Estamos todos de pie, en silencio. Pasmados. Algo muy importante está sucediendo. Algo fundamental. Algo que pasa en la vida, si la bondad existe, acaso un par de veces. Nels Cline, allá, cerca de su amplificador, rasguña las seis cuerdas de su instrumento. A saber cuántos compases lleva así, picoteando las pastillas de la guitarra mientras Jeff Tweedy, a unos cuantos pasos, lo analiza con seriedad mientras lo acompaña con su diapasón en lo alto.
Afuera del foro que nos contiene, los vendedores de tazas y camisetas aguardan clientes al tiempo que las ficheras del Bar Miramar cruzan las piernas y el empleado de la pizzería de enfrente, sudoroso y harto, atiza el fuego del horno. Las cosas parecen seguir su curso natural; un perro alza la pata para mear en el bote de basura que afuera del 7 de la esquina existe y, a unas calles, un puñado de chinos consigue que un dragón se convulsione.
Los dígitos de los teléfonos celulares de la humanidad avanzan como de costumbre, pero en el Teatro Metropolitan el tiempo se dilata cuando Cline le saca punta a su plumilla. Concluimos entonces que sería mejor felicitarnos, por ser tan fuertes, por haber sobrevivido sin escuchar “Impossible Germany” cara a cara durante todos estos años. Algunos dicen que las cosas llegan cuando tienen que llegar, que los retrasos no existen, pero si el concierto de esta noche se hubiera aplazado un día más, tan solo 24 horas más, quién sabe qué sería de nosotros ahora mismo.
Wilco se tardó demasiado en aterrizar acá. Es cierto que antes de llegar a la Ciudad de México el grupo hizo una parada en el caribe nacional, sin embargo había que deshacerse de un riñón con tal de formar parte del convite playero. En realidad, las ratas de ciudad ansiábamos esta oportunidad, la de tener a los de Chicago cerca; lo requeríamos para saber que hay retardos que se perdonan fácil; que quizá las cosas, efectivamente, suceden cuando tienen que suceder y no tenemos más que apelar a la paciencia.
Nels así lo hace, por ejemplo. Sereno descubre que ha roto una de sus cuerdas poco antes de alcanzar la cumbre de su momento, de El Momento. Ágil prestidigitador, cambia de lira en un parpadeo y de vuelta se entrega al flujo eléctrico, se abandona y nos abandona a la suerte de sus falanges. Tras sumergirse en un trance de quién sabe cuántos compases, John Stirratt se le acerca con una bandera de México y con ella lo cubre; lo mima como si fuera un pugilista en su esquina, esperando el siguiente campanazo. Agotado, Cline recibe una abrasante ovación y entonces sobreviene lo improbable: por una vez en la vida los olés que el público arroja suenan justos, emotivos incluso. Wilco consigue que los viejos rituales del rock and roll luzcan frescos, que las canas brillen, que las arrugas reten.
«Wilco consigue que los viejos rituales del rock and roll luzcan frescos, que las canas brillen, que las arrugas reten»
La discografía del combo es lo suficientemente jugosa como para que en sus presentaciones siempre alcen la mano varios inconformes. Sin embargo, en este encuentro no caben los reproches (cuentan por ahí que el amor es demasiado poco como para malgastarlo en celos). En realidad esta noche todo brilla. Los armónicos que dotan de pulso robótico a “Bull black nova”, la efervescencia agria de “Random name generator”, el descaro asesino de “I’m trying to break your heart”; el fiero toque de Glen Kotche (el verdadero “Heavy metal drummer”) y la certera sobriedad de Pat Sansone y Mikael Jorgensen; la imponente pedalearía que a cada músico le ronda los talones, la fina mezcla de sala y el ritmo de las luces en lo alto, moviéndose lento, como faros en la oscuridad, cazando naves a la deriva en ese mar de butacas en el que nadie quiere hundirse.
Y aunque es atrevido subrayar temas en el listado, resulta inevitable hacerlo. Los extractos de A ghost is born calan especialmente. En Vámonos (para poder volver). Acordes y discordias con Wilco, etc., Tweedy refiere que mientras se encontraba en el estudio de grabación dándole forma a dicho álbum tenía claro que hasta ahí le alcanzaban las fuerzas; “Pensé que iba a morir. En serio. Cada canción que grabamos se sentía como la última. Cada nota parecía ser la final”, apunta. Y ese ánimo funesto y desesperado alcanza a colarse esta vez en “Handshake drugs” y “Hummingbird”; aunque es en “At least that’s what you said” y “Spiders (kidsmoke)” donde se presenta contundente, a punta de feedbacksy enunciados incisivos. Es en esta pareja que los efectos del abuso del Valium y el Vicodin se manifiestan. En sus tonadas se temen los efectos del mentado cold turkey, los espasmos que acompañan a la rehabilitación; el dolor punzante de la cruda moral y visceral. En ese par se fajan el atasque y la miseria; ahí mero se restriegan, a los ojos de todos, sin pena.
Precisamente durante “Spiders (kidsmoke)” Tweedy nos invita a ayudarlo con las palmas, como si la que interpreta fuese una ronda infantil. Le hacemos caso intuyendo que se acerca la despedida, entendiendo que aunque regresará de los camerinos abrazando a sus colegas ya podemos irnos en paz. Salir para cerciorarnos de que afuera todo sigue igual, desde el comal abollado de los tacos de pastor de la vuelta y los coquetos muebles del Café Trevi aferrándose a vivir, hasta la barra del Tío Pepe plagada de charcos y los trenes subterráneos de la estación Juárez, súpitos, alistándose para ofrecer los últimos viajes.
Las postales del barrio al cual pertenecemos continúan intactas, tal como las dejamos antes de entregar nuestro boleto en la puerta del teatro. Ahí están las instantáneas del rumbo donde los cigarros pegan más y saberse desempleado importa un poco menos. Las calles donde una marquesina anuncia que Wilco, al fin, vino a tocar para nosotros, quienes nos desplegamos repitiendo como un mantra los muchos “nothing” con los que el “Misunderstood” que llevamos dentro, muy a su manera, da las gracias al rock and roll. Las gracias por nada en absoluto.