Domingo

| Memorias, historias y crónicas

Buscando el disco indicado: Una crónica en tonada de blues

El principal dilema de un coleccionista de discos es saber si estás escogiendo la pieza indicada. Saber si es un disco que va a cambiar tu día, tu semana y, ¿por qué no decirlo?, tu vida entera.

POR:
disco indicado

René dijo que me llevaría a una tienda de discos que era como su oasis personal, un lugar pequeño en Los Ángeles, California llamado Mono Records. Cuando llegamos, un local pequeño de color gris con un anuncio poco llamativo, no tenía ninguna idea de qué discos estaba buscando. Eso se vuelve en tu contra muchas veces porque, en cuanto comienzas a hurgar en los estantes de discos viejos, uno se siente abrumado ante la cantidad de música disponible. No había demasiados vinilos, pero rápidamente podías darte cuenta que lo que había era material bien seleccionado por el dueño de la tienda; un tipo rubio, de barba larga y descuidada, camisa azul gastada encima de una playera blanca ya casi sin vida y una estela de alcohol, tal vez de la noche anterior. alrededor de él. No sonríe, pero tampoco es mal encarado, simplemente te lanza un mensaje claro con la mirada ausente de los comensales: no me interesa quedar bien con nadie. 

Comencé a buscar sin ninguna expectativa entre los discos, pero cuando has hecho a la música parte de tu vida, sabes que no existe eso de “ningún disco me interesó”; siempre habrá algo que llame tu atención. Y más si eres de los que se aventuran a comprar discos que no conoces o de artistas que nunca habías escuchado. En mi caso muchas veces me dejo llevar por la portada, sobre todo si se trata de vinilos, porque terminan siendo el primer contacto con el disco. Ese primer saludo llega por la vista. Además, el tamaño del LP permite que te puedas quedar viendo el arte como si se tratara de una obra adjunta. No es descabellado decir que muchos discos pueden llegar a ser arte objeto, y muchas portadas dignas de estar colgadas en las paredes de cualquier galería de arte. Eso no lo tiene ningún otro formato.

Comencé a buscar sin ninguna expectativa entre los discos, pero cuando has hecho a la música parte de tu vida, sabes que no existe eso de “ningún disco me interesó”; siempre habrá algo que llame tu atención.

Después de unos minutos me sentí abrumado; la mayoría de los discos no los conocía, pero me los quería llevar todos. El principal dilema de un coleccionista de discos es saber si estás escogiendo la pieza indicada. Saber si es un disco que vaya a cambiar tu día, tu semana, y por qué no decirlo, tu vida. Quieres ganar la apuesta contra lo desconocido, salir victorioso con una gema musical. Entonces, entre tantas portadas y nombres de artistas la ansiedad hace lo suyo cuando no sabes cómo identificar las señas sobre el disco o los discos a elegir. A eso hay que sumarle que Los Ángeles no está tan cerca de casa como para regresar cuando se me antoje. Para muchos pueda ser algo incompresible, para muchos más un disco o la música es parte fundamental de la vida.

Cuando eso ocurre, que me siento abrumado, perdido y ansioso por no saber qué música escoger, recurro a lo más cercano y confiable que tengo a la mano: el dueño de la tienda o el empleado de la zona de discos. No sé si lo han notado pero, las pocas tiendas que existen de discos son atendidas por gente que sabe de discos, no solamente como un comercio, sino como un gusto y una afición. Entonces muchas veces lo confiable es acercarse y preguntar. Eso hice con John, el dueño de Mono Records. “Me gustaría encontrar algo de rock clásico, uno de esos discos nada conocidos pero que son una joya escondida, ¿tienes algo así?”. John se me quedó viendo con mirada incrédula, como decidiendo si abrirme esa otra puerta, la de los discos elegidos, o dejarme fuera. De reojo vio que traía en mi mano un disco de Crosby, Stills & Nash, y con una sonrisa sarcástica, me dijo mirando hacia el vinilo: “yo no llevaría eso si lo que buscas es una joya de rock clásico”. Sonreí nervioso, no supe qué contestar, pero al parecer esa fue una manera de abrirme la puerta. Salió de atrás del mostrador y caminó hacia uno de los estantes; movió los discos con la prisa de quien sabe dónde están las cosas que busca. Sacó cuatro vinilos y me los dio. “Para mi, estos son muy buenos discos de rock clásico. Pero este es el mejor de todos. Es especial”, me dijo mirando hacia la portada y luego hacia mi. Se dio la vuelta como quien no quiere hacer una despedida larga ni dramática, solo regresó a su trinchera detrás del mostrador y no volteó más a ver el disco, simplemente le dijo adiós en silencio. 

“Me gustaría encontrar algo de rock clásico, uno de esos discos nada conocidos pero que son una joya escondida, ¿tienes algo así?”. John se me quedó viendo con mirada incrédula, como decidiendo si abrirme esa otra puerta, la de los discos elegidos, o dejarme fuera.

