El ácido empezó a surtir efecto cuando nos bajamos del taxi. Desde que salimos en la tarde el cielo y las nubes negras anunciaban un diluvio bíblico. Nos habían cancelado el aventón y no tuvimos otra que lanzarnos en taxi. “Creo que fue un error haber venido”, le dije a Claudia cuando enfilábamos por la carretera hacia Huixquilucan, “va a ser un pinche desmadre”. Tal cual, llegar fue un milagro y en las Caballerizas caía la lluvia fría. De todas las pruebas de fe que el rockero debe superar, la lluvia es la que te purifica aunque termines batido en lodo. Íbamos preparados con chamarras impermeables y botas, pero como dice la primera ley de la hidrodinámica: el agua es canija. Intercambié números con el taxista, quedó muy chingón en recogernos sin darse cuenta de que el futuro de la humanidad dependía de su palabra.
El watteque de mis cincuenta
Lo primero que vi al bajar fue un par de Vans High Top hundidos en una zanja lodosa. El dueño prefirió bailarse el Hipnosis descalzo. Esos tenis ahí me patearon la nostalgia. Soy un rucker. Los Vans que usaba en los ochenta hoy me joden la espalda por una lesión en BMX hace más de veinte años. Son muy cool, pero un huarache de llanta tiene mejor sistema de pisada. Y como decía el brillante Doctor Federico Reinking, la vejez empieza por los pies. ¿Qué hace un cincuentón peregrinando a un festival de rock en medio del bosque bajo la lluvia? Buscar la felicidad. Como título de película con Will Smith y Morgan Freeman en el papel de Dios. Pero a esta altura del quinto piso ya empiezo a sentirme como el abuelo en El Día de la Bestia de Alex de la Iglesia: mi dosis de felicidad instantánea –que no sea dinero– suele ser medio ajo para sintonizar y socializar sin que se me vaya la olla. Las personas y las cosas son más interesantes así. Cuando el tráfico nos detenía en la estrecha carretera me empujé medio Grateful Dead Doble Gota que guardaba para una ocasión de este calibre: Claypool Lennon Delirium y Fu Manchu en una sola exhibición con Stereolab en el espectáculo de medio tiempo.
«Pinche crisis de edad amenazaba con sabotearme el trip a medio festival, entonces recordé que un sensei una vez me dijo:
ante la duda, el rock»
En mi original sistema de pensamiento era inconcebible no venir. Pero en la transición hacia el tostón tenía serias dudas sobre mi presencia en el watteque. La distancia, la lluvia y el lodo me daban hueva. Para todo hago pinches cuentas y una parte de mí sabía que debía usar ese dinero en arreglar el piso del departamento, en una revisión médica o en calzones. Así he andado durante meses, como el meme de un día eres joven… con la sensación de que las certezas existenciales –qué estupidez– hoy son un costal de dudas más pesado que yo. Cosas que ya daba por aterrizadas y firmes, vuelven más voladoras que una moneda al aire. De lo único que estoy seguro es que no estoy seguro de nada. Las dudas me asaltan por cualquier cosa y puedo notar que voy cambiando el filo y los valores ríspidos por la seguridad, la tranquilidad y la comodidad. Resistirse es una ilusión, como tratar de subir por una escalera eléctrica que baja. Hoy todo y todos acabamos siendo un meme. Y qué pinche es terminar siendo uno. Pinche crisis de edad amenazaba con sabotearme el trip a medio festival, entonces recordé que un sensei una vez me dijo: ante la duda, el rock.
Y sin drogas no hay rock. Sería como la cerveza sin alcohol o el café descafeinado. Una contradicción. Podrá saber o sonar, pero sin ese componente en la fórmula nunca será rock… ni blues, ni jazz, ni reggae, ni rap. Por eso, cuando estuvimos bajo una lona que hacía de arca de Noé frente a Uncle Acid and The Deadbeats, prendí un gallo loco de hydro con hash para darle un empujón al GDDG. Fue una patada suave que convirtió aquel lodazal en un enorme flan de chocolate en el que nos hundíamos al caminar y al personal en seres salvajes de barro y paja. Los organizadores tuvieron la brillante idea de colocar el escenario en el fondo de una pendiente por donde escurrían los ríos de agua y lodo. Cada año es lo mismo. ¿Por qué no lo hacen en otro lugar? Alcanzamos tres o cuatro canciones del Tío Ácido, nos hubiera gustado escuchar más, tocaban duro y el aceite había despegado. Justo a tiempo para lo que se venía.
