Es evidente que el rol histórico de las mujeres está cambiando, y ellas están cambiando al mundo. Lo que es difícil de afirmar es si el mundo y su vida están mejorando.
Por: Elena Santibáñez
Hace 15 años, cuando me despedí de mi cuarto marido —en realidad sólo me casé formalmente con dos, pero el matrimonio no sólo es un estado civil y religioso sino también emocional, por eso me considero viuda de todos—, por primera vez fui consciente de que algo no andaba bien con mis relaciones amorosas. Y no es que en las rupturas anteriores no haya quedado devastada sino que, en esta ocasión, tuve una claridad que no había tenido antes la cual, años después, pude expresar así:
“Eran días grises, los recuerdo. Cierro los ojos y los veo como en un indeleble álbum de fotos. Días lentos, implacables, susurrantes, de ésos que te dicen al oído más cosas de las que puedes escuchar y por supuesto entender. Recuerdo el frío. Un frío que contrastaba con el Sol que atisbaba en mi ventana mientras yo me refugiaba entre las mantas tiritando. Una vez más sobrevivía. Eran los tiempos de mi último divorcio y yo, que hasta nuevo aviso había perdido las ganas de seguir remando, flotaba en un mar aparentemente muerto, asida de libros que agotaba rápidamente —a veces beber libros y no ginebra es una decisión afortunada—, con una técnica aprendida en la infancia: escaparse en un libro cual si fuera alfombra mágica, mimetizarse con seres y lugares intangibles, volverse página, cornisa, palabra, pasta dura —camouflage— para tratar de distraer al enemigo, que siempre está más cerca de lo que uno supone, y casi nunca es quien uno cree.
“Me recuerdo, cigarro en mano, leyendo a William Burroughs. Un libro escrito en México, DF, donde en algún pasaje detallado el autor narra la experiencia de un heroinómano, cuyo cuerpo le empieza a exigir la nueva dosis. El impacto fue tremendo pues yo, que entonces ni ahora he probado la heroína, conocía perfectamente los síntomas, los había vivido antes y justo los tenía en ese momento. El síndrome de abstinencia me reveló de golpe que ciertos tipos de amor son una droga dura. Y resulta que uno se volvió junkie desde niño, y no lo sabe, claro. ¿Cómo pensar siquiera que tu propia familia te vuelve inseguro, quebradizo, temeroso, dependiente? ¿Cómo asumir que uno crece y se vuelve nocivo para sí y destructivo para otro? No recuerdo cuántos días lloré abrazada al libro de Burroughs, amarrada a mí misma con las cuerdas de mi reciente convicción, luchando como todos los adictos por no seguir destrozándome la vida ni destrozándosela a otro.”
En otros textos he contado diferentes aspectos del proceso que desde entonces he vivido, el cual empezó como el deseo de relacionarme de otro modo con mis parejas y establecer vínculos diferentes con ellas; pero en realidad se trataba de la búsqueda de mí misma, porque para poder establecer otro modelo relacional, el cambio primario debía generarse en mí. Es difícil elegir acertadamente una pareja, construir una relación sólida, acrecentarla y conservarla cuando uno no sabe quién es y, por tanto, tampoco sabe qué quiere. Una vez iniciadas las pesquisas para hallarme, una de las primeras cosas que entendí fue que mi forma de relacionarme, no sólo con los hombres sino con el mundo, era resultado de la “mezcla de la casa” de roles de género que recibí en el hogar paterno, entre otros atípicos aspectos del combo educativo con el que crecí.
He narrado con más detalle en otros textos la singular óptica pedagógica de mis progenitores la cual, explicada de manera resumida y quitándole sus aderezos, se sustentó principalmente en el deseo de ambos —quizá no conscientemente asumido— de que yo fuera el primogénito que mi papá quería y la mujer “diferente” que mi mamá anhelaba, lo cual lograron. Por supuesto ninguno de los dos siquiera imaginó que la satisfacción de su ego —entendido éste como la parte de la psique que se reconoce como “yo”— iba a afectar el mío, por fortuna no de manera irreversible y, a estas alturas de mi vida, ya me empiezo a sentir del otro lado, es decir, en mi lado, como la mujer —mucho más común de lo que a mi mamá le hubiera gustado y muy lejos del cabrón que mi papá quiso hacer de mí— que tanto trabajo me ha costado encontrar, entender, perdonar, aceptar, abrazar y amar.
Recientemente, por recomendación de un amigo que sabe que estos temas me interesan, conocí el estudio de género realizado por la psicóloga y escritora chilena Pilar Sordo quien, a raíz de su divorcio, se interesó en estudiar los comportamientos, actitudes y situaciones de las relaciones de pareja para tratar de explicarse qué le había pasado a la suya. Ésta fue nuestra primera coincidencia: igual que yo partió de una separación para buscar respuestas a su vida amorosa, pero ella fue más allá de sí misma y realizó durante tres años una investigación que empezó en su país y después se extendió a otras regiones de Latinoamérica, entre ellas Argentina y México. En ella participaron alrededor de ocho mil personas, hombres y mujeres, de cinco a noventa años de edad, de diferentes estratos socio-económicos, en zonas rurales y urbanas.
