A las 6:39 AM del sábado le mandé un Whatsapp a mi amigo Erick: “Buenos días, disculpa la hora! Jiji pero hoy es un buen día por si te sobra boleto para el juego ;)”. Lancé el mensaje dentro de la botella y me fui a Chipinque. Al recuperar de regreso a la ciudad la señal de internet, ya tenía su respuesta. Me prestaba sus dos abonos. Llevaba por lo menos un par de años queriendo visitar el estadio Universitario. Antes de eso el futbol no me interesaba ni como fenómeno social. Me chutaba algunos juegos de la selección, en el Mundial, por ejemplo, y no más. Esa fui yo durante mucho tiempo, hasta que mi tesis doctoral me obligó a prestar atención a esa red gigantesca de relaciones que llamamos “futbol”. Aunque no fue mi objeto de estudio, el estadio BBVA-Bancomer (BB) del Club de Futbol Monterrey, cruzó toda mi investigación, por eso asumí el gigantesco reto de entrar no sólo a un terreno desconocido sino frente al cual tenía un montón de prejuicios y resistencias. ¿Cómo podría entender un fenómeno al cual jamás quise poner atención?
Al estadio Bancomer-BBVA (BB) fui varias veces gracias a la generosidad de amigos que me prestaron sus abonos (por la causa académica). Para cumplir los objetivos de mi tesis entrevisté a directivos, aficionados, analistas deportivos, entre otras personas claves, del Club de Futbol Monterrey, como el historiador que conoce al dedillo la historia de su equipo, Alberto Barrera Enderle. Ellos me ayudaron a ver la riqueza que mis ojos no podían advertir. Algo que me llamó poderosamente la atención en todas estas entrevistas era cómo se expresaban de la experiencia que vivieron durante tantos años en el estadio del Tec. Me regalaron imágenes memorables, me hicieron vibrar con sus descripciones sobre lo que vivieron ahí entre desconocidos que luego se volvieron sus compadres. Los abrazos de gol. Todo esto me lo contaban envueltos en un halo de nostalgia, con ese dolor de desear una pérdida que no podrá ser nunca olvidada. Entonces di dos pasos hacia atrás. Estaba frente a algo bello, algo que no imaginé posible. Mi relación con el futbol se complejizaba.
Al llegar al estadio “de la U” lo primero fue superar el trance “de la primera vez”. Tiene su encanto sentirse perdida en medio de una masa de gente que se siente en su casa. Sus cuerpos guardan la memoria de la puerta, los pasillos y las escaleras que deben subir para llevarlos a su lugar. Nosotros –mi amigo Emiliano y yo- , en cambio, éramos unos turistas que ni siquiera sabíamos dónde estaba la Tigre Tienda, que fue la referencia que me dio Erick para encontrar nuestra puerta. En el camino me encontré al escritor Pedro de Isla con su familia, creo que puras mujeres, todas vestidas con el jersey del equipo de casa. Papás con sus hijas pequeñas por aquí, parejas jóvenes de novios por allá. Un hervidero de camisas amarillas y azules. Afuera del Universitario la vendimia de pepitas, tortas, y su largo etcétera. En el BB no hay un solo vendedor ambulante a cien metros a la redonda del estadio. El control es total. Entramos. Nos perdimos obviamente, pero encontramos nuestros asientos en el filo de una esquina Sur. Era un atardecer fresco y claro. El sol se despedía dejando notas rosadas en el poniente. Corría el aire, sensación que, por cierto, se extraña mucho en el BB. A nuestro lado, un señor nos dio la bienvenida: “Me dijo Erick que iban a venir, aquí estoy para lo que se les ofrezca”. El saludo no sólo fue amable sino con tono de “el señor de la casa” en medio de miles de otros señores y señoras de la casa. Entonces caí en cuenta de que éramos los bichos raros de la sección. Todos se conocían y aparecíamos en el radar como una suerte de intrusos, sin que esto resultara incómodo para nadie. Entonces recordé lo que me contaron que sucedía en el Tec: “eran los amigos de los sábados, sólo los veías ahí, pero eran tus amigos. Les guardabas el lugar”.
El vendedor de cerveza comenzó a servir a sus clientes sin cobrarles, otro gesto de confianza que me habló de haber entrado a una comunidad. Al principio pensé que llevaría la cuenta, que tendría una excelente memoria, pero después entendí que estaba frente a un ritual. Era un acto de fe. Nadie se atrevería a abusar, so pena de perder algo irrecuperable. El juego comenzó. Los Libres y Lokos desataron el nudo al silbatazo inicial. La fiesta sabatina se dio por inaugurada. A cantar, a tomar cerveza, a pasarla bien. Son casi dos horas de tregua. Todos abordamos la nave del “momento presente” y seguimos el curso del balón. Allá afuera nadie nos extraña, nadie existe siquiera.
