Pese a cualquier intento de restricción, la música se cuela por algún ínfimo intersticio y respira. Para la música no hay combinaciones imposibles ni distingue entre razas, ideologías y religiones. Por fortuna, los creadores no entienden de limitaciones ni imposiciones. Se trata de un territorio mental regido por la libertad más entera y completa.
Así lo entendieron Guido Minisky y Hervé Carvalho seducidos por las fascinantes e interminables noches parisinas en las que la gente se mezcla y convive para dejar que la vorágine se apodere de la existencia. Cada jornada como DJ’s residentes del club Chez Moure se tenían que decantar por la diversidad y el mestizaje para que todo mundo estallara.
Los rostros de París son cambiantes y hermosos, y su exuberancia también se debe a la migración –no hay poder humano que pueda negarlo-. Basta con recorrer calles y antros de Barbés, Pigalle, Montparnasse y Place de Clichy, entre otros rumbos. ¡París sigue siendo una fiesta! Pese a lo que digan los fundamentalistas de cualquier extremo. La gente sale a buscar lo impredecible.
Cada noche Guido y Hervé se esforzaban por impactar, y para ello se les ocurrió mezclar música que acumularon durante un viaje por el Magreb (especialmente de Túnez) con bases de electrónica aplicada a la pista de baile. ¡Y aquello funcionó a las mil maravillas! Así fueron acumulando tracks que aparecieron sueltos inicialmente y se sumaron a inéditos que conformarían un debut excitante: Musique de France (2016), que desde su propio título abandera una deliciosa provocación; Francia será mestiza o no será más Francia.
El circuito de Festivales de electrónica –con el Sónar por delante- los arropó y los trajo girando sin parar. Acumularon casi 300 presentaciones en un lapso relativamente breve, hasta que pudieron parar para preparar su siguiente movimiento.
Para su versión en directo ya habían sumado a Kenzi Bourras, que ahora se queda como miembro formal y aporta todo su conocimiento de la tradición del raï argelino y agrega mayor capacidad instrumental. Así fue como con el formato de trío se concentraron en crear más temas.
Y no puedo sino anotar que el poderío de “Club DZ” es superlativo; se trata de una andanada tech-house que sin ningún problema podrían firmar The Chemical Brothers -¡de ese tamaño; de esa calidad! Un frenesí percusivo inicial que se prolonga para que la espera de las sonoridades árabes nos tome ya con ansías. Y así sucede a lo largo de toda una fiesta tribal que incendia al siglo XXI y lo poquito que resta de esta década.
“Club DZ”, como adelanto, deja un enorme reto al segundo álbum, Jdid (cobijado por el estupendo sello belga Crammed Discs), que significa Nuevo en árabe, pero ahí está “Électrique Yarghol” para dar la pelea y en la que la voz de Hasan Minawi va conduciendo la experiencia. Ahí se halla otra de las diferencias con su antecesor; en 9 de las 11 piezas hay presencia de voces invitadas; así que los registros son distintos debido a la tesitura de cada uno de los participantes.
A la postre, Acid Arab forman parte de eso que podemos llamar etno-techno y en el que se encuentran Natacha Atlas (de origen egipcio), Banco de Gaia, el productor suizo de raíces turcas Mehmet Aslan y, especialmente, Omar Souleyman, que dejó su natal Siria para convertirse en una estrella global. Lo que reviste un especial interés es que los integrantes del proyecto señalan a Rachid Taha (de raíces argelinas) como el artista que les hizo entender la música de otra manera al entreverar lo árabe con el rock (aunque ellos hagan algo muy distinto)-
Si con algo podemos relacionar a Jdid es con el frenesí y el deseo irrefrenable de mover el cuerpo (cada uno bajo sus propios designios) y corte a corte esa vibra se maximiza, tal como en “Nassibi” (con Amel Whaby en el canto). Acid Arab reúnen a una tradición ancestral con la urgencia que trae consigo la música electrónica contemporánea. No todos los días tenemos la oportunidad de romper nuestros patrones e incursionar en un vertiginoso viaje rumbo a ignotos territorios sonoros.