“La investigación —explica en la Introducción de su libro ¡Viva la diferencia! (Y el complemento también)— me permitió identificar como una tendencia importante el que hoy día se piense y transmita a las generaciones jóvenes que las mujeres sufren más, que las mujeres son más humilladas, que las mujeres son más maltratadas. Esto en muchas situaciones y en determinadas realidades sociales es verdad, sin embargo ello no justifica que se esté traspasando en la actualidad a nuestros hijos y futuras generaciones, la idea de que para sobrevivir o vivir más felices hay que ser lo menos mujer posible.”
Esta idea parece ser la premisa de la creciente demanda de igualdad que busca subsanar las desventajas de las mujeres frente a los hombres. Ante esto Pilar expone: “No es cierto que hombres y mujeres seamos iguales; la verdad es que somos absolutamente distintos. Por medio de mi trabajo pretendo demostrarlo y en alguna medida ayudar a que seamos capaces de valorar nuestras diferencias para generar complemento y no motivar la ‘implacable’ igualdad que lo único que produce es competencia. Ahora bien, aclaro que igualdad no es lo mismo que equidad. Tenemos derechos que nos igualan y, por lo mismo, debiéramos acceder a las mismas oportunidades; pero esto, reitero, no quiere decir que seamos iguales ni psicológica ni socialmente hablando. Cada uno aporta a la sociedad y al mundo afectivo que lo rodea cosas distintas y cosas igualmente importantes”.
Mediante indagatorias estrictamente personales —apoyadas con terapias misceláneas— llegué a conclusiones semejantes a las que la doctora Sordo estableció con su investigación: hombres y mujeres somos distintos porque tenemos características emocionales e intelectuales que nos dan capacidades diferentes para aprehender el mundo, interactuar e incidir en él. En la conferencia —disponible en YouTube— que lleva el nombre de su libro expone los puntos más relevantes de su investigación empezando por referir el acto de la concepción como un ejemplo arquetípico de la diferencia entre lo masculino y lo femenino a partir de su acción correspondiente: soltar y retener; de manera amena y concisa va explicando como este rol originario genera un patrón de conducta que se va traduciendo en todas las áreas de la vida de las personas; y de ahí parte para abordar los aspectos del trabajo personal que es necesario realizar para que hombres y mujeres armonicen, primero consigo mismos y luego unos con otros.
Al hablar de la importancia y la relevancia de los roles diferenciados y complementarios entre hombres y mujeres, la terapeuta destaca el poder creador femenino, la fuerza de las mujeres como generadoras no sólo de vida sino de cambio, y subraya su condición de guías, de dadoras de estructura por su insustituible capacidad de ser en cada pareja, familia o núcleo comunitario, la brújula que todo barco necesita. Me parece que la energía transformadora de las mujeres es innegable y, actualmente, podemos verla en las acciones de las abanderadas de un feminismo despiadadamente igualitario, que está guiando el barco social hacia un nuevo puerto, generando una transformación donde los roles tradicionales empiezan a romperse, aunque las ventajas son menos evidentes que sus contradicciones.
Ejemplo sencillo y cuasi inocuo: un sector de la población femenina ejerce su derecho a dejarse crecer los pelos axilares y a mostrarlos, como una forma de rechazo a los patrones sexistas. En esta postura subyace un deseo de “igualarse”, porque traer los pelos al aire no tiene por qué ser privilegio de los hombres, y tener la piel lisita es una práctica enajenante de quienes obedecen la heteronorma. Se asume en consecuencia que, de ser posible, también se dejarían la barba y el bigote. Ese mismo sector aboga por diferenciarse gramaticalmente de los hombres y construye palabras aberrantes como presidenta, consultanta, adolescenta, y marca muros infranqueables entre los niños y las niñas. Es decir, estamos ante un sector de combativas féminas que no tienen empacho en parecer señores, pero se niegan a ser nombradas con ellos dentro del mismo vocablo. Entonces rompen las viejas estructuras —incluidas las gramaticales— para proponer un lenguaje “igualitario” tan provechoso y estético como una axila peluda.
Es evidente que el rol histórico de las mujeres está cambiando, y ellas están cambiando al mundo. Lo que es difícil de afirmar es si el mundo y su vida están mejorando. En mi opinión sería más efectivo seguir la sugerencia de Pilar Sordo, que también es la mía: cambiar nosotras primero, dejar de culpar a los otros de nuestra infelicidad, y sanar nuestra esencia femenina y reafirmarla lo cual, por cierto, no significa ser débil, sumisa o dependiente sino —entre otras cosas— amorosa, sabia y generosa, para entonces de veras transformar el universo, lo cual es imposible si no se empieza por el propio.