La primera vez que fui a un concierto tenía 11 años. Era verano y en el Centro de Convenciones de Acapulco hacía un calor delirante, que me hacía sudar como puerco dentro de un coordinado de terlenka.
Por: Elena Santibáñez
La primera vez que fui a un concierto tenía 11 años. Era verano y en el Centro de Convenciones de Acapulco hacía un calor delirante, que me hacía sudar como puerco dentro de un coordinado de terlenka. Iba con mi papá. Fue la primera vez que estuve en un palco de prensa y la única que vi en vivo a Gloria Gaynor a quien por supuesto me gustó escuchar [hasta la fecha «I Will Survive» es una de mis rolas favoritas de la vida], pero lo que más disfruté fue regresar a donde nos hospedábamos, quitarme la ropa y tirarme en calzones frente al ventilador. Quizá este poco agraciado debut como como asistente a un espectáculo musical signó mi relación con los eventos multitudinarios que, sinceramente, nunca me han interesado y —como dice don Teofilito— ni me interesarán.
Durante mi adolescencia me hubiera encantado escuchar en vivo a Los Ángeles Negros, Los Solitarios, Los Pasteles Verdes y Los Terrícolas, agrupaciones que en diferentes momentos fueron a amenizar el guateque en mi pueblo, donde no se hacían toquines sino bailongos, a los cuales nunca fui porque era muy chica para andar en el jolgorio pero seguro que, en caso de haber podido, no lo hubiera hecho nomás para no entrarle a la aglomeración. Años más tarde, justo por eso no fui a ver a Depeche Mode [1993], y el boleto que con tanto cariño y anticipación me compró mi entonces cónyuge lo terminó usando Joselo Rangel, quien desde antes y hasta la fecha es amigo de mi hoy primer ex marido.
Unos años antes del histórico rechazo para asistir a ese concierto al que muchos hubieran matado por ir [en realidad eso es exagerado, pero “matar por algo” es un lugar común que sintácticamente funciona casi para todo], con ese mismo marido fui cliente frecuente de los celebérrimos antros, hoy desaparecidos: La Última Carcajada dela Cumbancha (LUCC), el Bar Nueve y el Tutti Fruti. En los dos últimos, las multitudes se apiñaban en reducidos espacios, por lo que había que andar con cuidado para no pisar a alguien [no sus pies sino su cuerpo], y con la enjundia adrenalínica que genera «Rock the Casbah», el slam era la oportunidad ideal para incrustarle la bota de casquillo en el cráneo a alguien, o dejarse ir contra el personal desde una silla de ruedas [true stories]. El LUCC, que era más bien amplio, en el primer aniversario de Café Tacvba parecía que iba a reventar como piñata mientras todos tratábamos de evitar que el apretujamiento nos sacara la fruta. Lo anterior, quizá, dilucida por qué ir a lo de Depeche Mode no se me antojaba ni tantito.
Pero no todos los toquines son iguales y hubo conciertos que disfruté muchísimo, como el de Real de Catorce en el Festival Cervantino de 1988, en una plaza de toros que estaban por clausurar por hundimiento paulatino, y quizá esa fue la razón por la que sólo un área del graderío fue utilizada, la cual estaba casi llena. Abrió Bon y los Enemigos del Silencio y esa parte la viví casi en ausencia pues sólo conocía una rola. Cuando este grupo abandonó el escenario, también lo hizo el 90% del público que, al contrario del reducido número de personas que permanecimos en nuestros lugares, no fueron a escuchar a la banda de José sino a la de Bon. Fueron momentos de inenarrable angustia [aquí también exagero porque la crónica melodramática es un género que me gustaría explotar a fondo] en los que cupo la posibilidad —o al menos eso me pareció a mí— de que se cancelara el resto de la presentación.
No fue así y bajo una Luna redonda y enorme —la famosa Luna de Octubre—, José Cruz inauguró la noche con «Azul» y continuó con una deliciosa selección de su repertorio. Éramos muy pocos —unas 50 personas a lo sumo— pero yo sentí que la banda nomás estaba ahí para mí. Agradezco que en esos tiempos aún viviéramos a salvo de la “memoria instantánea” que se guarda en el teléfono o la Tablet, porque de haberse registrado aquel concierto es muy probable que hoy notara que se oía de la chingada, que la gente hablaba y no pelaba al artista, que la Luna ni siquiera era tan grande. Por suerte sólo puedo verlo en mi memoria con perfección irrefutable.
En el Auditorio Nacional —donde en un ambiente controlado las masas nunca alcanzan a salirse del molde por más levadura que tengan— asistí, entre otros, al espectáculo de tres de mis héroes de la canción popular: Tania Libertad, Joaquín Sabina y Juan Gabriel. Al de este último accedí con una acreditación de prensa y, desde la comodidad de mi butaca pude observar cómo hombres, mujeres y periodistas —posesos de un fervor inusitado— querían aventarle los brasieres y las tangas al Divo de Juárez, lo cual llevó a los señores a por lo menos lanzarle sus corbatas. Ese momento sí me hubiera gustado registrarlo, y hoy sería un bonito testimonio del efecto seductor, avasallante e indiscriminado, que las jotas lentejuelas de Juanga podían ejercer en el respetable.
