Se suponía que no había alcohol en kilómetros a la redonda. Ni una gota. La mentada ley seca me tenía apañado y bien chupado. Por fortuna, tras un calor ingrato comenzaba a llover; gotas picudas, acupuntura celeste. Tenía entumidas las piernas luego de pasar horas frente a la laptop, así que me estiré y bostecé como perro, junté morralla rascando en pantalones sucios y salí a la calle a buscar lo imposible bajo nubarrones.
Algunos chicos cocodrilo llaman yeyo a su cariñito. Y porque cuando el amor es verdadero nomás un pujido se oye, no importa el día ni la hora, donde sea que me encuentre y las risas rolen, alguien siempre hila raya y se me acerca para estirarme un billete hecho taco, o un popote. Me he negado a rasparme el tabique, siempre. Mi corazón, delicado como el de Diego Vergader, me tiene prohibido acelerarlo, urgirlo. El cabrón tiene su trote y agilizarlo, sé bien, lo pone de malas. Por eso no me enamoro. Por eso cuando siento que la emoción amenaza con rebasarme, prefiero esconderme, extraviarme entre arbustos.
Siguiendo con el Talco de Cristo, cuando llega la hora de juntar varo para hacerse de un gramófono arrancan los problemas; sin embargo, cuando no existe un dealer oficial y hay que verse en la necesidad de elegir quién va por el postre la cosa se pone de plano tensa. Nadie nunca quiere ir, y al mismo tiempo siempre existe la posibilidad de que quien se encargue de salir por aquellito no vuelva jamás. He ido entendiendo así que en esos menesteres la confianza se esfuma, que hay que ser verdaderos camaradas para confiar en quien desaparece con la vaca. Fe ciega obligatoria, como en el amor.
Imprudente, alguna vez en plena fiesta tomé mi turno en el área de salchichonería para comprarles un cuarto de jamón a mis camaradas cuando yo siempre he sido vegetariano. Es decir: salí a perderme por colonias groseras para llevarles su pellizco de caspa; una de las cosas más idiotas que he hecho en los últimos tiempos, he de aceptar. El asunto es que al volver con el embutido, la marabunta me recibió tal como si regresara de la guerra, literalmente con porras y aplausos. Los viciosos no me cargaron en hombros porque el ansia los carcomía. Rememoro los dicho porque al cerrar la puerta del edificio donde habito para ir a buscar cerveza, a pesar de tener claro que la cebada es una droga legal, sentí ese estertor que me recorrió el lomo en aquella ocasión que salí a conseguirles yeyo a unos cuantos.
Sediento, volteando a mi alrededor cada dos segundos, caminé calles y más calles. Al andar con mi mocla a la espalda, los cascos que dentro de ella chocaban hacían ese clanc clanc que el jefazo de los Rogues producía al unir botellas al son de “Warriors, come out to play”. En términos grifos, iba dejando mi tufo delator. La policía llevaba días bien sobres, dando rondines, cazando incautos y dando sermones sobre permanecer en casa con tal de no propagar el virus de moda. Adónde va, caballero, qué lleva en su mochila, póngase contra la pared, ésta es una revisión de rutina. El bolillo de todos los días. Así, alerta para evitar reyerta con los de la torreta, fui separándome de mi cueva cada vez más. Mi plan: andar sobre Av. Congreso de la Unión, bajo la sombra del metro elevado, hasta cruzar mi comarca para llegar a la estación Consulado y ahí armar el refil entre rifles a full. ¿Pedir chelas a domicilio vía internet? Jamás.
«Es lo que es, pensé al pagarle al tendero. De qué otra manera podría armarse el bisne. Si yo me salté las reglas al salir a buscar mi dosis a contraley, ¿por qué él habría de portarse honorable al proporcionarme la sustancia prohibida al precio oficial?»
