Sabía que era mejor no salir de casa, pero alguien dentro de mí lo exigía: deshazte del lazo que traes en el gañote y corre agitando el hocico por las praderas. “Pronto no podrás hacerlo más”, pensaba. Así que atendí el mensaje que al celular me envió un par de colegas. “Pasa al Walmart por un gin y vente a brindar a la casa, acá hay chelas, hielos y todo lo demás”. El pretexto que requería. En diez minutos ya corría hacia el supermercado.
En plena Fase 1 escapé de casa cuando el reloj rayaba las diez de la noche. Me sorprendió encontrar que los semáforos, esa suerte de metrónomos chachalacos que nos indican cuándo es sano cruzar la calle, resonaran a cuadras de distancia. Vaya, que fue extraño notar que, muy lentamente, iba teniendo lugar lo que muchos llevan rato contándonos en las redes: las cucarachas empezaban a resguardarse en sus respectivas guaridas. Ante mis ojos desfilaban avances de la mísera “bitácora-tostón” a la que hace poco hizo referencia Vila-Matas y que hoy día, penosamente, pulula en las redes sociales.
La policía me barrió al entrar al súper. Uno con tolete me preguntó qué iba a comprar. Le dije que atún y tortillas y me creyó. En la zona de licores tomé dos botellas de uno de los estantes de vinos y encontré que quedaban pocos frascos. Mandé una foto a quienes me aguardaban sedientos: “sólo hay Gibson’s y Oso Negro, ¿cuál prefieren?”. Leí por ahí que durante la última oleada de compras de pánico quienes sufrieron los embates no fueron los rollos de Charmín y Pétalo sino los brebajes con alcohol. Y parecía ser cierto. Pagué con tarjeta (así dicen que uno debe hacer para evitar propagar el virus) y sin bolsa de por medio me enfilé al depar en cuestión.
Cruzando una unidad habitacional que pondría a Mad Max nervioso, busqué la morada de mi amigo. Ya había ido antes a esa terminal infame, pero con la razón sobajada. Apreciar el paisaje con los cinco al tiro era distinto. Entre las avenidas de esa suerte de ciudad podrida, perdida y malparida, a cada diez pasos tropezaba con adolescentes fumando piedra y mota, bebiendo a sus anchas y dejando que del cincho se asomara la cacha. Por todos lados había picaderos disfrazados de puestos de garnachas, e igualmente tienditas clandestinas y depósitos de cerveza regenteados por mafiosos. Basura. Peste. Miseria. El dulce encanto de vivir al norte de la ciudad.
En el depar de mi amistad las cosas andaban a un orden especial y espacial. Al contrario de la podredumbre que afuera reinaba, adentro del sitio todo era armonía. Un cosmos diseñado por un dios benevolente sin crisis virulentas a la vista.
Metí cuarta sin dejar de espejear. La botella que llevaba me serviría de arma si la situación lo ameritaba. Mientras daba zancadas, consideré lo imprudente de mi obrar. “Debí quedarme en casa”, me decía; “he venido a meterme justo al foco de infección. Como siempre, como de costumbre. Qué necedad. Y qué necesidad, también”. Pensaba en los regaños que los escribas conscientes de Facebook ya comenzaban a postear. Sermones escritos desde el púlpito de una superioridad moral nauseabunda. Gente que de pronto mostraba una empatía por la raza humana y un grado de civilidad sin precedentes. Se trataba justo de los mismos que con frecuencia hablaban de ansiar una hecatombe que acabara con la humanidad. Pura facha.
Aunque eso no evitaba una realidad: sin duda encajaba en sus descripciones. Yo era uno de los señalados. Por hallarme ahí, en la calle, listo para hacinarme con tres más para inflar, no era más que un naco irresponsable. Mi barbilla se movía despacito, de arriba abajo. “Sí, eso soy, un naco irresponsable”, meditaba al tiempo que buscaba el edificio número nueve. Vivo a pocos minutos del lugar donde la parranda se armaría, sin embargo el ligero viraje de mi brújula me hacía estar alerta. Mandé un mensaje a discreción. “Ya estoy aquí, salgan por mí”.
En el depar de mi amistad las cosas andaban a un orden especial y espacial. Al contrario de la podredumbre que afuera reinaba, adentro del sitio todo era armonía. Un cosmos diseñado por un dios benevolente sin crisis virulentas a la vista. La bebida y la botana corrían gentiles, y a eso le puse atención. Me aplasté para hablar de los proyectos editoriales que se han ido al caño por el mentado mal que nos tiene con las tetas como gelatina y luego entre todos fuimos soltando anécdotas. ¿La más memorable? Una de orden campirano que consistió en la expedición que uno hizo a Pahuatlán para olvidar ahí los estribos, entre sones y brujos. Mientras las historias corrían, en el aparato de sonido James Brown daba cátedra de lo que significa estar sobrado de testosterona.
Para qué mentir: hubo una hora en la que extraviamos nuestros vasos y terminamos empinándonos uno ajeno. Ni modo que no. Un desorden del que Hugo López-Gatell escaparía corriendo.
Brindamos. Cruzamos copas. Y conforme fuimos avanzando en nuestro viaje a la embriaguez no sólo chocamos palmas, sino que nos abrazamos y, por supuesto, nos salpicamos con saliva al hablar. Para qué mentir: hubo una hora en la que extraviamos nuestros vasos y terminamos empinándonos uno ajeno. Ni modo que no. Un desorden del que Hugo López-Gatell escaparía corriendo. Inconscientes, nacos, irresponsables y todo lo feo que se nos pueda endilgar, dimos por terminada la sesión cuando algunos cabeceaban y otros de plano roncaban. Aunque todavía estaba oscuro afuera.
Me derrumbé cerca de las cuatro de la mañana. Lo hice sobre un sofá. Inicié mis sueños hecho bola y desperté tres horas después despatarrado, con un cobertor San Marcos encima de la osamenta. Intenté escapar del depar apenas abrí los ojos, pero, por obviedad, la puerta tenía triple seguro. Mareado, me dediqué a buscar el llavero mágico hasta que lo encontré. Abrí despacio, sin hacer ruido, y al final cerré la puerta con la delicadeza que un hombre fino presume a la hora de desabrochar el brasier de la que a punto está de acostarse con él. Al pelarme, barrí el depar de enfrente, donde, me platicaron, vive un policleto a quien le robaron el vehículo de trabajo justo en su narizota. Ahí mero, en la puerta de su hogar se torcieron a la ley del monte y hasta la penca rayoneada le dejaron.
Y allá iba yo, camino a casa, urgido sobre la avenida Eduardo Molina. Recibiendo ese sol malsano que obliga a los crudos a arrepentirse de todos y cada uno de los sorbos dados horas atrás. Un tanto liado, notaba cómo al amanecer las cosas parecían andar con normalidad en la calle. Porque tal como en la noche previa las prostitutas del rumbo y los taqueros laboraron como si el aire no estuviera preñado por la muerte; a esa hora de la mañana los vendedores de tamales y atole, así como los indigentes que lamían su bachita, se limpiaban las lagañas relajados.
Tras quince minutos de viaje a rajada pata, antes de abrir el zaguán del edificio que me aloja, al buscar mis llaves en el bolsillo del pantalón encontré un botecito con gel antibacterial que cargué al salir y que, obviamente, jamás usé. Lo destapé entonces. Y medité seriamente empinármelo para hacer gárgaras antes de encerrarme en mi cueva. “Ora sí”, me dije luego, poniendo en la puerta una tranca bien pesada; “ésta fue mi última parranda en mucho tiempo. De aquí no saldré, al menos en un mes”.