Nada es gratis, es una frase usual y es, además, una frase que suele ser razonable. Porque así como nada es gratis, todo tiene un costo.
En el caso de la irrupción, inesperada y férrea, del mundo digital, este avance nos ha exigido un costo que tiene muchas formas.
Nuestra civilización actual ha adquirido una velocidad sin precedentes en el terreno de la información. Cómo negarlo. Hoy, es posible compartir un par de ideas, imágenes, textos, sonidos o programas de una manera automática y prácticamente instantánea con cientos, miles, o millones de terminales, sin que nada pueda impedirlo. Eso supera todas las formas de propaganda, publicidad y educación que haya vivido alguna vez el ser humano.
Efectivamente, hoy las redes sociales, el Internet y la Deep Web hacen de cada dato -lo queramos o no- un hecho compartido y a veces peligrosamente transparente, ya que las posibilidades de hackeo y craqueo también se han desarrollado, como la interconexión entre terminales, de una manera inusitada. Pero al mismo tiempo que hoy somos muy hábiles y capaces de una expansión sorprendente, hemos perdido algunas de nuestras habilidades más exquisitas y logradas provenientes de siglos atrás.
Una de esas habilidades es, por ejemplo, la escritura a mano o caligrafía. Existen diversos programas y aplicaciones -sobre todo japonesas- capaces de ofrecernos la posibilidad de diseñar letreros, textos y dibujos de una manera asombrosamente regular, casi diríamos geométrica en plena perfeccion. Pero esa escritura, ojo, la ejercemos con el dedo, con el stylus, y no con la mano, ni con un lápiz, ni con una pluma.
A inicios del siglo XX, la máquina de escribir anticipó un poco de ese derrumbe, y numerosas obras fundamentales (Capote, Hemingway, Auster) del pensamiento literario fueron realizadas con esa maquina, ya no con lápiz, con pluma de ave o con estilográfica, como en los tiempos de Victor Hugo, Cervantes o Lope.
El problema, verán, es que la computación ha tendido a borrar de tajo aportaciones importantísimas para el pensamiento y la civilización, tales como el dibujo a mano alzada y la caligrafía misma, herencias que -por cierto- nos remiten no solo a lo mejor de la imaginación clásica, sino al nacimiento mismo de la escritura. Hoy, poseer una pluma fuente es un lujo. Sí, no es que sea necesaria ni útil, simplemente es hermosa. Porque la pluma fuente es también es una ventana hacía un mundo clásico, que fue dominado durante un par de siglos por esta magnífica herramienta, complejísima, eficiente, y además tecnológicamente asombrosa.
Naturalmente, no soy un loco que le pide al mundo que dé marcha atrás y se detenga, pero sí soy lo suficientemente irracional y terco como para plantearle a ustedes, queridos lectores, que de vez en cuando se asomen un poco al pasado, y vean como la caligrafía educó a muchos grandes cerebros de nuestro tiempo, incluido Steve Jobs.