La campana prángana del basurero me despierta a las ocho AM. Puntual, como mi hambre. Con el lomo torcido me levanto del sillón para prepararme un café mientras reviso que el trozo de rosca que mi familia me envió el fin de semana pasado no esté enmohecido. En cinco minutos ya le muerdo al pan marmoleado y con una cucharita le doy vueltas al líquido negro. Si mi madre me viera, soltaría una de sus reprimendas clásicas: antes que nada lávate las manos, que te pasaste la noche rascándote los testículos en la cama.
Ay, mi madre. Hoy es diez de mayo, por cierto. Por eso eludiré visitar redes sociales; de hacerlo me encontraría con un despliegue de cursilerías que pondría más terco a mi ya de por sí mulo estado emocional. Con el cel entre manos, voy directo a la página de El País para encontrarme con un texto firmado por Jacobo García: “El virus toca a las puertas de la basílica de Guadalupe”. Apenas leo el titular, me resulta inevitable voltear a la derecha para ver, desde mi ventanal, la cruz de concreto que corona esa iglesia cubierta de cobre que, al paso de los años, se ha ido oxidado para adquirir la tonalidad verdosa que desde mi departamento reluce.
“La delegación Gustavo A. Madero, donde se levanta la basílica, concentra el mayor número de muertos (143)”, comenta García al hablar de las víctimas del virus que nos azota, y luego retoza entre números latosos: “uno de cada cuatro fallecidos en la capital es de esa región”. Bajo estos parámetros, según El País, mi barrio, la GAM, “acumula más muertos que Honduras, Bolivia o Croacia”. Arrugo el sobre de café legal soluble que estoy a punto de aniquilar. Es éste otro domingo aburrido, como los últimos; añoro el tianguis de la San Felipe mientras mi lectura avanza.
“La basílica de Guadalupe es el segundo lugar más importante de peregrinaje del mundo después de La Meca”, prosigue el autor del texto. En todo el tiempo que he vivido aquí, donde las tribulaciones han ido y venido con constancia, como si de embargadores del SAT se tratase, me he abstenido de hincarme ante esa cruz que en el horizonte se alza. Mi Meca, en realidad, es la Sanfe. La Sanferoz, como los avanzados conocemos a la colonia y al tianguis que bien cerca de aquí, cada domingo, es abortado. “El más grande de América”, comenta el diario español; “siete kilómetros de pasillos bajo el plástico”. Calamocano calado, necio de los recios, llámenme como quieran; pero mi lectura me hace reflexionar que, como desde hace días ocurre, debo salir a buscar cerveza bajo las piedras. Pienso que, a pesar de que los tianguistas tienen prohibido alzar sus puestos, en la Sanfe todo siempre ha sido posible.
En esta delegación hay casi 200 colonias, casi todas groseras y desobedientes, sin duda burra. Acá nos hacen entender con tundas, no hay de otra. De ahí que la policía tenga órdenes de mandar a su casa a quien encuentre deambulando sin razón.
Me visto y camino hacia allá. Me desparramo en las calles, me extiendo, me escurro en ellas. Al raspar la banqueta, repaso mi plan mientras certifico que cargo con cubre bocas: se trata de nadar por Av. Gran Canal y, luego de cruzar las tierras herrumbosas de los fierros viejos, enfilarme filudo al puesto de frías que, sé bien, debe estar activo; luego, a chocar codos con el mai, pedir y retirarme de inmediato, ya con los frascos necesarios para sobrevivir al domingo. Mientras plancho avenidas, me topo con los “amenazantes carteles estilo Chernóbil” que El País retrata. Yo mismo experimenté alarma cuando los descubrí, aunque, hoy sé, era necesario colocarlos. En esta delegación hay casi 200 colonias, casi todas groseras y desobedientes, sin duda burra. Acá nos hacen entender con tundas, no hay de otra. De ahí que la policía tenga órdenes de mandar a su casa a quien encuentre deambulando sin razón.
Sin embargo, lo de la COVID-19 es un achaque más en esta demarcación. Apenas significa un dolorcito en la espalda para el briago diabético que tiene la espinilla como jamón serrano a medio rebanar. Desde hace décadas, al lado de Iztapalapa, operamos como una monserga. Habitamos la alcaldía que simboliza a la oveja negra del viejo DF. De ser posible, el resto de la población capitalina construiría un muro fronterizo con tal de que no se le pegara la suerte de leproso que nos cargamos. A nivel económico, acaso la basílica y sus menesteres milagrosos le otorgan dividendos “limpios” a los gobiernos en turno; de ahí en fuera la población laboralmente activa de estos barrios broncos está conformada en su aplastante mayoría por gente que no produce gran cosa a nivel legal, pero vaya que se reproduce. De hecho, la sobrepoblación pareciera indicar que acá nadie muere, aunque eso está cambiando justo ahora mismo.