Me quedé mirando la portada. En ella aparecen dos tipos. Uno se ve más grande, parece que tendrá unos treinta años, con sombrero estilo panamá color crema y listón negro, gafas oscuras y camisa blanca. Está de perfil. El otro es un joven de cabello rizado tipo afro. Piel morena y camisa celeste con figuras en tono rosa pastel; él mira hacia un punto medio entre el horizonte y el cielo, el otro mira medianamente hacía abajo. Uno es Al Kooper, el de sombrero. El más joven es Shuggie Otis, lo supe por las letras en color blanco y bordes naranjas impresas en la parte superior de la portada: Kooper Session. Al Kooper Introduces Shuggie Otis. “Si quieres puedes escucharlo en esa tornamesa”, me dijo John desde el mostrador sin levantar la mirada. Cuando lo puse lo primero que apareció fue un piano haciendo una melodía pentatónica en tono de blues, lento como un preludio. El sonido estéreo hace que el piano se escuche abierto en los dos audífonos que están conectados a la tornamesa. Envuelve. Una nota grave comienza a desesperarse, a querer caminar más rápido o incluso a correr. Nada la tiene. Aumenta el tempo y parece que saldrá pateando alguna puerta. Llega el estruendo, es toda la banda cabalgando un caballo musical que media entre el blues, el rock y el mas festivo y alabador de los góspels. Es un trote perfecto, de esos que inmediatamente te hacen mover la cabeza. Pienso en el primer Dylan eléctrico, pero porque es lo que mi referencia de memoria aporta, no porque sea el único. Me quito los audífonos enseguida, no quiero escuchar más; basta con eso para saber que tengo entre las manos un diamante. Como el más delicioso de los postres, lo guardo para después, para cuando esté en mi casa y solo. No quiero sorprenderme más ahí, quiero hacerlo a placer después. Por eso no escucho más, para no gastar la sorpresa de escuchar por primera vez ese disco de Al Kooper y Shuggie Otis.

Este disco es oficialmente el primero de Shuggie. Fue invitado por Kooper cuando John Hammond le habló de él y le dijo que tenía que escucharlo, que tocaba la guitarra como ninguno. Cuando lo hizo, Kooper no dudo de invitarlo no solo a tocar sino a grabar todo un disco, que es el que tengo en mis manos. Cuando Kooper lo conoció, Shuggie estaba firmado con una transnacional, pero afortunadamente Al era muy amigo de Larry Cohn, directivo de Epic Records y aficionado al blues y él ayudó para que Otis pudiera grabar estas sesiones con Kooper. El disco está dividido en dos partes. La primera fue llamada “The songs” y son cuatro canciones que van desde el góspel, el blues y el rock, hasta tonadas muy al estilo Stax Records, como se nota en “Double or nothing”, donde la sombra de Booker T se hace presente. Si algo resalta en esta parte es el espíritu góspel que hay en casi todos los temas, gracias al canto y los coros espectaculares de The Harris Robinson Singers.

Me quedo pensando en que quiero dedicar el resto de mi vida a esto, a encontrar estas gemas que le dan placer a la vida. Estas melodías y armonías que te hacen sonreír, que te acercan un poco más a eso que se llama felicidad.

La segunda parte fue llamada “The Blues” y se trata de tres piezas que son sesiones de jams ocurridas en el estudio. Es decir, son una especie de improvisaciones que sucedieron por primera y única vez en la sala de grabación. El órgano de Kooper y la guitarra de Shuggie gritan blues en cada uno de los temas. Además, porque están acompañados por músicos capaces de mantener el alma de un jam, como Wells Kelly en la batería, Stu Woods en el bajo y Mark Klingman en el piano. Hay que señalar que el batería Wells era la primera vez que tocaba con ellos. Uno lo escucha y solo puede agradecer a ese maldito de tener tanto endemoniado groove en sus pies y manos.

Bajo los reflectores del rock clásico este disco no alcanza la luz, no es tratado como estrella. Pero no lo necesita, tiene alma, y lo más importante: belleza y vida propia. Cuántas grabaciones como esta deben existir a las cuales el tiempo no las envejece, sino que las dota de un aire más rico y fresco. Sobre todo cuando lo que menos brilla bajo los reflectores actuales de la música son el talento y la magia. Este disco es magia pura. Me quedo pensando en que quiero dedicar el resto de mi vida a esto, a encontrar estas gemas que le dan placer a la vida. Estas melodías y armonías que te hacen sonreír, que te acercan un poco más a eso que se llama felicidad. Eso es, buscar el elixir en cada uno de los discos que vaya escuchando. De eso se trata la vida, de buscar la felicidad. Y la mía está entre los discos y la música.

Me faltó algo por decir, ya para irme. El maldito y condenado Shuggie Otis tenía apenas 15 años cuando grabó este disco con Al Kooper. No soy nada, no soy nadie. Me voy a seguir escuchando estas tonadas de blues.