Sólo sirvo para disparar. Sólo eso me gusta.
Eso haré cuando crezca
Después de la Segunda Guerra Mundial la industria cinematográfica del gabacho se puso pasional con la oscuridad y el género negro apagó cualquier destello de esperanza de vivir en un mundo mejor reflejando lo más siniestro y rácano del ser humano, incluyendo, por supuesto, a las morras.
Empezamos con Bart, uno de los personajes que, como todo gringo promedio, es un dude obsesionado con las armas de fuego y desde niño ha destacado de los otros por dicho pasatiempo. Tiene un secreto, sí, pero veanla. Ya en edad, como dicen las doñas, el buen Bart regresa a su pequeño pueblo natal luego de abandonar el ejército. Es un hombre buscando una nueva vida hasta que se topa con Annie Laurie, una pistolera que trabaja en una feria, justamente realizando un número que incluye balas. Después de ganarla en un reto, la chica le propone que se una a la feria para utilizar sus dotes de pistolero y, bueno, ahí empieza el apasionado romance. Es como Aquellos años locos (Enrique Carreras, 1971) pero sin Palito Ortega y con un montón de pólvora y robos.
El demonio de las armas (como fue titulada en español), dirigida por Joseph H. Lewis en 1949 y escrita por MacKinlay Kantor, autor del relato original, y Dalton Trumbo que de hecho firmó como Millard Kaufman debido a su inclusión en la lista negra de Hollywood, es una cinta interesante por la forma en que se retrata el cambio de Barton, este buen tipo que no tiene nada que radicalmente lo haga diferente a las otras personas del pequeño pueblo donde vivía, pero que, seducido por la imprevisible femme fatale, se ve empujado por ella a tomar una decisión: ser “su hombre” implica seguir también su camino; un camino que ella ya marcó abruptamente y que comienza nada más y nada menos que al final de una montón de humillaciones, aburrimiento y escaso dinero. Se acabó esto de “seguir las reglas de otros”: me amas y estás conmigo o te olvidas de mí. Pinches viejas.
Este filme está lleno de escenas cortas de pequeños atracos que van cometiendo los enamorados hasta que llegan a la pequeña ciudad de Hampton que es donde se desarrolla la que quizá sea la secuencia más famosa de la película. El director puso la cámara en el asiento trasero del coche robado que traen Laurie y Bart y ese será el punto de vista desde el que el podemos disfrutar toda la escena. A mi la verdad me mamó porque (casi) nunca los vemos hacer nada malvado, lo sabemos pero ojos que no ven, corazón que no siente. El mal no está en ellos, parece querer decir el director: el mal los rodea, los acosa y los toma como rehenes.
De verdad tienen que verla, es una cinta abrumadora y visualmente brillante. Joseph H. Lewis consiguió que el filme aún hoy sobresalga del resto de las películas criminales de serie B por su propuesta visual cargada también con un tono moderno para la época. Todo en la historia está muy chingón, pero sabemos que ese “último golpe” antes del retiro nunca es lo que se espera; el placer está en colocarnos como espectadores, del lado equivocado de la ley, ansiosos de que nuestros románticos villanos sean los que ganen sabiendo que nada puede salir muy bien al final de tan largo escape de la sociedad y de la ley. Este clásico hay que verlo como se debe: hagan un montón de palomitas, compren refrescos y pónganse cómodos, una hora y veintisiete minutos sin desperdicio. Gun Crazy, llegó a romper imposiciones de las productoras, los finales felices quedaron atrás, había llegado la hora de la oscuridad y la desesperanza.
Best:
El rostro eufórico de placer de Laurie en el coche volviéndose a mirar si los persiguen.