No me gusta escribir a partir de recuerdos porque éstos suelen propinar zancadillas continuamente. Afortunadamente, algunos amigos, entre ellos Toño Pantoja, tienen buena memoria y guardan una memorabilia de la cual, por alguna estupidez, me desprendí.
Pero incluso esos recuerdos, aunque un tanto desvirtuados por el paso de los años, funcionan para ilustrar alguno de los difíciles momentos que el rock vivió en este país. Para muchos, luego del Festival de Avándaro, hay una prohibición —si no por escrito, por lo menos tácita— de las autoridades del país hacia este género. Lo han documentado Federico Arana (Guaraches de ante azul. Historia del rock mexicano, Editorial Posada, 1985), Federico Rubli (Estremécete y rueda. Loco por el rock and roll, Chapa Ediciones, 2007), Juan Jiménez Izquierdo (Avándaro. Una leyenda, Eridu Producciones, 2011), Jorge Héctor Velasco, compilador (Rock en salsa verde. La larga y enjundiosa historia del rock mexicano, Conaculta / Uva Tinta, 2013), Luis Fernando (Avándaro. La historia jamás contada, Editorial Resistencia, 2018) entre ellos. Para otros, los rockeros de la generación de Avándaro se han victimizado en exceso, aunque este punto no está documentado como el anterior.
¿Como descubría un joven, un protoadolescente, el rock a principios de los años setenta? Los vehículos normales, convencionales, eran las estaciones de radio, los amigos o familiares y las revistas. Tal vez había algún programa de televisión, pero no lo tengo anclado en la memoria, porque la caja idiota -—apelativo que se le daba en esos años a la TV— no era uno de mis medios favoritos.
Se escuchaban por las radiodifusoras juveniles, que no rockeras, los éxitos del momento, todos ellos importados, pues de bandas nacionales apenas y había chispazos y éstos, cuando se colaban en las frecuencias, eran cantados en inglés, como “Nasty Sex”, de La Revolución de Emiliano Zapata o “Lucky Man” de Mr. Loco (tema ganador del Festival Mundial de la Canción Popular en 1975 y de título similar a una composición de Emerson, Lake & Palmer), que sonaban junto a The Osmonds, The Partridge Family, America, Leo Sayer, Paper Lace —Banda Macho hizo una versión al español de “La noche en que murió Chicago”, en 1975-—, Yes —hubiera sido el colmo que “Roundabout” no se hubiera transmitido si fue un hit a nivel mundial—, Led Zeppelin. Las compañías discográficas en el país se apegaban a los dictados de sus matrices en USA o Europa y editaban aquello que ya había probado ser rentable en otras latitudes.
Sin embargo, si uno era asiduo o se internaba en las revistas especializadas, encontraba que no había una correspondencia entre lo que se leía y aquello que se escuchaba. (OJO: Es importante señalar que hablo desde mi condición de chilango, de mi experiencia como consumidor de rock en la capital del país y asumo que no necesariamente la situación fue similar en otras ciudades, principalmente en los tradicionales centros rockeros que eran Tijuana, Guadalajara, Monterrey.)
Se escuchaban por las radiodifusoras juveniles, que no rockeras, los éxitos del momento, todos ellos importados, pues de bandas nacionales apenas y había chispazos y éstos, cuando se colaban en las frecuencias, eran cantados en inglés, como “Nasty Sex”, de La Revolución de Emiliano Zapata o “Lucky Man” de Mr. Loco
Circulaban por esas páginas nombres de bandas que uno suponía nacidas de la imaginación de sus redactores: La Division del Norte, Epílogo, Nahuatl, Toncho Pilatos, Enigma, El Pájaro Alberto, Tinta Blanca, Hangar Ambulante, Dug Dug’s, Javier Bátiz. Digo nacidas de su imaginación porque cuando uno iba al super, sitio en donde era más fácil comprar los discos, sobre todo si uno desconocía la existencia de tiendas especializadas, no se topaba con esos álbumes y tampoco se les escuchaba en la radio. Mucha bandas de ese entonces ni siquiera lograron grabar un disco en su existencia. (OJO 2: No fui a Avándaro, aunque no lo creas lector, también fui niño, pero sé que mi conversión al rock comenzó en ese año o en 1972 porque uno de los temas que me llevo a éste fue “I just want to celebrate”, de Rare Earth. Para 1975 mi conversión ya era absoluta. En ese año compré mi primer álbum, Welcome to my nightmare de Alice Cooper, al cual siguió Young Americans de David Bowie, pero no eran discos que se encontraran a la vuelta de la esquina. El primero lo escuché en un programa que la tienda Hip 70 tenía en la radio [Avanzada 590 creo se llamaba] y llegar a ese local me llevó más de una hora de camino solo de ida; el segundo me lo trajo una hermana de Brownsville. Otro programa importante para nuestra generación fue Vibraciones que era un verdadero viaje cósmico psicodélico y en donde, entre otros grupos, programaban a Uriah Heep, Osibisa, The Sons of Champlin.)