Voy tendido sobre el camellón de Eduardo Molina. Como todos, traigo la palabra muerte en la punta de la lengua. Eludo acercarme al tema, cuando me ronda rondín le doy a mis otras rondas. En medio de una avenida desierta de autos y personas, me detengo a calibrar el nivel de la reta en el frontón. Frente a una pared frentuda, un par de desertores reta al virus sudando sin camisa, masacrando una pelota de esponja; a unos pasos, cinco barrigones juegan poleana y fuman mota. Al bajar la vista, me encuentro con el anuncio de un negocio tirado en el pasto, un trozo de papel que reza: menú kids, snacks, hamburguesas, salchipulpos… y algo más. Checo el mapa que acompaña las fotos de crepas y hot dogs; el lugar se encuentra muy cerca de donde estoy, así que cambio de ruta esperanzado. La clave se encuentra en ese “y algo más”.
Las puertas del local son plegadizas y sus vidrios están polarizados. Los de adentro pueden verme; yo a ellos no, por más que me pegue a los cristales. Pronto sale una chica regordeta para invitarme a pasar. Las Vegas, así se llama el antro, porque eso es, un antro lo suficientemente amplio como para que quepan unas cinco mesas; aunque sólo una está ocupada, en un rincón, con cuatro sujetos que beben de sus respectivos vasos de a litro, escarchados, acompañados con banderillas de gomitas con forma de víbora y tamarindos enchilados. Un televisor sobre ellos repasa videos de Alemán mientras los comensales repiten rimas, rumian y rolan tabacos. Celebran porque es su deber; hacer fiesta en medio del funeral. Afuera, incluso las aves pueden escucharse cantar. Es un 10 de mayo único, sin claxonazos.
La población laboralmente activa de estos barrios broncos está conformada en su aplastante mayoría por gente que no produce gran cosa a nivel legal, pero vaya que se reproduce. De hecho, la sobrepoblación pareciera indicar que acá nadie muere, aunque eso está cambiando justo ahora mismo.
Pido una caguama tras verificar que hay un bote gordo de gel en la barra, donde me acodo repasando el menú. Cuando llega mi envase, lo baño con gel anti bacterial haciendo énfasis en el pico. La que me cobra me observa fascinada, o tal vez alarmada, pensando que estoy por terminarme su escudo ante los bichos. Por supuesto, los primeros tragos me saben a jabón con alcohol puro, pero es algo tolerable; lo que de verdad me amarga algo más que el paladar es enterarme de que la chela está tibia y que encima tengo que pagarla como si la chupara directo de los pezones de Mia Khalifa. En realidad debería cobrar por tomarme eso.
Apenas apago mi deuda, se escucha una sirena policiaca. Lo suficientemente distante como para tomar acciones, pero la despachadora me cuenta que no hay problema. En segundos, la patrulla ya está frente al antro, el cual se halla justo en un semáforo; “seguramente le tocó el alto”, pienso, y la calma con la que los fans de Alemán continúan brindando me relaja. “En dado caso viene a visitar a los de la farmacia”, me cuenta la del negocio; “a ellos los han asaltado más veces”. Sin embargo, los músculos se tensan cuando sin aviso la puerta corrediza se abre no sólo para dejar que el sol inunde el antrucho, apenas iluminado con un foco giratorio de colores, sino para que un policía irrumpa en el espacio, trenzando la cacha de su fusca.
Como si fuese un acto ensayado para unos XV, los raperos se levantan al mismo tiempo con las manos al aire; por mi lado, de un movimiento, con el codo empujo mi caguama para que se pierda entre botellas de cátsup y servilleteros. Ya me estoy alistando para esfumarme apenas entre al punto ciego del poli. Mientras en el televisor Alemán habla de darse la gran vida, sonorizando la escena, aprovecho que un castillo me oculta del uniformado que avanza sobre los de las micheladas y me escurro del sitio. Salgo limpio, sin ni un derrapón de por medio. Afuera, una patrulla aguarda con las puertas abiertas; otro policía se encuentra, efectivamente, empinado en el mostrador de la farmacia vecina, dándome la espalda. La vida es bella, me sonríe discreta entonces.
Al llegar a la esquina me detengo para voltear a todos lados. Sólo vacío hay, apenas suena el viento y el tictoc del semáforo en verde. Cual meme de John Travolta en Pulp Fiction, no encuentro qué hacer; ¿continuar con mi idea original o volver a casa? Me decido por la segunda opción. Ya va a llover. Vaya, últimamente llueve casi todas las tardes y por eso anochece triste. Anochece en blues. Es como si viviéramos en un velorio perpetuo, aquí, en la GAM. Y como en todo velorio sucede, más allá de la tristeza también celebramos. ¿Qué madres festejamos? La llegada, al fin, del vacío.
“Aquí están los principales hospitales y quienes fallecen deben ser registrados en el lugar donde mueren. De ahí que tengamos cifras tan elevadas”, comenta el alcalde de la alcaldía, Francisco Chíguil, al justificar por qué estamos plagados de defunciones. El tipo habla formalmente, sin embargo sus palabras poseen un tono metafórico demoledor. La gente viene aquí, a estas calles, únicamente a morir. Quienes sobrevivimos en estos lares traemos la palabra muerte en la punta de la lengua justo porque esta parte de la ciudad está muriendo, por vez primera. Y eso se siente. Como siento propios los enunciados que Kerouac teje en México City Blues mientras camino a casa:
Me levanté, me vestí
Salí y me extendí
Entonces morí y me metieron
En un ataúd en el sepulcro
Hombre
Sin embargo todo es perfecto
Porque está vacío
Porque es perfecto
Con el vacío