escuchar sus códigos masculinos violentos, machistas, descubrí que había demasiadas cosas de lo suyo que yo tenía en mi propia conducta moral.
Aquel que crea que uno se mete a estas investigaciones, que se pone la bata y los guantes y observa el átomo, y que a las cinco de la tarde apaga la luz del laboratorio y va a su casa, se equivoca; en este caso te llevas el átomo a tu casa. Lidiar con eso no es una cosa que te deje indemne. Por eso Perseo no pudo matar más de una vez a Medusa.
Parte de la materia atómica que explica la violencia de este personaje está en mi cultura y, por lo tanto, en mí; que a la hora de oír su violencia hablé de la mía; a la hora de escuchar sus códigos masculinos violentos, machistas, descubrí que había demasiadas cosas de lo suyo que yo tenía en mi propia conducta moral.
AR: Para seguir con las metáforas mitológicas, al final del libro usted hace una comparación de dos tradiciones muy distintas, pero a la vez muy parecidas respecto a la guerra: Oggún, la yoruba, y por el otro lo que rescata del cuadro de Marte hecho por Diego Velázquez. Usted dice que se trata de develar un mito. ¿Qué es lo que usted encontró en la tragedia que se esconde tras la grandeza de esas figuras?
RR: Es de una frase que repetía mucho Galdino: “Yo no quiero ser hormiga”. Quiero decirlo otra vez desde ella, como discurso viril. Si Galdino hubiera sido mujer no sé si hubiera utilizado esa frase, que es “no quiero ser ese animal femenino, pequeñito, que se arrastra por el suelo”. Es el horror.
¿Qué es lo opuesto a ser hormiga? Oggún, Marte, Ares, el dios de la guerra. Nuestra dignidad está construida en proyectarnos en esos seres mitológicos; por eso pegamos en la mesa, arrojamos rayos, gritamos, por eso nos imponemos, escalamos montañas, queremos llegar al Olimpo.
Es la construcción de la identidad masculina en el mundo, que es identificar lo viril con la guerra. ¿Cuál es la gran paradoja del cuadro de Velázquez? Que incluso Ares, Oggún, Marte, vuelven a ser hormigas, porque cuando se enfrentan a la guerra lo pierden todo: sueñan pesadillas y se drogan porque no pueden soportar lo que vieron porque sus ojos se nublan, porque el músculo se adelgaza y se pega a la piel, porque las armas quedan en el suelo.
Yo creo que ese cuadro de Velázquez es una joya porque es decirle a la hormiga que, haga lo que haga, del otro lado de la montaña, del Olimpo, vas a seguir siendo lo que eres. Es decir: no construyas tu identidad a partir de la guerra. Es una reflexión muy profunda sobre la manera en que los seres humanos inventamos dioses a nuestra imagen y semejanza; por eso estudiar a esos dioses es una forma de estudiar el espejo en el que nos queremos reflejar y, por lo tanto, analizarnos.
Allí hay una discusión muy importante; mientras más lo pienso, ese quizá fue el aprendizaje individual más importante de esta experiencia. No sé cuál vaya a ser el de la persona que lea el libro; cada quien sacará sus propias conclusiones. Creo que me di cuenta de que esa identidad masculina que tenemos en México es parte esencial de la violencia de la guerra que estamos viviendo.
AR: Esta historia que relata me parece muy perturbadora. Al final habla de los momentos difíciles de inseguridad en que usted necesitaba tomar valor para seguir adelante, y que era imposible hacer coincidir su vida cotidiana con este relato, que le quitaba el sueño. ¿Cómo terminó usted personal, psicológica y moralmente tras haber escrito este libro?
RR: Hay que precisar que fueron dos momentos distintos: la investigación y la escritura. Para responder a su pregunta necesito hacerlo en dos tiempos.
Le ponía yo hace un momento la metáfora del científico que se puede quitar la bata, cerrar el laboratorio e irse a su casa, pero que se lleva lo que había en el laboratorio. Sí fue muy difícil de pronto estar sentado con la familia y pensar: ¿qué hago con todo esto que supe ahora? No podía ni transmitírselos porque iba a arruinar la reunión familiar o de amigos. Incluso debía tener cuidado de no soltar demasiado la lengua porque apenas estaba yo aprehendiendo lo que estaba viviendo.