¿Dónde estaban las bandas mexicanas entonces? (OJO 3: Un oasis fue el surgimiento de Radio 710, que por unos meses llegó a incluir a bandas mnacionales e internacionales. Solían programar al Three Souls in my Mind, Dug Dug’s y a grupos muy avanzados como Faust o Magma. La radio gubernamental y universitaria fueron alternativas de programas especializados, pero su programación cotodiana no podía dedicarse a un género único.) Había un desfase entre las publicaciones y la radio, porque lo que uno leía no podía encontrarse en ninguna frecuencia, salvo excepciones y éstas, regularmente, se cantaban en inglés.
Cuando visité la hemeroteca para consultar revistas especializadas en una investigación que concluiría en uno de mis libros, me topé con una editorial de Conecte que resulta significativa y retrata fidedignamente lo que sucedió en esa década y que está asentado en la página 43 de El otro rock mexicano. Experiencias progresivas, sicodélicas, de fusión y experimentales (Grupo Editorial Tomo, 2017):
…parece que empezamos muy bien los ochentas para el rock nacional, ya que hemos podido apreciar algunas cosas positivas dentro de él, que posiblemente lo lancen fuertemente por los medios de comunicación. Por lo pronto, Radio Capital, después de nueve años, está programando a un grupo mexicano. Se trata de Nuevo México y su tema “El mar”, el cual tiene salida al aire diariamente a las 21:20 h, precisamente antes del noticiario que da pie a “Vibraciones” [las negritas son mías].
Y remato en mi texto: “Había que cazar reloj en mano, la oportunidad de escuchar a un grupo mexicano; pero para evitar dificultades se programaba un tema ¡instrumental!”
Los conciertos
Cuando se habla de conciertos, por alguna extraña mixtificación, nuestra mente solo concibe aquellos del talento venido de fuera. En este caso, nuestra historia no es muy benigna, al menos en la década de los setenta y ochenta. Si ahora vivimos una sobreoferta de conciertos y festivales, en los setenta y ochenta había hambre de ellos.
La historia cuenta de las visitas de The Doors y de los Union Gap, en los sesenta, pero a partir de septiembre de 1971, la regularidad de estos acontecimientos musicales está marcada por lo esporádico, la mala organización, las cancelaciones, la violencia y el mal comportamiento del público.
Cualquiera pensaría que las bandas locales de rock tendrían espacios suficientes para explayarse y mostrar su quehacer, pero no fue así. Arana y Rublí, Parménides García Saldaña, José Agustín (La contracultura en México. La historia y el significado de los rebeldes sin causa, los jipitecas, los punks y las bandas, Editorial Grijalbo, 1996), Merced Belén Valdes Cruz (Rock mexicano. Ahí la llevamos cantinfleando…, Ediciones Meche’s Records, 2018) lo han plasmado en libros; José Luis Pluma, Antonio Malacara Palacios, Víctor Manuel Alatorre, Arturo Castelazo y muchos lo hicieron en las revistas de rock.
Era tan raros los conciertos de grupos foráneos que cuando se daba uno, se asistía aunque no se fuera fanático de la banda que se presentaba y muchos de ellos eran tortuosos por su mala organización —no había una infraestructura para ello—, por su impuntualidad o porque las bandas no eran las que se aunciaban.
