Por: Gabriel Contreras
Tuve que decírselo muchas veces: “Yo no soy Martín, que no, que no lo conozco, no sé de quién me habla, no tengo idea”. Las llamadas comenzaron con cierto ritmo, digamos, leve: cada día unas tres, unas cuatro. Y al paso de los meses, ellos las fueron incrementando y puliendo también su estilo de molestar. Así, llegué a contar unas diez al día, y los sábados –según percibí- bajaban hasta quedarse en unas cuatro, no menos. Lo verdaderamente alarmante fue el día en que comenzaron a llamarme los domingos a partir de las siete de la mañana. En ese momento, sentí –puedo jurarlo- que el apellido Contreras se radicalizó como nunca dentro de mí, y en fin que me fui convirtiendo en un verdadero Hulk al contestar. Vaya, les decía “cómo joden, hijos de puta, vayan a la chingada de una vez por todas”, enunciados así, que solo estarían bien utilizados si se aplicaran a los acosadores del Tec. Pero ellos seguían -y siguieron- llamando, en la idea de que yo hiciera el abono correspondiente por un auto que jamás he tenido, ni comprado, y mucho menos a crédito.
-¿El señor Martín Rodríguez?
-Que éste no es el teléfono de él, señor.
-Es necesario que se presente por favor a una sucursal bancaria para hacer su depósito correspondiente al vehículo Acura que usted nos compró a crédito.
-Yo no soy Martín Rodríguez y no compro cosas a crédito.
-¿Cuándo pasaría a depositar?
-No voy a hacerlo.
-¿Sería hoy mismo?
-No.
-¿Entonces mañana?
-No, tampoco. La respuesta es nunca.
-¿Entonces cuándo, el lunes por ejemplo?
-No. Nunca, nunca voy a depositar, no sé de qué me habla.
-¿Es usted familiar de Martín Rodríguez?
-No sé quién es. Ya estoy harto de sus malditas llamadas. Yo a ustedes no les debo nada, nada de nada. Yo no soy Martín, no lo conozco, no sé de quién me habla, no tengo idea.
Así pasaron varios años, la verdad, varios años en la seguridad de que no tengo otra cosa que hacer, además de contestar esas llamadas estúpidas. En el café, en la cocina, en el parque, en todas partes veía surgir las mentadas llamadas en la idea de que tarde o temprano voy a pagar ese dinero que no debo. Y sí: solo había una solución, muy sencilla pero un tanto tosca. Arranqué el chip de mi teléfono, lo envolví cuidadosamente en papel celofán, y lo eché en la taza del baño de un restaurante en el que las meseras atienden muy mal –está en la calle Hidalgo-, le bajé y vi cómo esas llamadas giraban en el agua, con rumbo al infinito y más allá.
Muy buena, Martín! Muy buena.
Te estamos vigilando, Martín.