Camisetas negras, un furor de voces coreando, pasión por una nostalgia que se debate entre el rock y el pop, señoras y señores que trajeron al niño a su primer concierto, ganas de que el tiempo no haya pasado desde los ochentas, emociones que remiten a escenas intransferibles, y guitarras más veloces que precisas. Eso fue, básicamente, el concierto de Caifanes de este sábado en el Auditorio Citibanamex.
“Hace unos años, Monterrey estaba de la chingada”, dice Saúl Hernández, y añade que “esta ciudad todavía tiene pedos y heridas, pero se mantiene en movimiento”.
Momentos más tarde, un Saúl Hernández con el pelo corto y pintado de negro se referirá a unos dioses ocultos, y miles de voces dudarán si serán ellos o serás tú. Así, poco a poco se irán acumulando las imágenes sobre el escenario, en la seguridad de que ni son insólitas ni son de Aurora.
El concierto de Caifanes, eficaz y pulcro, se extenderá a lo largo de más de dos horas, y pondrá a gritar a un público cercano a la tercera edad, que a su vez demostrará que Caifanes todavía puede vender siete mil boletos para una de sus noches.
Impactante para bien y para mal, el grupo Caifanes nos mostró a todos que la voz de Saúl Hernández ya no es lo que fue, y nunca volverá a serlo, pero también puso en claro que Alejandro Marcovich era realmente esencial y mucho más que un guitarrista para esta célebre agrupación. Su ausencia es lamentable, poderosa y significativa.
Otro factor de impacto en este concierto es el afán de politizar al rock mexicano, en el que Caifanes coincide hoy con Café Tacuba, y nos remite a la sombra de los 43, tanto como a la figura de los migrantes mexicanos, y a una libertad sexual que se sella con besos de hombre a hombre.
A todo eso habrán de sumarse las consignas de no más periodistas asesinados, no más estudiantes desaparecidos, y la convicción de que hoy “México te necesita”.
Muchos años después, frente a un público embelesado y feliz, Caifanes sigue al pie del cañón, con una voz mermada y un entusiasmo completo.