Aun en mi rancho, mucho antes de alcanzar la meta, me topé con un oxxo. Entré al negocio por no dejar, sin embargo descubrí que en el refrigerador había unas cuantas cervezas, sin candado alguno. Vaya, vaya. Haciéndome el ciego le pregunté a la cajera si tenía chelas, a lo que me respondió chasqueando la boca y señalándome el tesoro. Saqué las frías que había, en frío; apenas dos latas. Dejé el congelador erizo. Pagué y como los justos salí del negocio. Sin embargo volví en pocos segundos. ¿Oiga, que no hay ley seca?, le pregunté a la encargada, con ganas de buscarle ruido al chicharrón; “aquí no”, me respondió. Apresurando el paso reviré la ruta, ¿para que ir más lejos? De regreso al terruño, una manta gigantesca, amarrada de unos semáforos, me dio la bienvenida: ¡CUIDADO! ESTÁ USTED ENTRANDO EN ZONA DE ALTO CONTAGIO.
Al llegar a la miscelánea que a tres calles de casa hay, encontré que las hieleras parecían vitrinas de perfumes. Un par de newmix, dos Jacks, cinco XX, tres caguamones Victoria. Vino a mí un recuerdo. Cierta vez visité a un amigo en el tanque. Me sorprendió que ahí hubiese una tiendita, un changarrillo con tres chicles, una cerveza y por ahí perdidos una bolsa de ruffles y cuatro cigarros sueltos. Todo carísimo, sin problema cinco veces arriba de su valor real. Bien, pues en el negocio de mi barrio algo así pasaba. Tomé lo que pude. Los envases quemaban al contacto, como el amor. Así es la cosa, cuando te acercas, el sentimiento parece comportarse como el fuego; en realidad se trata de la manifestación más cruda que exista del poder mortífero del hielo.
El despachador de esa miscelánea sabe cómo hacer las cosas, por eso me cae bien; nada de refrigeradores con termómetro digital; él echa mano de hielos y tinajas. Un tendero prófugo del SXX. A la fecha, sigue sin existir una explicación científica del por qué nunca podrá compararse el sabor de una chela hundida en una tina repleta de hielo picado con el de una recién parida por un congelador eléctrico. Quizá la jerga con la que limpian el envase le ponga el toque mágico; probablemente el hielo que los despachadores dejan a las afueras de los negocios, sobre las aceras al amanecer, provenga de nevados alpes suizos y esté tocado por Albert Hofmann. Sino, ¿cómo se explica uno la diferencia?
La reventa, había leído por ahí, estaba perra; estilo tambo, pues. Antes de soltarme el sablazo, el del mostrador me habló de cómo había re etiquetado sus brebajes más populares; el medio de licorcito de caña, calienta huesos infalible, por ejemplo, pasó de quince a veinte pesos. El tipo estaba ablandando el bistec con su charla, me la iba a aplicar y hacer iris y bilis sobraba. Era eso o nada. Tal como cuando quieres ir por todo y lo único que te ofrecen es un besito; lo tomas o lo dejas. Volviendo a los yeyo-lovers; es como cuando se acaba de la que esnifa el Papa y no queda más que atorarle a la Petronila, rezando porque no deje secuelas.
Es lo que es, pensé al pagarle al tendero. De qué otra manera podría armarse el bisne. Si yo me salté las reglas al salir a buscar mi dosis a contraley, ¿por qué él habría de portarse honorable al proporcionarme la sustancia prohibida al precio oficial? En realidad lo que hicimos fue concertar un trato de caballeros, tal como los allegados al fifí hacen con sus dealers. Francamente el soez fui yo, conmigo mismo. Porque ese parque clandestino planeaba dosificarlo para los días de sequía que se avecinan. La idea era echar los proyectiles al refri y de a poco irlos disparando. Pero cuál, nada de eso ocurrió. Se me da la templanza, pero mis virtudes dependen de la clase de vicio que tenga enfrente.
Así que me puse a darle fuego al plomo. Llegando a casa destapé aquello y me rifé, otra vez, el concierto de Nick Lowe al lado de Los Straitjackets. Mi clásico de primavera. Y claro, eché balazos al aire, también de nuevo. Pura bala fría, decía El Ferras. Me puse como ranchero sinaloense, aperrado a soltar tiros en mi fiesta parroquial de cada tercer día, celebrando los milagros de mis santitos satánicos.
Y obvio, la chela se acabó. Rápido, esa misma noche. Cero previsión la mía. Ya me han regañado por eso, por no pensar en el futuro, por no planificar. Pero, tal como a mi corazón le ocurre, me aferro a conservarme así. Desmesurado, imprudente. Muy de tinaja y hielo. Muy del SXX. A mi edad sería pendejo intentar cambiar.