Regresé a Las Vegas, el único antro en años luz a la redonda donde es posible encontrar cerveza, para darme cuenta de que de 35 pesos, pasaron a vender cada latón a sesenta bolas. De modo que ahí estaba, embarrándole gel anti bacterial al aluminio, sorbiendo, pagando por una chela como si fuese whisky, presenciando cómo lo imposible lleva rato teniendo lugar.
Acodado en la barra, supe que un par de sujetos estuvo oyendo a AC/DC antes de tomar asiento en una nave que lo llevaría a rebasar la atmósfera terrestre; leí que los gabachos andan pariendo lumbre en los semáforos con tal de que éstos se queden en rojo en nombre de George Floyd; que la CDMX está alistándose para retomar las calles cuando el virus prácticamente vuela ante nuestros ojos, cuando flota campechano por los aires. Casi puede escuchársele susurrándonos al oído, como un zancudo zumbando por la madrugada.
Entonces, mientras Grupo Firme se la rifa y la del antro me pregunta si los dorilocos van con bistec o longaniza, me entra una llamada. Un amigo me dice que a unas cuantas calles de donde me encuentro hay cerveza, que una miscelánea presume refrigeradores desbordados de ella. Anticipando mi incredulidad, anexa fotos. Tras andar hacia allá, resulta ser cierto que tras el mostrador de una tiendita extraviada en la unidad habitacional más infame del rumbo hay congeladores retacados de chela. Así que tras armar una vaca más o menos gorda llenamos varias bolsas de mandado y salimos con un botín bien frío, como patas de muerto (por supuesto, a precio de reventa).
¿De dónde obtiene tantos cartones esa gente? ¿Cómo, de la nada, amanece una bodega llena con algo que lleva semanas fuera de producción? ¿Robo hormiga, chela adulterada, mafias? Camino a casa, encuentro que la fila para entrar al supermercado está para espantarse. La gente anda en la calle, riendo, echándose un helado, un elote; esperando con ansias que abran el cine, los comercios. En realidad el ambiente es festivo; los niños se arrastran por el suelo mientras sus padres usan el cubre bocas como paliacate. Se percibe la alegría de la parentela del moribundo que de pronto sintió ganas de comer y hasta se levantó por su propio pie; la euforia de quien observa cómo la presión arterial del abuelo regresa a la normalidad mientras sus dolores, milagrosamente, se achican. La pura finta.
La diferencia entre ser precavido y pesimista es apenas un movimiento de cabeza. La vida me enseñó a, antes de cruzar la calle, voltear hacia ambos lados, sin que importe si se trata de una avenida con una sola dirección vehicular. Sin embargo mi barrio ignora teorías de cualquier especie; le vale el pesimismo, la precaución. Luce feliz a lo bruto, por el simple hecho de saber que le será posible salir a respirar smog directo del envase sin sentir culpa alguna. La verdad es que acá sólo durante un fin de semana encontré las calles realmente desiertas; de ahí en fuera siempre pareció que en lugar de cuarentena vivíamos en cuaresma.
Mi barrio ignora teorías de cualquier especie; le vale el pesimismo, la precaución. Luce feliz a lo bruto, por el simple hecho de saber que le será posible salir a respirar smog directo del envase sin sentir culpa alguna.
De cualquier manera, algo ha faltado desde hace tiempo. Algo, no sé qué. Tal vez ese toque de felicidad que percibo de pronto al volver a casa debido a que, a nivel popular, se está en el entendido de que a partir del 1 de junio todo, todito, al menos en estos terrenos, vuelve a la normalidad. La nueva normalidad. La nueva mortalidad. Entre tanto, queda claro que a la pandilla ya le urge salir a retozar, a cabulear y bulear en el ambiente que conoció, en el que se crió. En ese sentido parecemos estar listos para invadir las banquetas perpetuando el clásico: “chingue su madre, de algo habremos de morir”.
Porque al estrellarnos nos reconocemos. Porque somos coches de choque. Los prietos estamos hechos de contacto directo. En mi caso, acabé en Las Vegas con un amigo, quien gentilmente me disparó tres latones de sesenta pesotes, porque sabemos bien que no es lo mismo echarse un trago en casa que hacerlo ahí, en la barra de un antrucho de poca monta. A veces quieres salir, sorprenderte; en ocasiones lo que buscas es que las variables de la ecuación se manifiesten, que éstas te ofrezcan resultados alternos.
En eso precisamente es experto el viejo DF. No importa a dónde vayas; siempre salta un tigre sobre la mesa, siempre aparece un payaso que hace magia o una diva que le juega a la viva. Lo increíble es la verdad, como rezaba el slogan de Duda, el mítico pasquín marciano-esotérico. Y es precisamente en ese toque azaroso donde se encuentra el no sé qué del que hablaba. Allí mero está aquel algo que no alcanza a entenderse con cabalidad. La materia inasible, el éter que nos hace y nos ase a nosotros mismos, como especie chilanga. En esto pienso ya tendido en mi sillón más mullido, dostres tullido por los brebajes.
Con el cel entre manos, leo que el rock como hoy día se entiende ya se amoldó a las nuevas leyes y el primer portazo virtual ha tenido lugar. Siddhartha planeaba ofrecer un concierto sin considerar que los más vivos ya estaban listos para gozarlo sin pagar, echando mano de sus dotes como hackers. En otra esquina, una página en la red habla del arribo de los auto conciertos y una más del fallecimiento de Charlie Monttana. En ese son, un documental se exhibe a lo largo del fin de semana como homenaje al Novio de México, así que me dispongo a verlo, recordando cuando el güero y yo nos sentamos a platicar por horas en la hoy muerta cantina La Villa de Madrid. Vivíamos en otro planeta entonces.
Esa pareja de astronautas que hace poco abandonó la tierra oyendo a AC/DC, ¿tendrá ganas de volver acá?, ¿habrá pagado viaje redondo? Le doy un sorbo a mi chela de reventa tras hacerme la pregunta. Entonces las noticias me aterrizan de golpe: horas antes, en el Bancomer que se encuentra justo en la esquina de casa, con la ayuda de un cinturón bomba y una video llamada, un puño de ampones secuestró a una cajera para robar nada menos que 10 millones de pesos. Asalto futurista en mi colonia cuartomundista. La nueva normalidad. En el televisor, Monttana pide chicharrón con chilacayota en una fonda mientras muerde una tortilla; a mí, el chupe me sabe a, ¿alcohol del 96, jabón, perfume? Como sea, ya me voy acostumbrando.