El baile sucede en la calle, sin cubrebocas ni fases de alerta. Todos los pasos, no siempre acompasados, tienen plataforma en el concreto flanqueado por jardineras. El sonido emana de un par de bocinas maltrechas mientras un tipo de rostro duro -pero voz amena- usa un micrófono para incitar a que nadie se tome un respiro. ¡Qué valioso se volverá respirar en unas semanas! Pero ahora que todos bailen, dice el ‘maestro de ceremonias’; qué todos se eleven fugazmente del piso esta noche que, sin saberlo aún, será la última de la vieja normalidad.
Fue en fin de semana, un domingo, antes de que se instaurara la Fase 1 del coronavirus SARS-CoV-2, que provoca la enfermedad Covid-19. La Ciudad de México tenía cervezas en sus refrigeradores y Óscar Chávez estaba vivo. Y en el mundo el problema solo era China y Facebook se usaba para lo usual -ofensas e indignaciones-, sin los ‘Punto y te digo…’ de por medio.
El ruido comenzó con la luna. De un par de parejas, en pocos minutos la congregación se hizo notable; más de 100 personas en medio de esta plaza, hermana menor de la Alameda, que honra su nombre: de la Solidaridad. Solidaria con los menos favorecidos, pues en ella es recurrente ver a esos que usan las jardineras como casa, a esos que se olvidan del mundo inhalando bolsas de pegamento y también a esos que la frecuentan porque, a diferencia de su vecina (la Alameda), este espacio, a veces lleno de puestos ambulantes y casi siempre con un olor pestilente, sí tiene baño.
La música es el sonidero; esa vorágine de cumbias rebajadas que luego incluye otros géneros capaces de provocar la cadencia en el cuerpo. Y con cada rola, cada bola: de lo colectivo a lo selectivo, pues, aunque todos tienen un mismo fin -el baile-, no todos tienen el mismo nivel para desarrollarlo.
Ambos bailan. Ambos ríen. Ambos no se conocían ni se conocerán más de lo que dura la canción. Ella volverá con sus amigas. Él buscará otra pareja en la pista. Pero durante tres minutos con cuarenta y seis segundos se sumergen en un ritual de sudor, íntimo y callejero.
Marta o María o Mercedes baila con Juan o Jonás o Jonathan. Aquí el nombre vale menos que las piernas (con todo y el líquido de las rodillas). La lógica: si bailas bien, te quiero conmigo; si bailas mal -y lo sabes-, te quedas mirando.
Aunque para los de ambos-pies-izquierdos hay un par de tipos que instruyen. Se ubican en la periferia del epicentro dancístico, mostrando cómo se debe recorrer la pista con cadencia, con soltura, sin miedo.
Como esto es una fiesta, hay sonrisas y también bebidas. Los descarados/osados las llevan en la mano, a pesar de que el Centro Histórico es el cuadrante con más policías de la alcaldía. Pero aquí, en la bola, hay un escudo que no deja entrar a los ‘puercos’; saben que una incursión contra estos, que en su mayoría provienen de la Guerrero, Salto del Agua y San Cosme, no les inclina la balanza. Y es que la banda, aunque diversa en muchas cosas, coincide en que los ‘azules’ son enemigos comunes. ¡No se quieran sentir muy verga!
La dama y el vagabundo
Ella lleva el baile. Él la sigue, intentando. Ella usa una minifalda morada. Él tiene un sombrero que hace juego con sus zapatos. Ella lo mira a la cara. Él voltea a ver sus pies para no cagarla. Ella, con la blusa corta, asoma una barriga prominente. Él, cuando sonríe, parece no tener todos los dientes. Ella lustró sus tacones antes de venir. Él cobró la quincena para estar aquí. Ella, con la canción que suena, se acuerda de alguien. Él escucha la letra y no le transmite nada. Ella mañana se tiene que levantar temprano para el trabajo. Él mañana irá a buscar cómo ganarse un buen varo.
Ambos bailan. Ambos ríen. Ambos no se conocían ni se conocerán más de lo que dura la canción. Ella volverá con sus amigas. Él buscará otra pareja en la pista. Pero durante tres minutos con cuarenta y seis segundos se sumergen en un ritual de sudor, íntimo y callejero. Ella tal vez lo invitó porque le pareció atractivo. Él tal vez aceptó porque estaba aburrido. Ella, la dama. Él, vagabundo. Y de pronto, silencio. Los pies quietos. Se dan las gracias. No intercambian teléfonos. Y luego, repiten lo mismo, pero con alguien más. Así el último domingo de la vieja normalidad.
La vieja normalidad
Esa noche no teníamos a un subsecretario ‘playboy’ (López-Gatell) capaz de decir la misma frase varias veces (Quédense en casa), pero en tonos diferentes. No teníamos cubrebocas con estampados de superhéroes o equipos de futbol. No teníamos que sustituir los gimnasios por videos tutoriales. No teníamos actores explorando redes hechas para chicos de 20 años (TikTok). No teníamos “cervezas Chingonas” de menos de 2 grados de alcohol. No teníamos tantos comerciales sobre jabón. No teníamos vecinos vendiendo gel antibacterial en lugar de antojitos. No teníamos gente en Santa Fe cantando el “Cielito lindo”. No teníamos que dejar de ver a los abuelos. No teníamos que preocuparnos tanto por una tos. No teníamos a los analistas deportivos haciendo karaokes. No teníamos periodistas conocidos incitando a la desobediencia. No teníamos que desempolvar los juegos de mesa. No teníamos masturbación en exceso (o bueno, depende). No teníamos a tantos repartidores exponiéndose grueso. No teníamos a tontos agrediendo a cualquiera con bata de doctor. No teníamos que evitar andar de vagos. No teníamos tanto silencio en el barrio.
El último baile
Desde el confinamiento es raro pensar en ese baile frente al Museo Mural Diego Rivera. Raro porque aspectos, entonces cotidianos, hoy son impensables; darse cuenta cómo cambió todo tan rápido, tan de pronto, por un virus del que todavía se conoce muy poco, pues ni su origen es certero.
Pero lo más difícil es la idea de que tal vez alguna de las personas reunidas aquella ocasión, que en su mayoría pertenecían al rango de población vulnerable al Covid-19, ya sea por su edad o situación económica, está sufriendo el daño pulmonar que conduce a la insuficiencia respiratoria; ese actuar del coronavirus que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), abre orificios en los pulmones dándoles un “aspecto apanalado o en panal”. Lo más difícil es la idea de que ella, la dama, o él, el vagabundo, tan lucidos y tan alegres en aquel baile, hoy puedan estar conectados a un tubo para respirar o, en el peor de los casos, estar ya dentro de una bolsa cadavérica.