Es domingo y en el balcón del departamento donde vivo me las he ingeniado para amontonar un pequeña mesa y una silla. Es mediodía. Vengo de comprar carnitas en el raquítico tianguis que cada fin de semana nace y muere frente a la iglesia del barrio. Dos de surtida con todo, salsa roja, un par de quesadillas de sesos y una cerveza. Eso cargo en una bolsa. Extraño las carnitas La Lupita, en la colonia Doctores. Anhelo probar aquellos espléndidos poemas a la manteca cobijados con tortilla doble, bañados con salsa de molcajete. Sin embargo no me queda más que paliar con sucedáneos.
Últimamente paso horas en mi pequeña terraza porque extraño el cochambre del exterior. Vivir encerrado aturde, desubica. El balcón es mi único punto de escape, mi contacto con la calle, desde un segundo piso. El calor arrecia a la hora en que desarmo el itacate de papel aluminio y de una mordidita hago que de la bolsa de salsa nazca un pezón y el empaque se transforme en una teta lista para ser amamantada; luego, disperso sal sobre el manjar para colapsar arterias. Suelo guardar un tarro congelado en el refrigerador; por él voy y lo copeteo con chela no sin antes exprimirle un limón y arrojar otro pellizco de polvo blanco en éste, otro domingo tras las rejas.
Desocupado, hurgando en los rincones más oscuros de casa encontré una copia de El concierto para Bangladesh. Tres viniles en cuyo centro se encuentra el rostro de un infante desnutrido, con la mira extraviada, temblando por un taco como el que me estoy despachando. Un taco lonjudo. La noche previa me quedé dormido escuchando dos de esos tres platos, así que, tras limpiarme los dedos con una servilleta, reviso lo que resta y continúo con la faena sonora. Le toca a los lados IV y V.
Los Glimmer Twins, Bob Dylan, Leon Russell, Ringo Starr y, claro, George Harrison.
Me conecto con la mera banda ancha rolando bacha y sus respectivas ovaciones, del fade in al out. Es 1971, hay miles congregados en esa rebanada de plástico, encapsulados en el primer concierto con fines benéficos de la historia. Algo impensable hoy día, en que perderse entre tanta gente significaría cometer suicidio. Actualmente una sonada de nariz en público equivale a empuñar un plomo cargado. A las quecas me aboco, mejor, mientras el disco gira. Cuidadoso, extraigo la daga de madera que cruza cada untada de cerebro en el maíz dorado y mastico. Se oye “Young blood” mientras crujo la boca y, sin avisos, reaparece Amy.
La vi hoy mismo, al amanecer. Sin conseguir el sueño del todo me levanté al escuchar alegatos en la calle. Me asomé por la ventana y la encontré afuera, tambaleante, discutiendo con un tipo mientras compartían trago. Para mí, todas las flacas briagas y desgreñadas, drogotas y buscapleitos, llevan por nombre Amy. Ahí un caso más: rubia, no más de veinte años de edad, con dos palos de escoba como piernas y un vestido rosa bien untado. La melena suelta, liada como un trapeador puerco y un tatuaje recién rayado en el muslo; pensaba que traía los calzones a media asta, pero checando con calma descubro que se trata del hule protector de su tatú, hecho tirones.
Está sentada en una banca y se pasa la mano por la cabeza. Hasta mi lugar llegan las pulsiones de la cruda que se carga. Me sirvo otro charquito y entonces van llegando, uno por uno, de dos en tres. De motoneta a troca. De bicla a patín. Chacas. Look, chacas. Chacas everywhere, diría Buzz Lightyear. En pocos minutos ya hay fiesta. Un cartón de chelas, una bocina y dos Kosako grandes y azules. También llega un par de quinceañeras. Así agarra forma el perreo, el flirteo. La clásica francachela dominguera. Relucen las monas, los porros. La pandilla cata estopa y sábana sin miedo. Los congregados saben que nadie va a molestar, que las patrullas descansan en chanclas lejos de aquí. Amy, con el coco en las nubes, es el núcleo del desgarriate. Todos la nalguean y besuquean mientras inhala, sorbe y hasta abajo baja al son Ozuna, Maluma y una que otra cumbia.