Otro concierto que recuerdo gratamente es El gusto es nuestro [1997]. Esa vez pasé por encima de mi fobia al gentío para poder estar cerca de Ana Belén, Víctor Manuel, Miguel Ríos y Joan Manuel Serrat, a quienes en realidad no tuve cerca sino que pude ver de lejos. Estaba recién casada con otro de mis maridos, quien consiguió los mejores boletos disponibles en la primera fila, de arriba hacia abajo, en la Plaza de Toros México y adquirió el “paqueteayudes”, que le traía su binocular Made in China y su cojín de gomaespuma conmemorativo del concierto los cuales, respectivamente, ayudaban a distinguir las diminutas figuras en el escenario, y a evitar que se entumecieran las nalgas por la dureza y el frío de la grada de cemento.
Salimos rete contentos y para que no decayeran los ánimos nos fuimos en nuestro vocho derechito al Bar Milán, donde tomamos varias bebidas refrescantes, sociabilizamos un par de horas con la concurrencia, y antes de que se notara más nuestra ebriedad que nuestra euforia decidimos irnos a casa. Cuando llegamos al coche vimos que faltaba el vidrio lateral del lado del conductor, el cual estaba intacto recargado sobre una llanta. Aunque el interior había casetes, libros, mi abrigo, un paraguas y la mochila de mi hoy ex marido que, si bien no traía nada de interés ni valor, si estaba chida y en buen estado, sólo se llevaron los cojines. Fue un robo impecable, sin daño material, susto ni merma económica pero a mí, que siempre he coleccionado baratijas, me causó daño moral irreversible porque hasta las oscuras golondrinas pueden regresar, pero mis cojines mal impresos en vinil barato de aquel concierto irrepetible, ésos no volverán.
A inicios de los dos miles fui con uno de mis más queridos amigos a ver a Peter Murphy, y me encantaría decir que su concierto fue de los mejores espectáculos musicales de mi vida; sin embargo, lo único que puedo contar sin temor a incurrir en falsedades es que, por un lamentable error de mi parte, bebí demasiado mezcal antes de irnos al evento, y los baños del Circo Volador eran como una locación de Trainspotting. No mucho tiempo después asistí con un par de amigas a ver David Byrne en el Teatro Metropolitan, hecho del que sí guardo memoria, y del que puedo afirmar lo que no pude respecto de la presentación del vocalista de Bauhaus, porque el indescriptible talento del fundador de los Talking Heads me dejó con el alma sacudida e incendiada.
Cuando Radiohead se presentó en México en 2009, yo tenía un amante de tiempo incompleto, seguidor de la banda, a quien se le ocurrió que podríamos escuchar el concierto en las inmediaciones del recinto y así ahorrarnos una suerte de incomodidades [en atención a mí] y también la lana de los boletos [en atención a él]. Lo escuchamos adentro de su coche estacionado en una calle aledaña al Foro Sol. La verdad no recuerdo si el sonido era fuerte y claro porque estábamos muy cerca o porque había una transmisión en vivo que escuchábamos por radio. Sólo recuerdo que fue una noche muy chida que yo hubiera guardado para siempre en el baúl de las cosas preciadas de no ser porque mi vínculo afectivo con el susodicho se tornó en pesadilla de tiempo completo, con rol de turnos, y horas extra sin ninguna prestación.
Pero donde bien pude ganarme el Oso de oro, amén del odio eterno de quien me invitó, fue en el mega toquín de U2 en el Estadio Azteca [2011], en el cual aprendí dos reglas básicas para ver un grupo en vivo: 1) Hay que ser fan para poder cantar las rolas sin importar que la letra esté en inglés y uno no lo hable [en estos casos el entusiasmo suple por mucho el conocimiento] y así poderse contagiar del goce colectivo; 2) No hay que ir si uno anda cansado o desvelado. Yo cumplí al revés las dos premisas y el resultado fue que —aunque usted no lo crea— me quedé profundamente dormida. Fue una verdadera suerte que nadie me grabara roncando y babeando y subiera el video a alguna red social con lo cual hubiera tenido mis 15 minutos de infamia y hasta un título nobiliario me hubiera ganado.
Toda esta crónica para decir que, la mera verdad, los conciertos que más disfruto son en foros pequeños y público reducido, como los de Jaime López [En 2010, a propósito de El diario de un López en el Foro 81] o los de Carlos Avilez en su gira argentina [Buenos Aires, La Plata, Rosario, 2014]. Las últimas presentaciones de este tipo a las que asistí fueron el año pasado en Guadalajara en Palíndromo: en una conocí a una banda de jazz llamada Niglos, y en otra tuve el privilegio de escuchar a Jaramar con Caída Libre. Su voz maravillosa aún resuena en mi memoria. En ningún concierto tomo videos ni fotos. Sigo la filosofía expresada por Joan Manuel Serrat en Bellas Artes [2014]:“[…] ver el concierto tiene su encanto, en lugar de irse con esto a su casa y verlo en su casa lo ve ahora. Deje de grabar mujer, véalo, si está muy bien en directo. También existe la realidad, hay un mundo más allá de Windows, más allá de Apple, y es fantástico, pasan cosas, pero no lo tendrá grabado”.