No fue el único trabajo periodístico que estaba haciendo en ese momento: grabo un programa de televisión desde hace muchos años los miércoles por la tarde, días en los que por la mañana iba a la cárcel. Me recuerdo sentado hablando de políticas públicas, medio ambiente, etcétera, mientras en la mañana oía las peores historias: ¿cómo puedo estar ahora aquí, viendo a la cámara? Me di cuenta de que ser conductor de televisión tiene más de actor, sobre todo cuando mi verdadero yo se había quedado en Chiconautla. Fue muy difícil poner compartimentos, trazar fronteras. Supongo que lo logré hacer porque mantengo a mi familia y a mis amigos.
Cuando se acabó la investigación tuve que cerrar, e incluso hice un viaje muy largo a India como para cortar entre lo que había investigado y lo que venía. Ese viaje me sirvió como para poner un dique; después, no volver a oír nunca más a Galdino. Así, nunca más volví a oír las grabaciones sino simplemente leí las transcripciones y utilicé papel secante para saber qué valía la pena contar y qué no, porque era demasiado y era atroz. No ayudaba por economía de lenguaje ni para transmitir.
Tengo la sensación (la metáfora no es mía) que entre la investigación y la escritura uno le pone un poco de harina a la pasta y se infla (es tomar distancia). Entonces yo ya no estaba contando largo, minuto a minuto, lo que pasó, sino que hacía una crónica y tomando parte de eso; era parte de esas sombras, las que fui poniendo en perspectiva para poder comunicar lo que ocurrió.
Ese esfuerzo fue todo un aprendizaje porque, como periodista, yo no lo había hecho; yo había hecho un libro biográfico de Elba Esther Gordillo o el del Mirreynato, que eran descripciones periodísticas, elegidas por relevancia, por pertinencia, pero no había habido necesidad de darle volumen y, en ese sentido, apostar por el ejercicio literario sobre el periodismo. Ese aprendizaje fueron dos años de reinventarme a la mitad de mi vida o un poco arriba, en un nuevo oficio. No fue fácil; tan fue así que antes de esta hay seis versiones en la basura.
Hubo un trabajo editorial bastante riguroso de Gabriel Sandoval y de Carmen Arrufranco, que una y otra vez comentaban “esto no nos dice nada”. Hicimos un trabajo de equipo en esa segunda parte. Así como le contaba que otros me acompañaron en la investigación, ellos dos fueron muy importantes en la escritura.
Cierro con esto: qué importante es el trabajo editorial. En estos esfuerzos no solamente cuenta el investigador sino el trabajo editorial, que es el que permite que una obra así pueda resolverse, sí, con mi nombre, pero en realidad con el trabajo de mucha gente.
AR: ¿Algún otro asunto que quiera mencionar?
RR: Este no es un libro agradable de leer por una razón: porque tomar conciencia amplia de lo que estamos viviendo no lo es. Nunca lo ha sido. Estoy convencido de que pacificar el país pasa por el acto de tener conciencia y por poder tolerar lo que le ocurre a uno cuando la posee.
Entonces es un libro que apuesta por la verdad, pero no por esa señora que está sentada al final del túnel, sino por tener conciencia de las verdades, y por lo tanto combate en todos los frentes cualquier pretensión política, cualquier política criminal, cualquier decisión en la altura del poder que se tome y que pretenda seguir ocultándonos lo que estaba ocurriendo en 1998, en 2003 con Osiel Cárdenas, en 2008 con Sinaloa, en 2014 con Ayotzinapa o en 2019 con Culiacán y con la Mora y la familia LeBarón.
Considero que ha habido una actitud deliberada del poder público, sin importar partidos ni ideología, por ocultarnos la verdad. Este es un esfuerzo minúsculo, milimétrico si se quiere, por combatir esa mentira; es decir, por mostrar las razones de la falsedad que nos han impuesto o, en términos de Tepito, por pagar el impuesto de la ingenuidad. Hay que hacerlo para quitarnos la ingenuidad porque la violencia se ha perpetuado, fundamentalmente, porque creímos que la paz implica voltear a ver a otro lado.
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