Perdí la cuenta. No sé si son cuatro o cinco trenes los que se han ido sin mí. Imposible abordar en la línea 1 del metro. Convoys pasan y pasan y quienes dentro de los vagones sudan, enredados entre torsos, lonjas y bultos, me miran miserablemente a través de rayoneadas ventanas antes de alejarse. Se esfuman por el túnel con la voluntad aniquilada. Viajar así, apretados y apestosos, hartos y encabronados, debería usarse como pena para criminales. Saco mi teléfono para ver la hora. Se me ha hecho tardísimo. Llevo alrededor de media hora aguardando en la estación Candelaria y en el andén no cabe ni una astilla.
Finalmente consigo subir a un tren. Con tal de lograrlo, soporto un coscorrón, tres codazos y la monserga de tener frente a mí, a tres dedos de mi barbilla, la sebosa cabeza de un tipo. No tengo más que aguantar el olor no sólo de esa testa, sino el de todas las que a mi alrededor hay (mi estatura me obliga a ello, cómo escapar). Tan hacinados viajamos que si parara la trompa podría besarle la mollera al de enfrente, sin problema. Precavido, prefiero contraer los labios y hacer lo de siempre: meter mi mano a una de las bolsas delanteras del pantalón, donde guardo mi teléfono.
Sin embargo, cuando mis dedos están a punto de llegar a su objetivo siento con claridad cómo el aparato sale del bolsillo. Todos viajamos bien trenzados, el tejido que formamos está lo suficientemente apretado como para no apreciar más que una masa morena y amorfa de arrugas y pelos que bufa como si camino al matadero anduviese. De cualquier modo alcanzo a verlo de reojo, por última vez, mi celular; yéndose con una limpieza asombrosa, como si un hilo invisible lo jalara hacia el vacío para luego extraviarse entre codos y antebrazos. Mi mano continúa su viaje desesperanzada, por pura inercia. Nomás a palpar, a certificar. Sólo a dar fe. Acabo de sufrir un Encuentro del Primer Tipo con la Ratota. Me han robado mi teléfono.
Por supuesto que no es la primera vez que me ocurre, que me atraquen en el metro. Los habitantes de la capital estamos calados en ese tipo de menesteres. Trueno la boca. Cinco meses de uso, cinco meses me duró el gusto del celular. “¿Cómo es posible que me la hayan aplicado? Es que fue mi culpa”; me digo, “saqué el aparato en el andén, para ver la hora”. “Lo brillé, ahí el error”, recapacito, y luego inclino la cabeza hacia atrás lo más que puedo, procurando inhalar aire limpio, o, mejor dicho, dándole las tres al viento caliente que el extractor de aire del techo expele. Universidad Londres, Licenciatura en Gastronomía: leo el anuncio en una de las paredes y entonces mi mirada choca con la de una chica cuya facha contrasta con la del resto de los viajantes.
Rubia, con chamarra blanca, ojos claros, bien maquillada y peinada. Nada qué ver con todos los demás, quienes presumimos caras mantecosas, pelos desordenados y, lo más importante, un gesto de hastío llagándonos la cara. Ella, en cambio, sonríe; tiene los cachetes deformes por la presión corporal de los demás, pero sonríe. Llamó mi atención desde que apareció al andén y se paró detrás de mí. Los vagones de mujeres, como suele ocurrir, estaban mucho más vacíos que los destinados a los hombres, ¿quién en su sano juicio preferiría sufrir este martirio? En eso ando cuando ocurre un segundo choque de miradas, esta vez con el sujeto que tengo enfrente. El tipo alza la cabeza con dificultad y, tal como hizo la rubia, baja su mira apenas se encuentra con la mía. “Ya se delató”, pienso.
Todos conocemos el modo de operar de esas ratas. Se suben en bola al vagón, crean tumulto y en la confusión concretan sus fechorías. De esta manera me han robado gorras, sombreros, mochilas, carteras y celulares. Considerando mi historial podría decirse que me la sé, pero sería mejor aceptar que pensé sabérmela. La verdad es que no sé nada, menos andando bajo la tierra. Acá, cerquita del infierno, la de por sí ruinosa humanidad citadina se transforma en puro despojo. Nos arrastramos trabajosamente por pasillos y escalamos jadeantes escaleras; tragando tacos de canasta y pastes rancios; comprando cables, pilas y cortauñas para luego ser absorbidos por réptiles que nos escupen chupados, secos, masticados. Salimos a la luz como bagazo. Como cucarachas buscando el mejor momento para chingarse unas a otras. Se trata, finalmente, de sobrevivir.
Considerando mi historial podría decirse que me la sé, pero sería mejor aceptar que pensé sabérmela. La verdad es que no sé nada, menos andando bajo la tierra. Acá, cerquita del infierno, la de por sí ruinosa humanidad citadina se transforma en puro despojo.