La capitanía psicodélica del perpetuo concepto
El disco de rock más interesante y alucinado que he escuché en 2019 es South of Reality de Les Claypool y Sean Lennon. Por eso, cuando supe que jalaban pal rancho con música y acompañamiento, armé los boletos para el lodazal. A Primus, el otro grupo de Claypool, Claudia y yo lo enfrentamos en enero y fue como torear un minotauro que nos dejó sin aliento. El Delirium en aceite me dejó sin cabeza. Lo dijo el pacheco de Claypool al micro: Man, you blew my mind, cuando la nube maciza del material nacional los envolvió en sus alas verdes.
Subieron a tocar a las diez de la noche y nos acercamos al escenario mientras nos caía la lluvia pertinaz. El dúo del bajista más innovador en los últimos años con el estupendo guitarrista de Ghost of a Saber Tooth Tiger viaja en vivo con el baterista de Cake, Paulo Baldi, y el tecladista de Stone Giant, João Nogueira. Nos bajaron las estrellas líquidas con “Astronomy Domine” de Pink Floyd, la que abre el disco de tributos Lime and Limpid Green, y con ella Huixquilucan recuperó su estatus de Pueblo Cósmico E.T., donde la unión del hongo y el ovni es tradición. Fuimos abducidos por la psicodelia progresiva en la que prácticamente tocaron el bitlesco South of Reality: “Little Fishes”, “Blood and Rockets”, “The Moon”, “Boriska”, “Easily Charmed by Fools” y “Like Fleas”. El flan gigantesco bajo nuestros pies temblaba conforme nos hundíamos. Pero ellos tocaban “Cricket and The Genie” y “Breath of a Salesman” del no menos fantástico Monolith of Phobos. Atónitos como Richard Dreyfuss en Close Encounters de Spielberg, atestiguamos otros dos covers extraterrestres mientras la nave madriza enviaba señales sensoriales: “The Court of The Crimson King” y una reinvención de “Tomorrow Never Knows” que nos estremeció de energía lisérgica.
«El disco de rock más interesante y alucinado que he escuché en 2019
es ‘South of Reality’ de Les Claypool y Sean Lennon. Por eso,
cuando supe que jalaban pal rancho con música y acompañamiento,
armé los boletos para el lodazal»
Pese al clima, la atmósfera que brotaba de aquellos altavoces como río encantado de colores convirtió el bosque en un reventón de chaneques y marcianos atraídos de las pirámides mexiquenses. Claypool es un magazo absoluto con su bajo Pachyderm, prestidigitador de cuatro cuerdas y creador de la polka psicodélica, ese licuado alucinógeno de ritmos, estilos y técnicas que no deja de sorprender.
El que se reveló como un guitarrista de altura fue Lennon. Se nota que no desaprovechó el apellido, la Bilt Zaftig plateada es elástica entre sus manos al sacarle sonidos voladísimos. Tiene asimilados entre los dedos los géneros mencionados, pero prefiere crear el suyo saltando de uno a otro. Fue una lástima que tuvieran los minutos contados. Al final, en un solo de guitarra fuera de serie, el hijo de Yon y Yoko empezó a manipular los pedales de efectos con las manos. Puso la guitarra en el piso y se acostó acariciándola, tocando los efectos hasta alcanzar un feedback abrumador, en armonía con el zumbido del bajo de Claypool que reposaba contra el amplificador.