Un estadio puede convertirse en la tumba de cualquier club si aniquila el espíritu de confianza y fraternidad de la afición convirtiéndose únicamente en un espacio de control social y de culto al consumo.
Por momentos en el Universitario aún fue posible sentir ese momento “democrático” que sucede cuando en un evento masivo la gente es capaz de realizar actos de sincronía afectiva. Recuerdos antiquísimos –ahogados en mi ADN- reactivaron una emoción fugaz en mí. Como la misteriosa comunicación de una parvada o de un cardumen, la afición interactúa como un solo cuerpo sentimental. Algo de esto me explicó Juan Ramón Palacios que sucedía en el estadio del Tec. En el Universitario, esto se activa con los cantos que van entonando los Libres y Lokos pero también por el desarrollo inescrutable de un partido. Hay que ver los errores que cometen, las faltas que dejan de ver, los intentos fallidos y, oh, por dios, ¡los goles! Los jugadores sienten la presencia de cada aliento en las gradas, y viceversa. ¿Cómo olvidar al estadio cantándole a Gignac por el golazo que metió contra Tijuana? En este sentido constaté –y a mi modo, fui parte de- un convivio entre la afición y los jugadores, una relación directa, ¿familiar? Quizá es mucho decir, pero los jugadores están arropados por la afición. En el BB la sensación que percibí fue más fría, parecida a la de clientes recibiendo un servicio. En el Universitario nadie allá abajo quiere perder la simpatía de un coro de 50 mil voces. Sé que estoy en el terreno de las percepciones, pero aun estando en primera fila en el BB nunca me sentí tan cerca de los jugadores como en el Universitario, aunque físicamente estuve mucho más lejos. Esto sólo se lo puedo adjudicar a la tribuna. La atomización sentimental que noté en el BB me hizo sentir alejada del centro, insignificantes cada quien con su tragedia o alegría, en cambio, la sensación de estar unidos, juntos, sufriendo o celebrando, provoca una cohesión de cuerpo masivo. La experiencia de tribuna tiene mucho que ver con el espacio. Este fue uno de los hallazgos inesperados de mi tesis.
Varios prospectos de inversionistas llevan años calentando el tema de la “necesidad” de un nuevo estadio para Tigres (¿cómo olvidar el proyecto de construirlo sobre el río Santa Catarina?). En este sentido, me parece importante que los Tigres, como afición, aprendan en cabeza ajena antes de cometer el mismo error de los Rayados. Los afectos tienen mucho que ver con el espacio. El espacio crea relaciones, las reproduce, pero también es capaz de destruirlas. El antiguo Club de Futbol Monterrey está en crisis por causa de su flamante estadio. Es una crisis mucho más profunda que la que acusa su desempeño final. Ya en otra colaboración comenté algunos de los problemas del estadio BB, pero la alerta que en este texto quiero colocar es que la afición Tigre asuma con toda conciencia los costos de mudarse de casa. Los Rayados se fueron con la finta del discurso de “la mejor afición que merece un estadio de primer mundo” y quedaron atrapados en una jaula de acero caliente y cara. El espíritu del club, eso que vuelve entrañables los sábados por la tarde, fue disuelto por los diseñadores y administradores del estadio que nunca pidieron su opinión a los usuarios. El tratamiento que éstos han recibido es de mercado cautivo. Suben los precios sin miedo porque hay lista de espera para comprar abonos, pues el estadio se convirtió en un código de distinción social, (dime en qué sección estás y te diré quién eres). Cierto es que en algunos de los últimos juegos se reportaron 10 mil ausencias, pero esto no se asume como un problema del espacio sino del desempeño del cuerpo técnico y de los jugadores. Sin embargo, un estadio puede convertirse en la tumba de cualquier club si aniquila el espíritu de confianza y fraternidad de la afición convirtiéndose únicamente en un espacio de control social y de culto al consumo.
Minutos antes de que terminara el partido Tigres-Tijuana, el vendedor de cerveza comenzó a recorrer a sus clientes. Nadie hizo cuentas, ni hubo discusión alguna. Todos pagaron derecho. No hubo cambio. Envuelta en el ambiente de aquella confianza de barrio pensé: ¿se estarán dando cuenta “los Tigres” de lo que aquí tienen? ¿Los Rayados lo supieron a tiempo? ¿Cómo podría un nuevo estadio mudar de casa el espíritu del club? Tengan miedo de lo que desean, estimados Tigres. No vayan a perder el encanto de su pradera.