Analizo mi posición. Viajo untado contra las puertas, dándoles la espalda a éstas. Volteo discretamente a mi izquierda y me encuentro con una señora diminuta, acaso de un metro cincuenta de estatura. Evidentemente tampoco tiene nada qué hacer en el vagón de los hombres. Otra cómplice. Si estiro el brazo puedo accionar la palanca de emergencia pero, ¿qué haría después? El tren avanza, despacio, más de lo normal. Estamos perdidos en el túnel que va a llevarnos a la estación San Lázaro. Descarto la posibilidad de jalar la palanca roja cuando arribamos al andén de la siguiente parada, donde muchos pretender subir sin éxito. Nadie baja; nos quedamos como estamos, la masa compacta, inalterable. Parecemos fideos secos en un envase de Maruchan; si alguien sacudiera el vagón saldríamos todos juntos, en bloque. Hemos adquirido la forma del envase que nos contiene y en este caso hay dos camarones que pretenden ponerle sabor al caldo: la señora diminuta y la güera. Una de ellas tiene mi teléfono, estoy seguro; el tipo que me lo sacó del bolsillo ya lo entregó, por supuesto.
Avanzamos hacia Moctezuma y se me ocurre hacer una cosa: gritar que alguien acaba de robarme mi celular. Pero, vuelvo a preguntarme, ¿qué haría después? También pienso cantársela directo al sujeto que llevo pegado a mi cuerpo; derecho exigirle que me regrese mi aparato. En eso estoy cuando se abren la puertas en la estación y el vagón se vacía dramáticamente. Pierdo a la rubia entre empujones, pero de reojo alcanzo a ver que la mujer de baja estatura se va; casi todos luchan por salir a tiempo, doy vueltas toscamente, sin saber muy bien qué hacer, otra vez todo es confusión. Me golpeo contra un tubo aparatosamente y el que me sacó el teléfono me mira directo a los ojos para decirme: cuidado, no se vaya a lastimar. Pinche descarado.
La llegada a la siguiente parada se me hace eterna. Siento caliente la cabeza. Muy pocas veces en mi vida he tenido ganas de soltar un puñetazo; para entonces apenas puedo contenerme. Una vez en Balbuena, ni bien se abren las puertas, el sujeto sale a paso raudo. No la pienso y lo sigo. Ando tras él, pisándole los tobillos. Cruzamos torniquetes. No hay policías a la vista. Subimos escaleras. Estamos a punto de llegar a la calle, considero que pueden estarlo esperando ahí sus compinches, que la peor idea es continuar, pero lo hago. Y entonces veo, al fin, a un policía. Al oído le digo lo que acaba de pasarme, uso tres palabras, acaso, y luego señalo al hombre que ya se pierde entre puestos callejeros. “Vamos”, me dice el uniformado.
¿Cuál es?, me pregunta mientras ya casi trotamos. Y en la urgencia agarra a otro, a un inocente; corregimos rápido el error y le damos alcance al malora. El policía lo toma de los dos hombros para orillarlo a la pared. La gente se abre a babosear, chismea encantada. Aquél ni se la esperaba. Me sorprende su cara de susto, de gato acorralado. ¿Qué te hice?, me pregunta. Quizá la interrogante más necia que yo haya recibido. Entonces me apaña un sentimiento nuevo: el desprecio. Miro a aquel excusarse, jurar que es un hombre honrado que va camino a casa para cuidar a su hija. Otro policía aparece y llama a mi número, pero obviamente el aparato ya está apagado. Todavía me cabe un poco de calma y le suelto a la rata: dame mi teléfono y ai´muere, aquí queda, dejo que te vayas. Pero el policía voltea a verme; “eso ya no se va a poder”, me dice.
Nos dirigimos a la Delegación más cercana. La Venustiano Carranza. Ahí nos quedamos un buen rato, entre escritorios y entrevistas. Mientras declaro, a unos pasos de mí está aquél. Esposado. Y seguimos intercambiando miradas, como en el vagón; y él continúa esquivando las flechas, todas las veces. Al terminar mi parte, le pido a un policía que me acompañe a un taxi porque tengo miedo de que la pandilla del ratón esté por ahí, merodeando. Una vez que considero que estoy lo suficientemente lejos, tomo un microbús y termino por adentrarme de nuevo en el metro. Desciendo escaleras, cruzo filtros. Meditabundo, asqueado. No quisiera hacerlo, no desearía meter mi boleto al torniquete, pero, ¿me queda de otra? Ese es mi destino. Perderme ahí abajo y luego emerger, chupado, seco, del piso más cercano al infierno. A diario. Se trata, finalmente, de sobrevivir.