La Familia Partridge en ácido
Mild High Club nos pareció más aguado y ligero que la nueva Heineken sin alcohol. Claudia prefirió empacar un monchis. Entonces nos enfrentamos al atraco del sistema sincash con una tarjeta a la que le metes dinero que quizá no vas a gastar ni a recuperar. No recuerdo cuánto le metimos porque en esa dimensión los números ya eran un idioma indescifrable para mí, pero lo suficiente para el taco y dos bebidas. Atravesamos el charco hasta la pista de patinaje en lodo, allá despachaban el menú rockero con la novedad de que la fila más grande era la de los churros con chocolate. Sólo tomé un refresco, ni drogado me formaba en esa cola donde vendían vasos de espuma tibia de cerveza a precio de Don Periñón. También pasé de comer, no quería que los tacos empezaran a mugir o a ladrarme en la cara antes de zampármelos. Nos montamos en los troncos que servían de bancos, observando al personal que deambulaba mojado, hambriento y cansado. En cada uno de ellos vi a un fiel creyente del rock. Muchos llegaron desde el mediodía para escuchar a The Darts, Tajak, Sei Still, The Holy Drug Couple, Crumb y Kikagaku Moyo.
Cuando empezó a tocar Stereolab retornamos a escucharlos bajo la lona donde volví a prender el churro turbo con chocolate. ¿Te ha sucedido que hay grupos que ponen chingón a la mayoría de la gente menos a ti? Pues eso me sucede con Stereolab. Pero también con The Cure, Radiohead, Pearl Jam y Joy Division, entre otros que suscitan mames de toda sístole y diástole. Jamás les quitaría una nota de mérito, son muy buenos. Forman parte de mi gran soundtrack personal, pero nunca me han enganchado para llevármelos a la tumba. Y tampoco tienen que mamarme, como a ustedes, ¿o sí? Acá la cosa es que estaba tan puesto que empecé a tripear a Stereolab como si fueran la Familia Partridge en ácido. Entre risas y pasitos de baile me hicieron recordar la serie con todo y mamá tocando el pandero. Al final se despeinaron al recetarnos “Crest”, “Lo Boob Oscillator” y “John Cage Bubblegum”, material con el que sí conectamos por su profundo parentesco con Velvet Underground y Yo La Tengo.
Como un meteorito que cae
Fu Manchu es como un meteorito que cae y su onda expansiva de psicodelia, heavy metal, blues, space rock y punk extermina lo que hay alrededor. Pertenecen al movimiento del Desert Rock, marginados por su gran volumen al tocar. Un grupo que tenía pendiente antes de colgar los tenis ahora que la muerte acecha a la vuelta de la esquina. Y de pronto los destapan para cerrar en lugar de Electric Wizard. Stoner en vez de doom. El stoner es uno de los últimos resquicios del rock drogo, denso, alucinado y ruidoso en el panorama musical. Y carece de vanidad. Lo que importa es la música y el sonido.
Las máquinas de Fu Manchu dejaron su huella sónica en este corazón porrero hace más de dos décadas, cuando el stoner era una aplanadora lunar. En su música atraviesan máquinas de movilidad como símbolos de resistencia y sonoridad: patinetas, bicicletas, motocicletas, coches, camionetas, camiones, vehículos y naves espaciales. Pocas veces la vida jala a tu favor y ésta era una sorpresa de doble tracción: viajar en vivo con aceite Bardahl Super Racing en las venas y el tercer eje de la cuadrinidad porrera que formaban en los noventa con Monster Magnet, Sleep y Kyuss. Fu Manchu son hijos de Black Sabbath y Blue Öyster Cult – quienes hicieron aquella gira Black & Blue en 1980–, y también son los progenitores del súper trío Nebula. Pero cambiaron su reino por la búsqueda del riff perfecto y un sonido colosal en la Tierra como en el Espacio. Toneladas de marihuana, quizá las dos guitarras más potentes de California, Scott Hill y Bob Balch, con el ritmo 4X4 del baterista todo terreno Scott Reeder y el clutch del bajista geezerbuttleriano Brad Davis. La única opción era subirse al avión aunque su turno para cerrar fuera a la una de la mañana en medio del lodazal. Ellos conectaron sus Marshalls, las guitarras y los pedales en un set the controls to the heart of the sun.
«El stoner es uno de los últimos resquicios del rock drogo, denso, alucinado y ruidoso en el panorama musical.