Una vez pasado el Festival dé Avándaro, el rock mexicano fue confinado, en su mayoría, a los hoyos fonquies. (Ya antes, en los sesenta, una primera represión se dio con el cierre de los cafés cantantes, sitios en los cuales no había venta de alcohol, de ahí su nombre, y en donde se presentaban los grupos del momento.) Cierto, ocasionalmente había conciertos en teatros —quien esto escribe tuvo su primera experiencia en directo con Zig Zag y Dug Dug’s en el Teatro de los Insurgentes—, en universidades o en pequeños foros que no implicaban concentración masiva. (Así conocí a Decibel un 22 de mayo de 1976, pero la Sala Chopin difícilmente era para más de 150 personas y además la música de la banda no impactaba a masas. Unos años después, en el Primer Festival de Rock en Oposición, celebrado en el Teatro de Ciudad Universitaria, se manifestó esa intolerancia del público que, hambreado de rock, la emprendió contra uno de los grupos porque estos estaban haciendo un peformance con cintas pregrabadas. La ocasión estuvo cerca de terminar en trifulca.)
Había muchos conciertos allá afuera, pero aquí apenas y llegaba la rebaba…cuando llegaba.
Era tan raros los conciertos de grupos foráneos que cuando se daba uno, se asistía aunque no se fuera fanático de la banda que se presentaba y muchos de ellos eran tortuosos por su mala organización —no había una infraestructura para ello—, por su impuntualidad o porque las bandas no eran las que se aunciaban. (La primera vez que vino Deep Purple, se trataba de un grupo “alterno” porque Rod Evans, que había formado parte de la primera alineación, utilizó el nombre aunque no estuviera autorizado para ello. Se ptresentaron junto a Black Oak Arkansas y en algún momento, los asistentes comenzaron a desprender el pasto del estadio y emprendieron una batalla campal con el mismo. Al día siguiente el recuento de los daños apareció en la nota roja de los diarios capitalinos.)
Cuando se presentó Chicago, el 9 de noviembre de 1976, éste llegó no en uno de sus mejres momentos, pero aún así, mientras se celebraba la sesión, hubo un intento de portazo que no llegó a concretarse. Johnny Winter se presentó en Pachuca o cerca de allí y terminó cuando alguien le arrojó un objeto al albino. A veces los conciertos se suspendían a la mitad, otras llegaban a su fin, pero los asistentes eran víctimas del hostigamiento de la policía simplemente por su facha. También, quien esto escribe, recuerda que Black Sabbath se presentaría y nunca lo consiguieron. Se tenían los permisos, pero se cancelaban intempestivamente y los promotores emprendían una búsqueda desesperada de un foro alterno, incluso en otra ciudad de la que originalmente estaba programada, pero era imposible resolver semejantes imprevistos de un día para otro.
En mi memoria hay un par de fechas, ya en los ochenta, que hablan de esa hambre por ver a los músicos en directo, aunque, reitero, éstos no fueran nuestro máximo. Mis recuerdos los ordenan de manera distinta a como realmente acontecieron, pero en ambos me hice presente. El primero fue de Radio Futura, en el Hotel de México, ahora World Trade Center. Unos amigos y yo llegamos un poco tarde, con boleto en la mano y la sorpresa fue que no podíamos entrar por las puertas asignadas porque hubo intento de portazo y en el aire flotaba un picor que denotaba el lanzamiento de gases lacrimógenos. Al final, logramos entrar por una puerta que poca gente conocía.
Cuando vino Miguel Ríos el 29 de abril de 1988 a la Plaza México, ésta se encontraba atiborrada. El público había llenado el lugar con bastante anticipacion y Tláloc, enfurecido, soltó un tormenta. No recuerdo cuánto tiempo llovió, pero no había hacia dónde hacerse y pocos se movieron de sus sitios. Cuando finalmente escampó, todavía hubo que esperar algo de tiempo porque era imposible tocar con el equipo empapado. Al aparecer Miguel Ríos y comenzar a tocar el alarido fue impresionante. Visto en retrospectiva, ese grito no era para tanto. Miguel Ríos tenía una trayectoria, pero aquí se le había dado poca difusión a la misma. Pero ese grito, lo que dejaba muy claro, era el hambre del público rockero por ver a sus exponentes en el mejor de sus momentos y en condiciones idóneas.
Eso cambió drásticamente cuando el 12 de enero de 1991, INXS tocó en el Palacio de los Deportes y entonces asistir a un concierto dejó de ser una aventura para convertirse en algo cotidiano, tan cotidiano tal vez, que ahora no se aprecia en su totalidad.