Cuenta el diario El Universal que once colonias ubicadas en esta delegación, se asoman como “focos rojos de contagio”. No lo dudo. Algunos hablan, incluso, de una bomba de tiempo. Se refieren a barrios como el que me cobija, donde pareciera que no ocurre gran cosa, donde llevamos varias semanas de vacaciones, lavándonos las manos una vez al día, si es que nuestra memoria es benevolente.
Cuenta el diario El Universal que once colonias ubicadas en esta Delegación, la Gustavo A. Madero, se asoman como “focos rojos de contagio” en estos momentos. No lo dudo. Algunos hablan, incluso, de una bomba de tiempo. Se refieren a barrios como el que me cobija, donde pareciera que no ocurre gran cosa, donde llevamos varias semanas de vacaciones, lavándonos las manos una vez al día, si es que nuestra memoria es benevolente. Me pregunto en qué orden iremos cayendo y si, tal como ocurre cuando tiene lugar la gran peregrinación anual hacia la Basílica de Guadalupe, las calles a los pies de mi terraza amanecerán de pronto tapizadas de cuerpos, mientras infectos rezos ascienden despacio, rebasando azoteas.
Quito mi disco. Para qué pelear batallas que de antemano se saben perdidas. Con un ojo al gato y el otro al garbo pardo, aprieto el botón incorrecto en el control remoto y la radio se activa. En un acto sin precedentes, suena una versión en directo de “I’m so afraid”, de Fleetwood Mac. Cámara. La pista de sonido perfecta. “Pinches Kids”, pienso; “a Larry Clark le faltó andar por esta calle en su momento”. Subo el volumen. Casi aplaco el reguetón que a mis pies pies mueve y con un palillo me pico entre dientes mientras Lindsey Buckingham hace lo propio con las cuerdas de su lira. Me sirvo más cerveza.
Mentiría si digo que coincidimos azarosamente en la puerta de mi edificio. Cuando noto que la chacalada se dirige con su barullo a otro lado, agarro mi envase casi vacío y rápido me dispongo a ir por una más con tal de seguir a la juventud en éxtasis y entrever su destino. Al salir de casa, extraigo del buzón el recibo de la luz y tras checar el monto a pagar, mentalmente aviento el papel en el bulto de deudas que llevo rato poniendo en engorda. Los cobros se acumulan y las reservas se extinguen. Necesito encontrar un trabajo real, algo que remunere. En la radio, un buen hombre hace sonar “Heroes”, aunque en la versión de King Crimson. Una adaptación que se va extraviando con mis pasos, tal como las palmas que minutos antes despidieron al de “Taxman”.
Sigo a la marabunta. Vivo a la vuelta de la esquina de un hospital. En la entrada de urgencias me topo con una cartulina fosforescente que anuncia que solicitan personal de limpieza. Le tomo una foto al cartel y continúo, pero entre mis cavilaciones laborales y el flashazo digital pierdo a Amy y sus amigos. Traían prisa. Avanzo y busco. No es casualidad que frente al hospital exista una funeraria. Ahí, entre ataúdes, pegada en una vitrina encuentro una hoja donde se avisa que ahí, pues igual, trabajo hay. Al igual que en el hospital existe un único requisito para cobrar: contar con ganas de laborar; la experiencia previa es innecesaria.
Amy y sus colegas quedan en el olvido. De pronto regresa a mí la preocupación, el ansia. La emergencia sanitaria, como a millones más, me tiene tronándome los dedos. Al volver a casa considero cuál de las dos opciones laborales sería mejor tomar y sin pensarlo demasiado tomo una decisión. “Hablaría bien de mí llegar con mi solicitud de empleo llena y, también, una idea de cuáles serían mis responsabilidades”, analizo. Y en dos minutos ya estoy de rodillas ante una vieja caja repleta de películas piratas. Todavía mordisqueo el palillo de dientes. En realidad, me las arreglo para aprisionarlo mientras le soplo el polvo al título que estaba buscando. “Sí, hoy es domingo de clásicos”, me digo al dirigirme al reproductor de dvd´s, tras sacar de una bolsa de celofán un disco en cuya superficie puede leerse: Orozco. El embalsamador.