Y carece de vanidad. Lo que importa es la música y el sonido»
Y el meteorito cayó. Los Fu Manchu rompieron la barrera del sonido desde que calentaron amplificadores y arrancaron con “Eatin’ Dust”, “Squash That Fly” y “Anxiety Reducer”. Nos acercamos al rock monumental en expansión que, iluminado con pericia por el ácido en todo su esplendor y el resto del gallo loco nos hizo ver la luz y sentir el calor directo de la Fuente de Poder. Conectados con el Zurdo de Birmingham repasaron la era Bjork-Reeder con “Weird Beard”, “Evil Eye”, “Pigeon Toe”, “Clone of the Universe”, “Laserbl’ast” y el ataque revoltoso de las BMX, “Moongose”. La Mecánica Popular aplicada a la ciencia ficción y a las guitarras Fender y Ampeg Dan Armstrong: unos riffsotes imponentes y redondos como los anillos de Saturno girando a la velocidad del fuzz. El rock de Fu Manchu es una ciencia disfrazada de ruido espacial y un ritual para psiconautas nivel Hawkwind.
El tramo final fue un reto sónico que sorteamos con el lodo hasta las rodillas. Se dejaron caer con “Hell on Wheels”, “Push Button Magic” y esa joya de la velocidad que es “King of the Road”. Terminaron con la odisea espacial de The Action Is Go, una versión larga y atascada de “Saturn III” que nos llevó y nos trajo en un abrir sin cerrar de ojos durante unos quince minutos luz. Cuando terminó estábamos tan aturdidos que nadie supo en realidad lo que había sucedido. Mi lápida será una lista de grupos en vivo, uno de ellos será Fu Manchu.
Un niño en el lodo
Emprendimos un regreso más largo que el camino a la infancia. No teníamos idea de cómo íbamos a regresar porque del taxista ni sus luces y no contestó las llamadas. En ese momento perdimos la fe en la humanidad, condenada a desaparecer muy pronto. Logramos salir del bosque y atravesar la carretera en caos, entonces recordamos que la tarjeta sincash tenía algo de dinero, pero la idea de regresar y formarnos quién sabe cuánto nos desinfló. A las dos y media de la mañana, muy purificado y todo, lo único que quieres es caer en tu cama. Las ratas lo saben, se frotan las garras porque saben que no tienes pila para regresar a reembolsar. Después se podría hacer en línea, con el inexplicable cargo al reclamar tu dinero.
«Mi lápida será una lista de grupos en vivo,
uno de ellos será Fu Manchu»
Vimos unos camiones que salían llenos de gente y nos formamos ahí, en unas rejas tipo La Guerra de los Mundos de Spielberg. Nos agruparon como refugiados por destinos, luego nos arreaban para poder subir y escapar de la zona de desastre. Casi logramos treparnos a uno que iba a Mundo Ñé, pero nos pidieron la pulsera sincash para poder abordar. No teníamos pulseras verdes pero sí la pinche tarjeta. Ni madres, no era válida para el transporte. Volvimos a cruzar la carretera en el pinche desmadre y luego de buscarle un rayo pudimos conectar un taxi compartido con otro compa. Nos cobró los 300 que nos quedaban, también nos quedamos sincash. Y a mí me dolían la espalda y los pies por donde empieza la vejez. Ya estaba en modo mejor siéntese, señor. Me sentí como un dinosaurio pateando para evitar la extinción.
“Parecías un niño jugando en el lodo”, me dijo Claudia en el taxi. Pero si yo viajaba a la velocidad de la luz en una nave espacial de rock macizo, girando por planetas ruidosos y atmósferas tóxicas. Ajá, niño en el lodo. La traducción simultánea es que en ese momento fui auténticamente feliz. Ahora sí que gracias a Morgan Freeman encontré lo que vine a buscar, aunque suene a canción de U2. Y lo seguiré haciendo mientras pueda seguir llenando mi vida con música y compartirla con alguien como Claudia, mi “Strong Girl” de Iggy Pop.
Los festivales y los conciertos son la única forma que tienen los grupos de existir y seguir produciendo la música que me mueve. Si en el 2020 vienen Monster Magnet o Social Distortion, ahí estaré sin duda alguna cual dino rockeando con lodo en las botas. Como en “Truckin’” de Grateful Dead, estos cincuenta años han sido un largo y extraño viaje. A ver cómo se pone la segunda mitad. El rock es mi camino hacia la tercera edad. Larga vida al rock.